Cultura

Pedro de la Hoz

Entre las tantas imágenes de José Martí, de quien se conmemora este 28 de enero el aniversario 166 de su nacimiento, dos nos atrapan por su cercanía, al ser captadas en vida del Apóstol de la independencia cubana y prócer de la América nuestra, en momentos de heroica gestación combativa y plenitud intelectual: una, el retrato al óleo pintado en Nueva York por el artista sueco Herman Norrman en 1891; otra, la fotografía captada en Jamaica por Juan Bautista Valdés en 1892.

El escritor cubano, radicado en Suecia, René Vázquez Díaz, al seguir el rastro del autor del cuadro, actualmente en la colección de la Museo Casa Natal de José Martí, en La Habana Vieja, se preguntó por qué el revolucionario cubano posó para Norrman y no para varios de sus amigos pintores de la isla que por entonces compartían el exilio en Estados Unidos, como Federico Edelmann y Guillermo Collazo, a algunos tan próximos a él como el venezolano Juan Peoli y el peruano Patricio Gimeno. “¿Cómo pudo entrar –interroga Vázquez Díaz– aquel muchachón forastero, tosco y mal vestido y que hablaba un inglés macarrónico, caballete y paleta en mano, en el número 120 de Front Street?”.

Tomando en cuenta que en la abundante papelería de Martí no hay huellas visibles de la relación establecida con el pintor escandinavo radicado en Estados Unidos, habrá que convenir con el biógrafo de Norrman, Ulf Hard Segerstad, acerca de la fascinación que ejerció el cubano sobre el joven sueco, a quien dio entrada gracias precisamente a Edelmann y Gimeno. Estos artistas le hablaron a Norrman de las virtudes de un hombre enérgico, consagrado a fraguar la libertad de su patria, poeta, de elevados ideales y probada humildad.

Martí tuvo que conocer de la condición de inmigrante de Norrman, de su linaje obrero, de sus ansias de superación. Y confió en el talento, la sensibilidad y la sinceridad del artista. De ferroviario a pintor de brocha gorda en su país natal. De estudios en escuelas nocturnas a trabajador en un taller de decorados. El sueño de formarse como pintor en París se esfumó por falta de fondos. Como tantos otros compatriotas suyos, viajó en 1887 a Estados Unidos en un intento por salvarse de la miseria. Estibador en el puerto de Nueva York, no cejó en su vocación artística. En esa ciudad permaneció hasta 1894.

Blanca Zacarías de Baralt, del círculo de amistades martianas, dejó constancia, varios años después en sus memorias El Martí que yo conocí, de la impresión causada por el cuadro realizado por Norrman: “La pluma en su mano fina y nerviosa era un atributo que parecía formar parte de su propio ser. Muy bien interpretado está el carácter del escritor de raza en el cuadro del artista (…) Los pintores y escultores de hoy que quieran reproducir la imagen del Apóstol deberían estudiar detenidamente aquel retrato que tiene el sello de su espíritu, su carácter esencial”.

En cuanto a la fotografía que muestra al revolucionario y poeta de cuerpo entero, fue tomada durante su estancia jamaicana entre el 8 y el 13 de octubre de 1892, mientras preparaba la guerra necesaria contra el colonialismo español.

En ese plazo habló a los operarios de un taller, recibió a numerosos exiliados en el lugar donde se hospedó en Kingston, el hotel Myrtle Bank; y viajó a Temple Hall, zona agrícola en la que varios cubanos tienen establecidas plantaciones tabacaleras, donde luego de un cálido recibimiento en casa de su compatriota Antonio León, le ofrecieron una comida campestre. Esa fue la oportunidad aprovechada por el fotógrafo cubano Juan Bautista Valdés Acosta para captar al Apóstol.

Valdés Acosta había nacido en Bayamo. Se inició en el arte fotográfico en Santiago de Cuba, pero emigró a Jamaica tras sufrir acoso por parte de las autoridades coloniales por profesar ideas independentistas.

El domingo 9 de octubre Bautista Valdés retrató a Martí solo, con el bosque de fondo, en un lugar de la campiña llamado Bony Hill. En un sugerente análisis de este retrato, el crítico de arte Jorge R. Bermúdez afirma: “En términos visuales, Martí ha dejado de ser para sí, para ser de los demás. Los retratos hechos en Jamaica, en particular, el que nos ocupa, es el mejor testimonio. También es el menos solitario de los que se toma solo, quizá, porque todo él está ya en pie de guerra. Su mirada, directa, nos lo dice: ha logrado reunir a la gran familia de la Patria bajo su ideario emancipador. Su liderazgo pertenece más a sus ideas, que a él. Y esto último lo halaga. Las manos detrás, cierran la expresión del rostro, todo frente, ojos: alma. Su vestir, si bien compite con la rala vegetación del talud de fondo, resalta por su sencillez, lo sobrepasa. Es obra tanto de la posición que ocupa en la composición, como de su egregia figura, débil y fuerte a la vez, sin ornamento alguno”.

Bautista Valdés ejerció su profesión en un estudio de Kingston hasta septiembre de 1903, cuando regresó a Cuba. Murió en La Habana en 1904. En una copia que conservó del retrato, el propio Apóstol, de puño y letra, escribió: “A un hijo de sí mismo, ejemplo y honra de su patria; a un artista fino y concienzudo, al fraternal Juan Bautista Valdés de su José Martí”.