José Díaz Cervera
El Juramento de los Horacios es un ícono de la pintura neoclásica. Elaborada en 1784, por Jacques-Louis David, la obra representa un momento de la historia antigua, acaecido hacia el año 669 a.C., donde, para resolver un conflicto, se decide una especie de duelo entre los tres mejores guerreros de Roma y Alta Longa.
El conflicto público, sin embargo, entronca con un conjunto de conflictos individuales que dan su cariz dramático a la historia, ya que el enfrentamiento entre miembros de dos familias (los Horacios, de Roma, y los Curiacios, de Alba Longa) estaba más allá de las animadversiones personales, pues los jóvenes varones de ambas familias eran amigos y, además, la menor del clan de los Horacios, Camila, estaba enamorada y comprometida con uno de los Curiacios y, a su vez, uno de los Horacios había tomado a una Curiacia por mujer.
No había, pues, salida feliz para el conflicto. Por donde se le mirase, las dos familias vivirían una tragedia.
La historia cuenta que el mayor de los Horacios (en un alarde de ingenio, pues estaba en desventaja no sólo numérica sino también militar, ya que sus armas eran defectuosas) pudo someter finalmente a sus contrincantes después de ver morir a sus hermanos menores; a su regreso a Roma, sin embargo, recibió los reclamos de una Camila cegada por el dolor por lo que, encolerizado, se vio obligado a matarla.
Durante el juicio, Horacio fue absuelto alegando la supremacía del honor sobre el amor, cuestión que dejó en el aire una discusión interesante que cobró fuerza en las sociedades liberales, donde el ejercicio del individualismo es norma. ¿Pueden nuestros deberes públicos estar por encima de nuestros sentimientos privados? De acuerdo con la moderna perspectiva que privilegia las denominadas “razones de Estado”, sí.
Mas el asunto, al menos en apariencia, no tiene una respuesta definida, salvo si lo ubicamos dentro de una perspectiva de género, en el que el problema ético quedaría encuadrado en los territorios de lo político.
Hèlene Cixous, la escritora e investigadora argelina, afirma que toda victoria siempre nos regresa al punto de partida de la jerarquización.
Y es que en toda jerarquización prevalece una dualidad que da origen a todas las demás formas de la misma: la dualidad entre quienes tienen el poder y quienes no lo tienen, lo que da lugar a un mundo de oposiciones binarias: natura/cultura, día/noche, razón/pasión, público/privado, Norte/Sur, Barcelona/Real Madrid, derecha/izquierda, etc.
Cuando Horacio pone por encima el valor de la honorabilidad y desdeña el sentimentalismo, lo hace desde una posición jerárquica que no sólo nos impide contar la historia de otro modo, sino, incluso, construir de otra manera los problemas humanos.
La clave del asunto está en el detalle de la pasividad de las mujeres. Ellas nunca se constituyen como entidades fundamentales de la historia y, a la hora de decidir, ellas —simplemente— no existen (esta historia es una prueba de ello). En todo caso, a las mujeres sólo les corresponde padecer las decisiones de sus padres o esposos en un mundo masculinizado en el que la mujer representa el espectro de la anti-cultura. Si la mujer dejara de ser abnegada (auto-denigrada), dejaría de ser la eterna perdedora y el orden quedaría bajo amenaza.
Desalojadas de sus propios cuerpos y aun de sus emociones más íntimas, las mujeres existen por una vía negativa: no son hombres, por eso no pueden entender que los deberes públicos están por encima de los sentimientos privados. La mujer inventada por el varón tiene que sufrir en silencio o ser destruida. Entre los deberes públicos de la masculinidad y las emociones, que son una especie de patrimonio espurio de las mujeres, los primeros tienen prioridad en un mundo donde la masculinidad se ejercita con un alto contenido de narcisismo.
Hèlene Cixous lo plantea de manera magistral: “Ahí donde la historia sigue transcurriendo como historia de la muerte, ella (la mujer) no entra.”
Horacio, que mató a sus tres amigos y a su hermana menor, terminó como héroe de esta historia.