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Conrado Roche Reyes
I
Corrían los años finales de la década del cincuenta cuando, junto con mi padre y mi hermanito, emprendí un viaje por la entonces llamada aún, por algunas gentes del oriente, “territorio enemigo”, es decir, dominado por los pocos pero muy belicosos descendientes de los valientes guerreros de la Santa Cruz, los temidos cruzoob, los cuales, ya muy debilitados en lo militar, de vez en cuando hacían “incursiones”, como ellos le llamaban, a pequeños poblados y, en alguna ocasión ya en esta época, a alguna ciudad, pero sin entrar en batalla ni la barbarie sangrienta de una guerra a muerte, sino simplemente para avituallarse. Hago esta observación porque aún miraban en todo lo que hoy es el estado de Quintana Roo, por entonces Territorio, los “blancos eran vistos con mucho recelo a pesar de entrar en tratos con ellos; la memoria y algunos mayas ya muy ancianos que habían tomado parte en combate y habían visto morir tanto a dzules como a sus hermanos de raza mantenían aquella especie de calma tensa.
Mi padre tenía amistad con un influyente militar maya, el Teniente Sulub, quien le entregó una carta como salvoconducto para que sus investigaciones no fuesen mal interpretadas por los mayas más reacios y hostiles. En el automóvil familiar llegamos hasta Valladolid, en una carretera de un solo carril. A partir de ahí y hasta Puerto Juárez era camino peinado. En el punto final de esta travesía, justo antes de Puerto Juárez, estaba un pequeño crucero que llamaban Cancún, entre la selva con una gasolinera y una pequeña tienda de abarrotes. De ahí doblamos hacia la derecha por una especie de brecha de arena con zacate en medio. Todavía a los lados de esta brecha, no habíamos avanzado ni dos kilómetros cuando de ambos lados del camino mirábamos vestigios mayas de bastante regular tamaño. Los tuchos (monos) se mecían libremente por cientos en los altos árboles de zapote que abundaban por entonces.
Después de mucho batallar, arribamos al rancho Tankah, de los señores González Avilés. Este consistía en una construcción de madera con techo de paja a orillas del mar Caribe. Era la primera ocasión que observábamos tal prodigio virgen de la naturaleza. Kilómetros de blanca y finísima arena y un esplendoroso mar que nos dejó con la boca abierta. A unos metros la selva abrasadora y feraz, y del otro, el paraíso.
Papá, previa presentación de la carta de Sulub al encargado del rancho (cocotero), entró en amplia plática con el indígena maya puro que vivía allí, el encargado. Hay que aclarar que mi papá hablaba a la perfección el maya, pero el maya antiguo. Mientras ellos platicaban, mi hermano y yo nos zambullimos desnudos en aquella maravilla. Sexo con la naturaleza.
Al regresar al rancho, papá y el encargado ya habían entrado en confianza. Resulta que el hombre era un oficial de la Cruz, es decir, un guerrero maya, quien con mucho recelo y sigilo abrió un cofre en donde tenía guardada su escopeta y una bandera británica, así como una foto de la Reina Victoria de Inglaterra. Según entendí, ellos, los sobrevivientes cruzoob, se mantenían aún en guerra, una guerra soterrada; creían que los ingleses de Belice les volverían a proporcionar rifles. Él estaba seguro de que la guerra continuaría y que ellos se erguirían de nuevo como dueños de su hábitat, lo que hoy es Quintana Roo y su capital Chan Santa Cruz.
Papá le explicó que su intención era la de entrevistar al general Francisco May, Tatich de Chan Santa Cruz. El señor se alegró y le volvió a preguntar aquello de los rifles para reanudar la guerra.
Continuamos el camino. Vegetación exuberante. Uno que otro vehículo venía en sentido contrario, por lo que había que salirse del camino para dar paso al mismo. La gritería de los tuchos y los pavos de monte aposentados en las ramas de los árboles, así como las chachalacas eran la música de fondo del viaje.
Por fin, arribamos a un paraíso aún más esplendoroso que Tankah, nada menos que a Tulum, la ciudad amurallada de los mayas. Esto sí fue un verdadero regalo de Dios. Solamente vivía allí el cuidador y el farero. La gente vivía a unos cuantos kilómetros de ahí, en Tulum pueblo. ¡Dios mío!, qué reventazón de colores en el horizonte y en el poniente lograban inventar las olas y las gotas a través del sol. Un verdadero arco iris de veinte colores y un calmo mar de color turquesa justo debajo del templo que tenía cierta altura y desde ahí observábamos atónitos esa pintura natural. Esos colores debería de ver Van Gogh en su locura. Ciertamente, era algo fuera de este mundo. Ni un alma interrumpía aquel casi sagrado estado de exaltación que los tres sentíamos.
Después del inevitable chapuzón, continuaríamos, ahora sí, a conocer al General Francisco May en sus dominios.
Continuará.