Cultura

En el mar la vida es más sabrosa

Conrado Roche Reyes

Ya vienen las vacaciones, algarabía para los niños y jóvenes y de lo contrario para los papás. Antes, ahora no lo sé, teníamos tres periodos de vacaciones largas, las de Navidad, las de Semana Santa y Pascua, y el carnaval –que ya no existe, al menos en Mérida, como lo que debería de ser esta festividad.

Hablaremos de las vacaciones veraniegas de antaño, llamadas también por nosotros los yucatecos “la temporada”. La gente que podía, que evidentemente era mucho más que la de nuestros días, en que los ladrones que habían estado en el gobierno sumieron al país en la pobreza y lo convirtieron en uno de los más violentos del mundo, se trasladaba a la playa, principalmente Progreso, aunque Telchac, Sisal, Celestún y otros lugares de ensueño tenían a sus temporadistas. Quienes poseían casa en alguno de ellos pasábamos los dos meses frente al mar y gozando del sol, y quienes, menos afortunados, rentaban casa, ya sea julio o agosto o ambos. Aunque en ocasiones, en sus viajes de negocios, el abuelo nos llevaba a Nueva Orleans.

Por aquel entonces, el malecón de Progreso estaba en su totalidad, de principio a fin, plagado de hermosas casas para los veraneantes. No existía –óigalo usted bien–, a todo lo largo de esta vía un solo comercio, mucho menos restaurantes. Las casas cercanas al mar eran ocupadas todas, y la renta variaba según lo anterior, es decir: iba de mayor a menor precio “primera, segunda o tercera fila” y así sucesivamente.

En lo personal, desde que tengo uso de razón pasé mis temporadas en la casa familiar, la más emblemática del puerto, llamada “El pastel”. En este punto aclararé ciertas estupideces, algunos de ellas me dieron risa. La casa, estilo art déco, fue construida por don Víctor Suárez, a quien a principios de la década de 1950 se la compró mi abuelo, Gustavo Reyes, y jamás perteneció a nadie más. Ahí pasé todas mis vacaciones, aun de casado. He leído en algunas revistuchas de Internet que “El pastel” solo perteneció a don Víctor. Otra leyenda que muchísima gente da como cierta es que cuando pasan por ahí dicen: “Mira, esa era la casa de Pedro Infante”. Hombre, San Pedrito jamás puso un pie en la casa. Y últimamente, entre algunos/as wanabes, en buen cristiano poch burgueses o más modernamente poch fifí, se comenta de que existen en “El pastel” espíritus, fantasmas con todo y sábanas –que ridiculez–. ¿Quién inventará estas tonterías? Sí, como no, juar juar, seguramente está ahí entre ellos “El espíritu de San Luis”, aquel avión en que por primera ocasión se cruzó el Atlántico sin escalas por el aviador norteamericano Charles Lindbergh.

Ya instalados en “La casa de los espíritus”, la temporada era de lo más inocente que usted se pueda imaginar. El baño de mar mañanero –“no se metan al mar hasta que hagan digestión”, y ahí nos tenían sentados esperando la famosa digestión que duraba horas–. Todos los primos y primas, y otros vecinos, nos divertíamos chapoteando y jugando juegos submarinos. Después, el almuerzo. Este no se diferenciaba en nada con el de Mérida, con la condición de que todos los “chiquitos” tomáramos, every days, caldo de pescado, que a casi nadie agradaba, pero que era condición sine qua non, so pena de quedarse sin comer –hoy me encanta el chan chac de bagre–. Obviamente, al menos dos días a la semana comíamos pescado frito, tikinchik o al ajillo (mero o esmedregal). Después de bajar la comida, el consabido juego de béisbol enfrente de la casa de don Rach Salazar, un amplio arenal en el que había un letrero que decía irónicamente “Prohibido jugar pelota”. Y los equipos eran mixtos. Las niñas, ya no tan niñas, ya que asistían a los bailes de “cocoteros” los sábados, eran, mejor dicho, adolescentes, jugaban y jugaban bien. Nosotros con nuestras calzoneras y ellas con sus trajes de baño –que les cubrían varios centímetros de las piernas, marca “Catalina”–. Era tan agradable y tengo tan felices de esos recuerdos. Aquella hermosa sensación al pisar descalzo los cocos que servían como bases jamás se me olvidará, es más, como mi vida y mi imaginación son un par de locas, en este momento lo estoy sintiendo.

De ahí, a tomar granizados, mi preferido era el de crema morisca. En la tarde, otro baño de mar hasta que se pusiera el sol. Las chicas al salir del mar se ponían encima su salida de baño, y las mamás más aún. Se bañaban en el mar a las cinco de la madrugada envueltas en una sábana. Y vestiditas, las señoras esperaban el regreso de los pescadores. Hermoso espectáculo el de decenas de velas dirigiéndose a la playa, donde ellas compraban directo, aquí si que pescado fresco, que el mismo marino limpiaba y raspaba las escamas. Los bagres, hoy cotizados, eran devueltos al mar.

Por la noche, ir a Milán, legendaria neverita en los portales, hoy desaparecida, a tomar el enigmático sundae o banana split. O la nevería El Popo, donde la rocola no cesaba de tocar música de rock and roll. De ahí, todo mundo al malecón, a caminar o a sentarse en el mismo. Bellas chicas desfilaban. Muchos noviazgos… “Amor de verano, mi primer amor, amor de estudiantes no te olvidaré... vendrán otros veranos, vendrán otros amores... Pero aquel verano, nunca olvidaré...”.

La lotería “La última”, una “llena de peso…”, o la perinola “Todos ponen. Toma todo”, y… los varones al cuarto a “dormir” (en próxima entrega explicaré esto de las comillas al dormir) escuchando a Landoro, George White o “el Primo” Abraham transmitir los juegos de béisbol con amplio conocimiento de causa, todo lo contrario a los futboleros que transmiten desde la Kukulkán por televisón local, que no conocen ni las reglas y mucho menos “el librito” y… otra cosa más interesante, la que más nos gustaba a los primos y de la que les platicaré en el próximo capítulo de esta novela de Felix B. Caignet.