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Cultura

De limpieza, flojera y vida…

Paloma Bello

Apuntes desde mi casa

Recién que llegamos a vivir a Mérida, hará unos tres años, rentamos la casa que habitamos hasta la fecha, en un fraccionamiento del norte. En los primeros días, por el interfono se escuchó la voz de una mujer, empleada del servicio de limpieza pública, que pasaba a cobrar una cantidad sin cubrir, acumulada durante más de un año.

Le dije que éramos nuevos inquilinos y el adeudo no era nuestro. Muy precavida, pidió que le mostrara el contrato de arrendamiento –que no tenía a la mano– y para no iniciar una discusión solicité que pasara otro día, pues me enojó la situación en el momento. Total, la familia anterior hizo el pago correspondiente y la dama en cuestión comenzó a venir cada mes.

Cuando sonaba el timbre no había necesidad de ver la pantalla, porque enseguida gritaba: “Soy yo, mi vida”. Evidentemente, era la señora de la basura. El horario vespertino, en la peor hora del calor, revelaba una figura de labios secos, empapada en sudor, con sombrero y camisa de manga larga, propios de pescador, o sea, impenetrable a los rayos solares, y un morralito viejo, descosido. Mientras elaboraba su recibo, se atragantaba con el agua que yo le obsequiaba cada vez.

Mi Vida y yo entablábamos pequeños diálogos relacionados con su trabajo y, sin deberla ni temerla, me quejaba a ella por el deplorable servicio que su empresa ofrece a la ciudadanía. Por ejemplo, los camiones solo cargan dos bolsas, jamás una tercera. Cuando se trata de cajas de cartón, de tamaño mediano a grande, permanecen fuera varios días hasta que uno las recorta, dobla y empaca, en el rango de las dos bolsas que recogen los lunes, miércoles y viernes. Tampoco admiten ramas de palmeras secas ni bolsas de césped cortado. Los contenedores los avientan lejos, no los devuelven a su lugar.

–Es que son una bola de huevones, doña –se reía Mi Vida. Una vez le conté que en la ciudad donde yo radiqué durante 42 años, el servicio de colecta de basura, a cargo del Ayuntamiento, es diario, gratuito, y no hay restricción si se trata de escombros, chatarra, o cualquier otra cosa. Por eso mi extrañeza y mis reproches.

En cierta ocasión, me dijo que mejor le pagara por adelantado varios meses para reducir las venidas hasta estos rumbos y dio por justificación que hay cuadras en las que únicamente están fincadas dos o tres casas y tenía que caminar muchísimo hasta completar su listado. A veces le hacían dar dos o tres vueltas, era agotador, y últimamente se estaba cansando más de lo debido. Acordamos los recibos por semestre. Me tocaron dos fechas navideñas en que pude darle un regalito y su aguinaldo.

Este año me extrañó que no viniese por sus obsequios y estuve pendiente en las tardes de enero, hasta que alguien tocó el timbre y con voz masculina gritó: “¡Basura!” Salí corriendo y un hombre joven me extendió el recibo. Pregunté por su antecesora y antes de que contestara, anticipé que el gobierno actual la hubiese dado de baja, como a tantos empleados de los sexenios anteriores.

El hombre inclinó la cabeza e informó: no, doña, es que falleció. –Pero ¿cómo, de qué? –Su corazón se paró, estaba muy cansado. Demasiado ejercicio, demasiado calor, sin asistencia médica y muy pobre ella. Pero fíjese que su fallecimiento ha servido como razón para que todos nos organicemos tipo sindicato y exijamos prestaciones y mejor salario”. Ambos acabamos con los ojos nublados.

–Ay, señor, no sabe cuánto me duele. Y usted, ¿podría decirme cómo se llamaba la hoy difunta?

–Pues…nunca supimos, creo que Mi Vida, porque así llamaba a todo el mundo.

–Eso creo yo también, señor. Bueno, pues hasta dentro de seis meses.

Entré a la casa y comuniqué a mi esposo, que de lejitos había observado la conversación.

–Por eso no había venido. !Se nos fue Mi Vida! !Se nos fue Mi Vida! Y de verdad que lo sentimos mucho los dos.

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