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Cultura

¡Este niño no es normal!

Conrado Roche Reyes

El chamaco tendría unos once o doce años. Ya los dolores en la parte baja y derecha de su barriguita se hacían cada vez más frecuentes y cada vez más fuertes. Cuando ya fueron insoportables y además acompañados de fiebre alta, el doctor Laviada dijo que no había más remedio para él, pues estaba muy mal y de seguir así se corría el peligro de una peritonitis. El galeno expresó que era necesario extirparle el apéndice.

Hay que tener presente que por aquellos ayeres una operación quirúrgica era cosa muy seria, aunque el doctor Laviada aseguraba que aquella era la más sencilla de todas. Sin embargo, una operación, cualquiera que fuera, suponía un riesgo. El nosocomio para dicha intervención fue el mejor de esos años, el Centro Medico del Sureste, en donde posteriormente funcionó una terminal de camiones (CAME) y hoy día es un edificio abandonado y en ruinas. Aquel niño de hace 3500 años, protagonista de este relato, el pasar por el lugar le recuerda exactamente cómo era, cómo funcionaba, sus interiores y los cuartos para los enfermos. Todo asepsia e impoluto. El cirujano, obviamente, el doctor Montalvo, por lo que el menor estaba en buenas manos: el mejor gastroenterólogo y el mejor cirujano de la ciudad sería el responsable de aquella cirugía, sin embargo, repetimos, una cirugía trastocaba todo. La familia entera lo acompañó hasta el hospital. Primos, tíos y tías. Todos con rostros muy preocupados. Su mamá con el rosario en mano, acompañada de sus hermanas, quiero decir las tías. Su papá, un masón y conocido agnóstico, pasó todo el tiempo que duró la operación en la capilla del centro médico.

Desde la anestesia, comenzó el suplicio para el chamaco, que hasta entonces no se daba cuenta de la gravedad del asunto y despreocupadamente dejó que lo colocaran la mascarilla de cloroformo. Ahí mismo comenzó a patalear y a intentar quitarse aquel aparato que le producía una horrible sensación y asfixia. Finalmente, el químico hizo su efecto y el chico no supo más. Entro literalmente a la negra nada.

Tiempo después, el niño despertó. Se encontraba en un cuarto de hospital rodeado de gente, familiares y amigos. Sentía un intenso dolor en el lugar en que había estado su apéndice y se quejaba; el dolor era intenso y lo peor fueron los gases de la anestesia primitiva de entonces –estamos hablando de hace sesenta años– que le producían accesos de sufrimiento insoportables.

Al día siguiente ya lo habían visitado ambos discípulos de Hipócrates, Laviada y Montalvo, y se sentía mejor. Su dieta consistía en casi puras gelatinas y flanes. Todos los días , una enfermera, también hay que aclarar que quienes ejercían ese sagrado oficio eran puras monjas, muchas de ellas españolas, le aseaban con un algodón remojado en agua caliente. Su mamá entre rezo y rezo platicaba con él. Algunos de sus mejores amigos de la escuela lo visitaron dándole fraternalmente ánimos y revistas (cuentos). El chico ya se sentía realmente bien. En unos pocos días le iban a quitar las suturas y…a casa.

Un día, la monja de turno entró por la puerta del baño, palangana con agua y algodón en ristre diciendo “¿cómo está hoy mi enfermito preferido?”. El niño respondió alegremente que muy bien, dándole las gracias. Con su gracejo andaluz, la monja fue indicándole cómo le iría a asear. Comenzó dicho proceso, pero cuando llegó a las “partes nobles” del muchacho, éste tiene una inesperada e inoportuna erección. ¡Dios mío, qué vergüenza¡. El pobre se tapaba la cara con la sábana. Y casi lloraba. Pero aquel pequeño penecito erguido seguía.

La mamá, muerta de la pena, decía acongojada dirigiéndose a la enfermera-monja: “Madre, éste no es un niño normal, mire usted qué le sucede a esta edad”. La monja española, toda inteligencia y sapiencia le respondió: “No señora, anormal hubiera sido si no le sucede esto. La naturaleza es más sabia que todos nosotros”, dando fin a aquella embarazosa situación.

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