Cultura

Conrado Roche Reyes

Hace bastantes ayeres, todas las grandes compañías teatrales de vodevil, musicales y de teatro regional, al hacer su temporada en la capital del estado de Yucatán, hacían giras y presentaciones en las principales comunidades de la entidad, llámense estas Progreso, Tekax, Espita, Ticul e Izamal, entre otras.

En Izamal tenía un tío que era un gran admirador del teatro y era actor aficionado. Era quien organizaba las estudiantinas y las comparsas para el carnaval, los bailables de fin de año en las escuelas, los actos para recibir u homenajear a un prócer o al político en boga, etc. Pero su verdadera pasión fue la actuación. Participaba en cuanta velada o pequeñas obras de teatro experimental se presentaran en el pueblo, siendo siempre el actor principal. Cuando alguna compañía grande y profesional llegaba al lugar, contrataban a cientos de personajes para que salieran de extras, comparsa o Patiño para los artistas famosos. Y hablo de los máximos exponentes del arte escénico del país, así como la compañía de los Herrera en lo que respecta al teatro regional.

El tío rogaba le dieran así sea algunas líneas para que expusiera ante sus paisanos y él mismo sus dotes de actor. Sin embargo, siempre estaba nada más en lo que podríamos llamar el coro. Y aun esto se lo tomaba muy en serio. Sin embargo, tenía un grave problema. Cuando se trataba de enfrentar al público al lado de estos famosos actores (Rambla, Griffel, Guilmáin, Héctor y Mario Herrera), le daban unos ataque de pánico, aquí sí que escénico, casi incontrolables.

Finalmente, una de estas compañías grandes necesitó de él para una pequeña escena en la que tendría que decir unas cuantas palabras. Se trataba de una obra de terror. Su papel era el de uno de los mayordomos en una mansión embrujada llena de espantos, muertos vivientes y vampiros. Su personaje, en cierto momento de la representación, debía entrar a escena, vestido y maquillado macabramente, y decir con una voz cavernosa cuatro palabras y entregar un candelabro a las manos del actor principal. En su casa y frente al espejo las ensayó cientos de veces: “Aquí las velas están”, era su breve parlamento.

El día del estreno, entre bambalinas y ya con su maquillaje y vestuario, el tío temblaba cual hoja al viento. Un pavor casi incontrolable se apoderó de él. Llegó un instante en que ya no quería salir al escenario del teatro México, abarrotado a su máxima capacidad. El director y el resto del elenco literalmente lo empujaron a aquella crucial escena. La principal para llegar al drama final. El actor profesional miraba de reojo un tanto desesperado por la tardanza. Finalmente, el tío salió con su tembloroso candelabro y… a un metro del actor, aventó el mismo, cayendo de las manos del famoso y recitando atropelladamente su parlamento de “Aquí las velas están” y hacer una reverencia, el tío, después de deshacerse de aquel candelabro dijo: “¡Aitan las velas¡”, y salió corriendo del escenario, ante las risas del respetable público itzalano.

Después de este fracaso actoral, él seguía insistiendo a cuanta compañía llegaba a la comunidad suplicando un pequeño papel. Una vez más, alguien le dio otra oportunidad. En esta ocasión, su parte como actor era aparecer y mirar a un hombre que acababa de ser asesinado. Esta era una obra policiaca, me parece de Ágata Christie. Mi tío debía de decir muy asombrado ante aquello solamente tres palabras, que serían: “¡Oh, un cadáver!”.

Como la vez anterior, ensayó con más ahínco para no fallar como en su debut. Teatro lleno, en esta ocasión en el Cinema Izamal, situado a unos metros del México. Toda la población acudió a la obra. Esta transcurría como mandaba el director. Pero en esta oportunidad el tío trastocó, muerto de nervios, su parlamento de “¡Oh, un cadáver!”, apareciendo en escena exclamando rápidamente ante el asesinadito: “¡Puta… un muerto!”.