Pedro de la Hoz
Durante las tres últimas décadas, Galina Ustvólskaya ha pasado del silencio a la revelación. No importa que su apellido sea difícil de pronunciar para los que hablamos una lengua extraña a la suya. Mientras su maestro Dmitri Shostakóvich es reconocido como uno de los autores musicales imprescindibles en la historia del siglo XX, la Ustvólskaya permaneció largamente en la sombra, si acaso como un apéndice de aquél.
Al cumplir este 17 de junio cien años de su llegada al mundo, la compositora rusa ocupa un sitio respetable en su país y más allá de las fronteras de la nación euroasiática. No es que se le escucha todos los días, ni desplace en el gusto de los melómanos a los coterráneos más ilustres, los que desarrollaron sus carreras en la era soviética, esos que nunca dejarán de liderar los repertorios de directores orquestales y solistas instrumentales en medio mundo –pienso en Prokófiev, el mismo Shostakóvich, Aram Jachaturián, incluso Alfred Schnittke–, pero la apreciación de la obra de esta mujer, solo comparada en género e importancia con la de Sofia Gubaidúlina, ha crecido con el tiempo.
Ustvólskaya prácticamente nunca salió de su ciudad, nombrada de tres formas distintas durante su vida: Petrogrado, Leningrado y San Petersburgo. Recibió clases de Shostakovich y a su vez impartió lecciones a compositores noveles, entre estos, Boris Tischenko. La relación con Shostakóvich fue intensa; el maestro la distinguió tanto que acostumbraba a enviarle bocetos de sus trabajos para que ella opinara. Se advierten cercanías estilísticas, pero cada cual mantuvo itinerarios independientes. También hubo vínculos sentimentales, o al menos eso creyó Shostakovick, quien al quedar viudo le propuso matrimonio a su alumna. La Ustvólskaya rechazó la propuesta.
Entregada a la pedagogía en el orden público y, para sus adentros, a la creación, a veces accedió a componer para satisfacer demandas estatales. Se dice que dedicó tiempo y dinero a adquirir esas partituras a partir de los años 80, como para que nunca más la asociaran a tales himnos y canciones. Tarea inútil; quienes se educaron en la enseñanza secundaria durante los primeros mandatos postestalinistas, aprendieron a cantar ciertas baladas de fácil melodismo y retórica entusiasta, ajenas al pensamiento estético de una mujer que en 1947 había escrito ya el Concierto para piano, tímpani y orquesta, una de las más portentosas piezas de su tipo que pueda escucharse representativa de la evolución de la escuela rusa.
Al piano consagró buena parte de su obra. Heredera de Scriabin, no de Rachmaninov, insistió en explorar la densidad de secuencias acordales llevadas a límites insospechados. Sofocó las pocas inquietudes líricas que pudo concebir en aras de un discurso seco, rotundo, introspectivo, no exento de dramatismo.
Las seis sonatas que compuso entre 1946 y 1988 ofrecen una panorámica de los aportes de la Ustvólskaya al pianismo. Las dos primeras revelan el dominio del contrapunto como eje central del desarrollo temático; mientras en la tercera se presiente el sentido místico que imprimiría a las composiciones de su etapa de madurez.
Si en la cuarta es posible intuir influencias tan distantes como las de Shostakóvich y Satie, y se cuelan pasajes que recuerdan tangencialmente a Rachmaninov, en la quinta evidencia la contención dramática que define mejor un modo de hacer que se desata ya en la última de las sonatas. En los últimos años dos pianistas rusos han legado formidables grabaciones del ciclo completo, Natalia Andreeva y Oleg Malov.
Entre sus piezas de cámara sobresale el Gran dúo para violonchelo y piano, que conjuga virtuosismo y tensión expresiva, cualidades que emergen en la interpretación del gran Mtislav Rostropovich y Alexei Liubimov.
Es previsible que la obra de Ustvólskaya siga ganando adeptos en el futuro. La sinceridad de sus sentimientos y el desapego a convenciones sugieren un espíritu rebelde.