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Cultura

Trozos de vida

Conrado Roche Reyes

Nothing’s gonna change my world.Paul McCartney

En la época más feliz del ser humano, es decir, la primera infancia, mi vida giró en torno al barrio de Santa Ana. En la misma cuadra, y gracias a Dios, vivíamos seis familias emparentadas directamente. Estoy hablando de la calle 62 entre 43 y 45, muy famosa años después por la belleza de las muchachitas que por ahí vivían.

Desde que mamá nos despertaba para desayunar, normalmente huevos con frijol, o simplemente pan con mantequilla acompañado por un espeso y rico chocolate, que me pasaba por el gaznate con los pedazos de queso de bola que raspaba con un tenedor. Éramos seis hermanos, y mamá, multiplicándose, nos atendía a todos con el mismo cariño y diligencia. Ellas, mis hermanas, Nancy (muy enfermita por estos días) y Conchy, futuros pilares de nuestro teatro, María Luisa “Mari”, y Lizbeth, estudiaban a la vuelta de la casa en el colegio Hispano Mexicano, y mi hermanito Ricardo “el Chino” y su servidor, después de aquel agasajo gastronómico hecho por las manos milagrosas para la cocina –su reino– de mamá, emprendíamos el camino a la escuela. Ellas, caminando (cuadra y media), y nosotros, en nuestras bicicletas directo al Paseo de Montejo, donde nos apostábamos a esperar el paso de alguno de las decenas de camiones con pacas de henequén que se dirigían a “la punta del muelle”. Al divisar alguno, pedaleábamos con fuerza y quedábamos guindados del rubio producto del oro verde y dejábamos que nos arrastrara hasta la Escuela Modelo. Por entonces, en Montejo no existía camellón ni ningún comercio u empresa lucrativa a excepción de un puestecito (La Reina de Montejo, hoy pomadoso restaurante). Teníamos clases por la mañana y por la tarde. De primero a quinto año en la escuela Prócer; uno junto al otro estaban los salones, en los que nos enfilábamos para entra mostrando a los respectivos maestros nuestros pañuelos, so pena de escribir cien frases de “debo traer pañuelo a la escuela”. Enfrente de los arcos de la nave principal, en primer año estaba la maestra “soco” bastante agraciada y joven y que fue causa de una revolución entre puros varones, pienso que no hubo chamaco o adolescente que no se enamorase de ella. A su lado, la ameritada maestra Lucrecia Vadillo, “Lucre”, autora del himno modelista. Seguía don Luis Brito, “don Luis”, que llegó a ser director de la escuela y, el mío, su primer grupo apenas de salir de la normal. A su lado, don Pedro. A estos dos últimos, que vestían ropa casual, eran jóvenes –en comparación con el resto de los maestros– y les podíamos decir “profe”.

A las once de la mañana, don Antonio Rivero Coello, maestro de quinto año, de riguroso flus (con “S”) blanco, con mucha ceremonia, como todos sus actos, hasta el más simple y sencillo de su vida, con una categoría y arte que le envidiaría Morante de la Puebla, hacía sonar la campana, entonces la chiquillería salía corriendo a sus respectivas bicicletas –el 90 % del alumnado usaba este medio de transporte no como una moda o forma de ligue como los biciturixes–. No, era otra Mérida, con menos de la mitad de automotores que hoy día. Ahora usar bicicleta no es solamente un peligro, sino una invitación al vals, es decir, a que le hagan a uno “puch”. Eso de “promover el uso de la bicicleta” es una de tantas vaciladas. Suena muy romántico, pero… salga usted señora al súper con sus dos, tres o cuatro hijos en una bicicleta... imposible.

Pues bien, al regreso a casa salía mi mamá, una santa, y enseguida nos hacía quitarnos la camisa y quedar en camiseta sport y aguardar detrás de una puerta porque estábamos “calurosos” y después de quitarnos los zapatos, obviamente de cordones (no la barbaridad que nos quieren imponer ahora los fuereños llamándolas “aujetas”) y sentados en una hamaca, mecernos un rato. Mis hermanas llegaban con un tambache de libros que las chicas se colocaban sobre los nacientes senos –les daba pena, hoy los lucen con orgullo–, no se había puesto de moda eso de las mochilotas actuales.

Papá llegaba del trabajo más o menos a las doce y sus seis vástagos lo recibíamos en la puerta de la casa, jamás cerrada en su totalidad, sino con una aldaba, con un cariñoso beso. Hace unos días mi hijo me dio un beso y un imbécil me dijo que “los hombres no se besan”. Vaya, como se demostrará el movimiento, yo pienso que andando.

Nos esperaba un suculento almuerzo. Era la vez en que toda la familia nos reuníamos. En la cabecera, papá, contando sus anécdotas revolucionarias, trovadorescas, de su secretaría, y su vida en Ciudad de México. A su derecha, mamá, y a los lados el resto de sus hijos. Yo ocupaba siempre la parte de enfrente a papá. Charlas amenas. No creo exista un charlista más prolífico que papá, que iba desde Rodolfo Gaona o Domingo Ortega, hasta Madame Sthendal.

Comíamos todos los platillos de la cocina yucateca. El puchero de mi mamá es el más delicioso que he probado, con todas las de la ley, haciéndome mi “ Puch de manos” dejándolo con un sazón incomparable y espiritual. Porque el comer es sustancia espiritual. Esto si se ponen todos los sentidos en el arte de paladear un buen guiso. Y cada uno tenía su día. A mi madre le encantaba el cocinar, arreglar la casa, dado el caso trastear. Se sentía orgullosa de lo que a las actuales feministas enoja. El efectuar labores propias de su sexo. Magnifica en la costura, fue la modista del barrio de Santa Ana, vistiendo a las chicas del rumbo hasta para el baile de fin de año del Campestre.

Fue un hogar el mío lleno de amor, comprensión, solidaridad, cariño y sabiduría inducida. ¡Compadezco a quienes no tuvieron un hogar así! Un padre trabajador, honrado, erudito, una enciclopedia, y una madre, la más amorosa del mundo; de las que te quieren sin ninguna condición. En próxima colaboración hablaré de los juegos, diversiones, fiestas y días de guardar. Todo alrededor de El Tivoli, epicentro del chisme, con su respectiva banquita para leer los cuentos y… obviamente, comentar los acontecimientos del barrio, glorioso barrio en el que aún se podía jugar béisbol a media calle y futbolito en el Palacio Cantón. Y la gran inauguración del agua potable y miré levantarse una torre que traería a Mérida la dinamita más mortífera del mundo: la televisión, a media cuadra de mi casa.

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