Por Conrado Roche Reyes
El tipo abordó el coche calesa para dar su paseo diario por las calles de más lustre de Mérida. Iba vestido de impecable color blanco, a excepción de sus alpargatas finas y de alto tacón. Su filipina era de abotonadura de oro, a imitación de los hacendados de la época dorada de la explotación del henequén y del indígena.
Aquellos paseos se hicieron una costumbre ininterrumpida de todos los hermosos atardeceres emeritenses. El cochero le había tomado cariño al hombre de blanco. En sus periplos el auriga supo que su cliente favorito era “ingeniero”. Platicaban animadamente. Él saludando a cuanta persona miraba, sobre todo si esta estuviese a la entrada de un gran banco o de una gran mansión. No le importaba si le correspondían a su caluroso saludo. La cuestión era que el cochero se estremecía al oír su llanto –perdón, eso es otra cosa–, al sentirse amigo de tan importante personaje. Era su confidente. Terminados sus paseos, lo llevaba a su casa, el cascarón de una hacienda que por fuera parecía estar acondicionada a todo lujo. Una de aquella viejas haciendas que el crecimiento de la ciudad devoró en aras del progreso, quedando erguida y no tan orgullosa –la hacienda– rodeada de casas de gente humilde e, incluso, un nuevo fraccionamiento.
Al apearse el hombre de blanco siempre hacía la finta de pagar los emolumentos al humilde cochero, este jamás aceptó paga alguna de su amigo el ingeniero. Cierta ocasión, paseando por el norte de la ciudad, el auriga le expresó al inge que tenía ahorrados desde hacía más de cuarenta años, peso sobre peso, la cantidad de 75 mil de estos últimos para comprar su casita. Ya había apalabrado una humilde vivienda al sur de la ciudad, en donde pensaba terminar sus días con su familia. Pequeña y humilde pero suya. En esos instantes pasaban por un chaletito en construcción, bastante clase media. El hombre de blanco le dice a su cochero que se detenga enfrente, esa era una casa que el estaba construyendo y bajándose del coche, con imperativa, agresiva voz habló a los alarifes que ahí estaban trabajando: “Que pasó, cómo va todo, soy el ingeniero Roma, socio del “Inge” (el verdadero ingeniero de aquello). ¿Ya trajeron todo el material, los bloques, la cal, etc?”. Los albañiles, todos ellos autóctonos mayas, respondieron con temor ante ese ingeniero tan prepotente. Le respondieron todas sus preguntas y siguieron sus órdenes al pie de la letra. Eran cuatrocientos años de acendrado racismo, y las órdenes dictadas de esa manera por un “ingeniero” blanco y rubio, aunado al complejo de Malix existente, hicieron el milagro de que todos aquellos pobres trabajadores se tragaran lo de la ingeniería del chel.
Pero el más asombrado lo era el cochero. Qué manera de hablar. Este sí era uno como los de antes –pensaba–. Entonces, la visita de supervisión al chaletito se hizo diaria. Hasta que en una de esas, el albo vestido cuestiona al cochero que cuánto tenía ahorrado, este le repite que 75 mil pesos. “Mira, para veas que soy una persona de buen corazón, cuando el chalet se termine de construir, te lo vendo en esa cantidad. Vivirás en un fraccionamiento bueno, tu hija se casará con un buen hombre probablemente adinerado y tus hijos varones tendrán amigos de abolengo, no como esa casucha. Te están robando”.
El cochero casi llora de alegría ante la magnanimidad de su amigo el ingeniero.
Pasados unos meses, el cochero y su amigo el redentor de las causas humildes (juar juar) se encontraban en el despacho del “abogado” (un compinche) con las escrituras de su nueva casa, un precioso chalecito en una colonia buena. Entregó envueltos en un paliacate los 75 mil pesos acordados. El tipo no cabía de felicidad. Pero… siempre hay un pelo en la sopa. Había que pagarle al “licenciado” su trabajo. El pobre cochero ya no tenía ni un quinto. Entonces entra al quite el “ingeniero” y lo salva. Le dice al oído: “El caballo”. A duras penas, el “licenciado” aceptó al equino como pago a sus esfuerzos laborales.
Salieron el auriga y su benefactor abrazados de los hombros. El jamelgo fue beneficiado por el “inge” y vendido a las puertas de su derruida mansión como “Hoy, sabrosos chocolomos”. El cochero empacó sus muebles y toda la cosa dirigiéndose con su familia a su adorado chaletito que ya estaba recién terminado. Pero hubo un inconveniente. El mismo, el chalet, ya había sido ocupado por su legítimo dueño, que lo vivía desde hacia meses con su esposa e hijos. El cochero montó en cólera y se abalanzó contra ese advenedizo que se decía dueño de su chalet. Gritaba “Es ‘miyo’ es ‘miyo’” (con Y griega y sin acento en la I). El dueño llamó a la policía, misma que llegó rauda y veloz. El pobre cochero se aferraba a que era su casa, se la había vendido el ingeniero Roma, todo un caballero. El caso es que el tal ingeniero Roma no existía, se esfumó y en donde decía vivir, su parentela dijo que hacía años que no lo veían. El pobre hombre sufrió tal conmoción que se chifló completamente queriendo entrar a la fuerza al chalet ante el llanto de su prole. Se le botó la canica y terminó… en la casa de la risa, es decir, el siquisiriqui.