Joaquín Tamayo
¿Bebe usted vino? La pregunta no era un mero protocolo en aquel bar, tampoco una invitación a emborracharse o para irse de parranda. Había en ella un propósito más profundo, menos superfluo. Una intención secreta. El cineasta Luis Buñuel quería saber, conocer de primera mano, si entre él y su futuro guionista, Jean-Claude Carrière, podría existir algún punto de comunión, potenciales lazos de afinidad y de confianza además de los vínculos e intereses creativos.
Se trataba de una entrevista de trabajo. La feliz respuesta del aspirante Carrière convirtió ese encuentro inicial en una amistad de treinta años: no solo gustaba del buen vino; su familia poseía sus propios viñedos al sur de Francia.
Buñuel sonrió satisfecho por hallar a un compañero, a un escritor que compartió con él sus últimas aventuras fílmicas e incluso lo motivaría a relatarle su autobiografía.
En Para matar el recuerdo. Memorias españolas (2011), Carrière evoca esa relación definitiva y retrata una especie de predestinación que desde su infancia lo unió a ese país. Era 1939. El fin de la Guerra Civil Española y la época de la primera chispa de lo que luego sería la Segunda Guerra Mundial: Tony y Resti, dos niños exiliados, llegaron a su pueblo huyendo del franquismo. En la aldea fueron acogidos con calidez pese a su precaria situación; vivieron allá durante varias décadas.
Triste, melancólico, aunque no por ello sentimental, así es el arranque de las remembranzas noveladas en las que el también dramaturgo empalma lenta, gradualmente, los momentos y los personajes más significativos de esa segunda patria suya.
Jean-Claude Carrière (1931) es en la actualidad uno de los escritores de cine más reconocidos en el mundo. Tiene, por cuenta propia, una trayectoria intelectual que a veces ha quedado un tanto a la sombra ante la estela resplandeciente que dejó su sociedad artística con Buñuel y con otros directores cinematográficos. Al lado de Buñuel coescribió Tristana, Memorias de una camarera, Bella de día, La vía láctea, El discreto encanto de la burguesía, El fantasma de la libertad y Ese oscuro objeto del deseo.
Más adelante, cuando ya el aragonés se había retirado, lo convenció para que le dictara sus memorias. Mi último suspiro (1982) es un texto ejemplar en cuanto al tono con el que debe relatarse un documento de estas características: claridad mediante un lenguaje directo, ajeno a la floritura, mortífero de tan exacto.
Buñuel, destilado por la pluma de Carrière, habla abierta y sinceramente, sin miramientos ni condescendencia, de su larga expedición por el ámbito de las artes y de su vida íntima. Junto con su pasión por el cine aparecen Salvador Dalí, Pepín Bello, Federico García Lorca, André Bretón y Max Ernst. Su producción en México con cintas como Él, El gran calavera, Los olvidados, Nazarín o Simón del desierto. Amigos y enemigos, preferencias y aversiones. Su famoso ateísmo y su obsesión por hablar de Dios en todas sus películas. Carrière lo captó de cuerpo entero. En especial, registró las inquietantes contradicciones de su maestro y colega.
Uno de los capítulos más afortunados es cuando Buñuel vuelve a un antiguo y divertido juego surrealista: señala entonces lo que ama y lo que detesta. Es decir, a favor y en contra. Deplora a John Steinbeck, a Dos Passos y a Hemingway “¿Quién les leería si hubiesen nacido en Paraguay o en Turquía?”, se cuestiona el realizador de Un chien andalou (Un perro andaluz). Ama, en cambio, el frío, las armas, los disfraces; al Marqués de Sade, a Pérez Galdós y a Wagner.
Por supuesto, ahí contemplamos al Buñuel irónico y locuaz, pero también brillante, lúcido y penetrante, gracias al empeño narrativo de Jean-Claude Carrière, extraño caso de generosidad literaria.
Si uno observa su currículum advertirá que siempre ha colaborado con otros escritores o dramaturgos. Es un hecho que aprendió a disfrutar el trabajo en equipo, ajeno al ego y a los forcejeos de la vanidad. Las piezas teatrales a cuatro manos con Peter Brook, y Nadie acabará con los libros, en coautoría con Umberto Eco, son una muestra.
Sin embargo, en Para matar el recuerdo el galo se reunió a solas con su pretérito, con las voces de sus tributos pendientes. Hay, en la senda de esta obra, una pormenorizada y afectuosa rememoración de episodios, de gente y de sus héroes artísticos.
Más que los distintos vasos comunicantes que pudiese haber entre este libro y Mi último suspiro, existe un aliento complementario. Ambas piezas se retroalimentan. Los aspectos que Carrière no abordó en el libro de Buñuel, lo hizo en sus memorias con genuina meticulosidad. Una de las partes más entrañables estriba en el método de escritura que por muchos años siguieron. En aquellos días, solían encerrarse en un hotel de San José Purúa, Michoacán, a fin de concentrarse en el arduo ejercicio de la creación.
Cada jornada debía ser productiva y en el afán de no perder tiempo Buñuel propuso el derecho de veto. A partir de una escena que no gustara, el otro debía contestar en no más de tres segundos lo que no le parecía. O los ejercicios de actuación. Entre ambos acordaron que luego de escribir una escena había que actuarla. O viceversa. “Cuando una escena se puede actuar, se puede escribir”.
Dice Carrière acerca de la redacción de Bella de día: “(…) para ayudarnos con el proceso de escritura, inventamos una pareja de franceses de clase media, bastante interesados en el cine, lo suficiente para ir a ver una película de Buñuel. Se llamaban Henri y Georgette (…) nos acostumbramos a llevarlos siempre con nosotros y sentarlos en las sillas de la habitación. Cuando surgía una idea loca, extravagante, que presentíamos revolucionaria, nos volvíamos a las sillas vacías y preguntábamos a Henri y Georgette. Si aceptaban la idea, podíamos seguir con ella. Si no, cuidado: dirección peligrosa”.
Aunque Para matar el recuerdo se centra en la ruta profesional de Jean-Claude Carrière, nadie puede negar que este volumen es, asimismo, un segundo homenaje a Luis Buñuel y a su legado imperecedero. España y los españoles, los hábitos comunes de dos países, las tradiciones confundidas entre unos y otros, la unión y el desencuentro de sus respectivas culturas, conforman apenas un bello pretexto, una justificación casi inocente, para prolongar el cariño a su mentor, a su amigo y, de alguna manera, a su padre artístico. Seguro que Henri y Georgette aprobaron, desde sus sillas vacías, el argumento de este libro.