Cultura

Joaquín Tamayo

Durante toda su existencia Vicente Leñero (1933-2014) intentó escribir una novela que de veras lo dejase complacido. En ese ámbito se sentía cómodo. Aunque hizo guiones de cine, obras de teatro y múltiples reportajes, siempre solía regresar al farragoso y extenso camino de la narrativa pura. La novela de grandes impulsos era, para él, su casa literaria. Su país de origen.

Admiraba el largo aliento de ciertos autores y por eso, cuando eligió abrirse paso en esta modalidad, pensó en composiciones que eludieran los esquemas convencionales y que no remitieran al lector a la vieja tradición del siglo XIX, a semejanza de los escritores rusos o ingleses, con sus historias lineales, contadas en orden cronológico y a partir de un solo punto de vista: la tercera persona.

Así, encontró en la experimentación una senda atractiva y acorde con sus planes, pues el entonces joven escritor quería heredar su marca, aportar su sello, algo propio, para los anales de las letras mexicanas. Además, las circunstancias de la época (principios de los años sesenta) favorecían las tendencias hacia lo vanguardista e iconoclasta.

Ingeniero de profesión, Vicente Leñero se propuso escribir novelas de geométrica estructura pero bajo diferentes esquemas utilizados en aquel momento: la caja china, el monólogo interior y la reiteración descriptiva tratada desde distintos ángulos, por ejemplo. La ola levantada por los franceses seguidores de la llamada Nouveau Roman –encabezados por Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute, Michel Butor y Claude Simon–, influyó de manera determinante en su producción. Los albañiles, A fuerza de palabras, El garabato, Estudio Q y Redil de ovejas, e incluso su autobiografía precoz y sus novelas testimoniales Los periodistas y Asesinato, son relatos sostenidos por caprichosos andamiajes, de compleja edificación, porque le interesaba, sobre todo, cómo contar la trama antes que la trama misma.

Vicente Leñero privilegió la forma por encima de los contenidos. “Yo creía que la historia se me daría por sí sola y que lo importante consistía en cómo relatar. En esos tiempos nos parecía que debíamos dificultarle las cosas al lector”, dijo en una entrevista con un acento un tanto apesadumbrado.

En los últimos años del siglo pasado publicó La vida que se va, una novela armada en un estilo conservador, lineal, más cercano a la narrativa de Balzac que a las propuestas de Grillet y compañía. Por fin escribió una pieza que lo había dejado satisfecho; estaba orgulloso de haber creado una obra inteligible, de claridad absoluta, en la cual dominaba el tema y no la forma en la que éste era planteado.

Pero fue con la aparición de la serie de libros como Sentimiento de culpa y Gente así, junto con sus tres secuelas, donde el autor halló una estructura ideal para combinar sus herramientas escriturales y sus ambiciones estéticas.

Sin proponérselo, sin buscarlo con tanto afán, Vicente Leñero encontró el género con el cual era más compatible. Descubrió entonces el lugar al que siempre había pertenecido a través de una fusión –muy a la usanza norteamericana– entre la crónica y el cuento.

Paradójicamente, los textos de Gente así son vanguardistas y experimentales no por terquedad, sino porque está en su naturaleza, y recrean los abismos de la condición humana a raíz de la realidad del día a día. Esta conjunción de personajes reales con eventos ficticios derivó en una divertida picaresca contemporánea y, en especial, logró fotografiar el ambiente a veces mezquino del gremio intelectual.

El primer texto, La cordillera, retoma el mítico proyecto novelístico de Juan Rulfo, quien siempre habló de esta obra aunque jamás la expuso a la opinión pública. La maestría de Leñero transformó la leyenda de esa inacabada novela en un thriller, en cuyo centro unos y otros conspiran en pos de esa suerte de “El Dorado” de la literatura en lengua castellana.

A la manera de O´Henry rinde homenaje al hoy poco recordado cuentista estadounidense y su portentosa imaginación; aquí aparece el instinto experimental de Leñero cuando alterna el cuento que narra y la preceptiva casi académica de O´Henry; brillante resulta el modo en que la historia y la teoría se entrelazan hasta alcanzar un desenlace inesperado, con todo y vuelta de tuerca, a la manera, precisamente, de O´Henry.

Los cuatrocientos años de Hamlet es otro tributo a la literatura. Tomando como pretexto el aniversario del fallecimiento de William Shakespeare, el autor urde un argumento centrado en los concursos y en el plagio que no en pocas ocasiones suele darse en ellos.

Los escritores Rafael Ramírez Heredia, Héctor Manjarrez y Hernán Lara Zavala, entre otros, deambulan por esa historia en calidad de jueces del certamen, pero es Ramírez Heredia quien se obsesiona por un texto del concurso que está seguro de haber leído antes. ¿De quién es, de quién es?, se pregunta, mientras investiga con colegas y remueve, frenético, su vasta biblioteca.

Suspenso policial y pesquisas de novela negra conforman la atmósfera del cuento y convierten al inolvidable “Rayo McCoy” (Ramírez Heredia) en una figura temperamental y volátil, muy parecida a la de su detective Ifigenio Clausel. De nuevo, Leñero apeló aquí a la “metaliteratura”.

Injurias y aplausos para José Donoso es una magnética semblanza en torno a este célebre escritor chileno. El retrato proyecta la relación fraterna y a ratos complicada que hubo entre él y Leñero. Este perfil también otorga mayor profundidad a las preocupaciones y paranoias que acompañaron la tortuosa vida del novelista andino. En uno de los instantes medulares del texto, se recrea el impacto negativo que una trastada tuvo sobre la salud de Donoso, al grado de enviarlo al hospital víctima del estallido de una úlcera. Después de ese incidente, el autor de El obsceno pájaro de la noche se marchó de México, pues necesitaba rodearse de la gloria de los protagonistas del “boom latinoamericano”.

Con el cuento Gemelas, Vicente Leñero se explayó en dos aspectos que fueron siempre primordiales para su trabajo: el relato policial y el teatro entendido no en su carácter de género, sino de tema.

Pensemos en el arranque: a un taller de dramaturgia en Coyoacán llega de pronto una joven con deseos de presentar una pieza relacionada con la violencia en el norte del país. Más tarde, la muchacha desaparece sin dejar rastro; sólo queda de ella una maleta que por azares del destino cae en manos del maestro del taller, a la postre el narrador de la historia. Aquel misterioso objeto contiene dinero, mucho. Toda una tentación. Desde esa escena, Vicente Leñero va tensando los hilos de la anécdota hasta alcanzar un clímax revelador y fulminante.

No cabe duda: Gente así es uno de los libros necesarios ya en la cuentística mexicana. Demuestra que la práctica de la narrativa corta requiere de verdaderos orfebres, artífices de la paciencia y de la imaginación, en contraste con aquella máxima que indica: el cuento es para impacientes. Cuando menos se lo propuso, cuando dejó de peregrinar tras la novela experimental, Vicente Leñero llegó sin querer a su tierra prometida, al enigmático lugar a donde siempre perteneció, a su país literario. Tal vez nunca lo supo. Tal vez, como decía Monterroso, luego de tantas novelas sólo se estaba preparando para escribir cuentos. En su caso, buenos cuentos.