Conrado Roche Reyes
Cuando calienta el sol
aquí en la playa...
Los hermanos Rigual
Continuaremos hablando de aquellas temporadas de antaño en Progreso. En colaboración anterior expuse a vuelo de pájaro y muy sucintamente lo que constituían estas. Todo lo dicho se tornaba al doble en la cuestión de visitantes los domingos. Los camiones daban doble o triple turno a sus unidades que acudían atiborradas de gente a pasar el día en la playa. El tren venía con más vagones, estos sí literalmente tan llenos, que algunas personas venían colgadas en las escalerillas. Día de relax para la gente de la clase trabajadora con más bajos ingresos. No sé la razón, pero me quedó grabada la imagen de que a este tipo de temporadistas les encantaba empanlizarse de arena y luego correr como momias hacia el mar. Muchas familias se acomodaban debajo de los arcos del muelle nuevo e, incluso, en un acto que mi mente no alcanza a comprender, ya que la construcción era de un material durísimo, grueso y liso, de alguna manera conseguían colgar ahí hamacas. Esa parte, la cercana al muelle, parecía exclusividad del obrero.
Por entonces se estilaba durante las vacaciones que las mamás o las empleadas domésticas acudiesen al mercado del puerto, que no le envidiaba nada a los de la capital del Estado. Ahí se avituallaban. La cochinita del más famoso cochinitero del puerto, Nicolás, estaba supersabrosa. Las señoras, aun las de más poder adquisitivo, utilizaban el camión urbano, que por entonces tenía su paradero justo enfrente de dicho mercado “Malecón y Colonias”, que daba servicio incluso hasta la punta del muelle en sus corridas. El famoso carrito. Los camiones progreseños, a diferencia de los meridanos, no tenían claxon, sino una especie de campana.
En nuestra casa, se dividían las habitaciones. Ejemplo: en el cuarto amarillo van las niñas, y en el rojo los “chiquitos”. Ambas denominaciones un tanto erradas, pues ni ellas eran tan niñas, ni nosotros tan chiquitos. Estábamos ambos sexos en pleno nacimiento y explosión hormonal. Todos éramos también primos.
Después de todas las actividades del día, el baño de mar suponía algunos juegos disimuladamente eróticos, y por la noche en la playa, los cientos de espantos, la guitarra y los juegos de adolescentes con sus diferentes castigos. El más emocionante y esperado era el conocido por todos ustedes lectores/as –bueno, eso creo–, y nos tocaba como “castigo”, darle un beso a alguna primita. Pero se trataba de un beso casto ideal, en la mejilla ya sea de ella o de él. Y así, como a las diez de la noche, la mamá gritaba desde el malecón “Ya niños, a dormir, ya es tarde”. Con la calentura del sol, más bien del juego de jinetes, ellas en hombros de algunos, luchaban para derribar a la otra al mar. Fabulosa y calenturienta sensación. Entonces nos recogíamos en nuestros respectivos cuartos. Estos estaban cercanos el uno del otro, es decir, el de las primas con los primos.
En ambos cuartos existían sendas ventanas que miraban a ambos. Nosotros los “chiquitos”, apagábamos la luz y nos dirigíamos al baño, a oscuras también en donde abríamos un poco la ventana para mirar el cuarto de las “niñas”. ¡Dios mío!, qué espectáculo tan maravilloso. Ellas platicaban mucho mientras se desvestían para colocarse sus Baby Dolls. Todas, sin excepción, todas muy bellas y con sus adolescentes cuerpazos nos enloquecían. Regla entre los voyeristas “Diez minutos cada quien”, decía el de mayor edad. Éramos cinco. Cada uno y a su debido tiempo miraba aquel paisaje celestial. De pronto, a uno de los primos se le desencajó el rostro y exclamó muy seriamente: “Oigan, insultao el mire a mi hermana” a lo que otro respondió “o a la mía” y así sucesivamente. Obviamente, todos observábamos con nuestra “inocencia” de los trece años aquel paraíso que envidiarían, en el paraíso verdadero, las once mil vírgenes que ahí habitan.