Cultura

Meditación de Veracruz

Mario Ancona Ponce

El hombre, inquieto como el mar y como el inacabable en el oleaje de sus generaciones, va golpeando frenéticamente, con el marfil espumeante de sus mejores y más intrépidos esfuerzos, el duro peñasco de la vida. Gota a gota taladra sus misterios y vence su pasiva hostilidad. Nada le detiene en sus embestidas constantes, unas veces furiosas y otras suaves. Como el mar, el hombre está seguro de su triunfo.

Ante el humano dinamismo, sin embargo, queda una pregunta, contemplando el mar: “¿Será su triunfo luchar interminablemente o alcanzar la paz, la plenitud? ¿Será su mejor victoria vencer de una vez por todas o combatir para siempre? ¿Será su gloria la dolorosamente viva del guerrero o la legendariamente muerta del veterano?¿Será el triunfo llegar a obtenerlo o combatir por lograrlo?”.

La repuesta queda en suspenso un instante frente al horizonte marino, para despues romperse en una iridiscencia de espumas.

La vida es tensión suprema, es esfuerzo sostenido. Su última esencia es la lucha antes que la victoria. El hombre necesita agotarse, romperse, desgastarse frente a la pétrea solidez de lo desconocido, como el mar, cuyo más caro ensueño es doblegar la dureza inmóvil de la tierra. No necesita tanto conocer como estrellarse ante lo ignoto, para desgastar una energía interna, una dinámica tensión que, de no expresarse lo llevaría a la desesperación y al aniquilamiento.

¿Qué sería del mar si no tuviera el insalvable obstáculo de las orillas para chocar y detenerse? Un todo informe y caótico, sin más fin posible que el de volverse eternamente contra sí, obedeciendo al impulso dinámico de su propio ser. Con el hombre sucede algo semejante. Sin incógnitas, sin resistencias que vencer, sin barreras contra las cuales chocar y detenerse, la propia organización de la naturaleza humana llevaría al hombre a un nihilismo aterrador y contraproducente.

Pero el mar, ágil, flexible, tenaz y decidido como el hombre, no vive, como éste muchas veces, luchando contra realidades imposibles. Es más sabio y modesto. Su ideal es de tierra y está en la tierra. Con una ponderación genial de sus fuerzas, no sueña levantar olas infinitas que, llegando hasta el cielo, puedan un día descorrer el velo del más allá. Acepta la verdad de Dios viril y gallardamente. No le importa más que su realidad. Sea como sea la visión del infinito, seguirá siendo mar y teniendo frente a frente la soberbia inconmovible de la tierra, como un reto a sus ondulaciones de gigante. Todo quedará igual.

El hombre, sin embargo, prefiere, a veces, lanzarse a descifrar el indescifrable vacío que es para él el más allá, y pone proa a los cielos, en un vuelo estéril del que regresa con las alas rotas. Como si el momento tuviera su solución en lo eterno y lo relativo en lo inmutable. Sabe, como el mar, que nada ganará con penetrar jadeante en el misterio del infinito y se empeña obstinadamente en su propósito infuctuoso.

Siguiendo el ejemplo del mar, el hombre precisa no escapar de la vida, no esconderse del combate real emprendiendo luchas torpes. Requiere ser sabio y modesto como el mar. Necesita ideales de tierra y en la tierra. Solucionado el problema del más allá por la revelación de Dios, debe afincarse a las raíces de la vida y sorber su savia fecunda.

Las orillas del hombre, sus límites, sus obstáculos, los peñascos que lo contriñen y que debe destrozar, no están ni en lo infinito ni en lo eterno: están en la realidad que lo rodea, en el azar del futuro, en el juego de las circunstancias, en la imprevisión de la muerte, en la voluntad plasmada como una ola gigantesca sobre la tierra.

Hombre y mar, guerreros por ley inexorable de su conformación vital, deben luchar para siempre contra las rocas y los límites ciertos de la vida y la tierra. Porque en el combate tienen su mejor victoria.

La sombra cabalga en los anchos lomos de la noche. El mar va borrando las huellas de mis pies sobre la arena.

Mérida, Yucatán. México. 1948.

Especial para el Diario de la Marina de La Habana. Cuba.