Por Conrado Roche Reyes
Muy debajo, casi en el centro de la Tierra, viven unos seres albinos y una civilización que va entre la sumeria y la egipcia. Entre esta civilización existe otra raza, humanoides que hacen la vida de esclavos.
Unos arqueólogos humanos llegan hasta aquel extraño y bizarro lugar. La llegada de la expedición es recibida con hostilidad. A este respecto, cuando los expedicionarios explican a la tribu de albinos su procedencia, ésta reacciona incrédula, les argumentan que más arriba de sus tierras solo hay cielo.
Ya pasado algún tiempo, uno de los arqueólogos cuenta a una esclava las maravillas de su mundo de donde viene. Ella le responde sorprendida si es como el cielo el lugar en que vive, a lo cual éste responde con aire trágico que “podría ser”. Por más que reprochemos a nuestra civilización, todavía se pueden encontrar en ella destellos positivos que la engrandecen por encima de las demás.
La circunstancia de vivir bajo la tierra ha producido en la tribu un sobrenatural temor a la luz, lo que aprovechan con una linterna los expedicionarios en un arma improvisada, para liberarse de las monstruosas criaturas mutantes, que interpretan lo anterior como un objeto divino. Es su única defensa, es decir, la linterna. Estos monstruos abundan en el subsuelo.
Cierto día, estos mutantes aparecen debajo de las arenas y se llevan a sus desdichadas víctimas. Estas poco agraciadas criaturas son las que sirven de esclavos a los albinos de la tribu. Pero en el momento en que van a ser sacrificados, a excepción de la hermosa chica que los acompaña –como debe ser en toda narración de este tipo–, comienza un alud de nieve espantoso (ellos, los humanos, ya eran considerados como dioses por los albinos), además un terremoto terrible que conduce a la espectacular huida de los arqueólogos hacia el mundo real, debajo, en el inframundo de los albinos… sólo queda atrapada la chica, que es convertida en la máxima deidad del reino de debajo de la tierra.