Joaquín Tamayo
Mi hijo Joaquín me contó que hay un video de la Filey en el cual, al menos por unos segundos, aparecemos mi padre y yo como parte de la escenografía de fondo. Por ahí vamos los dos, en profundidad de campo, felices, iluminados de gusto, recorriendo los pasillos y hurgando en los puestos de la feria. Hasta ahora no he reunido el coraje para revisar ese breve paneo, no me he atrevido a su imagen. Pero estoy seguro de que en aquella toma se esconde la doble metáfora de nuestra relación: por un lado, representa lo fugaz de la existencia, de su existencia (apenas 83 años, decía él) y, en segunda instancia, es la prueba contundente de que el amor entre nosotros también se construyó gracias a los libros. Una pasión compartida, exigente y celebrada. Una pasión capaz de llevarnos a las discusiones más iracundas y a las reconciliaciones más entrañables (siempre me acusaba de robarle libros: a veces acertaba y, en otras, también). Desde que tengo uso de razón mi vida estuvo marcada por la biblioteca de la casa. Epocas como libros.
En mi infancia desfilaron El Tesoro de la Juventud, El Quillet y Corazón: Diario de un niño. No olvido tampoco la tarde lluviosa cuando mi madre nos leyó Manos feas o las vacaciones en las que descubrí El pequeño escribiente florentino. Hubo un momento en que casi logré memorizarlo. De forma paralela, semanalmente, nos llevaban los cuentos, las populares historietas y, en mi caso, las revistas deportivas. Chanoc, Kalimán y Batman eran postres muy codiciados luego de la comida, mientras pateábamos la pared desde el trapecio de la hamaca.
De Roberto Clemente, el admirado pelotero portorriqueño, fue la primera biografía que leí y llegó acompañada de una sentencia de mi padre: “Sólo dando el extra como él, se puede ser el mejor… Así que no te apendejes”.
Tiempo después me preguntó qué lección había aprendido sobre la figura del beisbolista. No supe responder; me encogí de hombros. Me dijo: “Acuérdate: el que resiste, gana. Eso dice Camilo José Cela”.
Mis padres me hicieron el mejor de los obsequios: me heredaron mis únicas vocaciones naturales: por él, soy un lector; por ella, escribo. Soy la fusión de sus temperamentos.
A mis hermanas y a mí también nos dejaron el cariño infinito por nuestro pueblo, Cansahcab, el cual conocimos no tanto por vivir allá, sino porque lo vivimos a través de ellos y de la evocación idílica que siempre guardaron de él. Las anécdotas de la vieja estación del tren, del patio de la casa de chichí Fina, de las fiestas de enero y septiembre o sobre los personajes pintorescos. Describían con igual vehemencia a la clientela que iba a la tienda “La tranquilidad”, de mi abuelo materno, y de las cosas que pasaban en el “chalet” de la tía Martha. Nos narraban las noches de largas polémicas en torno a “la bolita”, esa piedra convertida en santuario de los chismes del lugar, exactamente en la esquina de la casa de mi abuelo materno y que luego fue propiedad del querido tío Miguel Ángel. El recuerdo de su tierra saltaba entre sus frases con una frecuencia incontenible. Ellos se fueron de Cansahcab, pero el pueblo nunca se fue de ellos. De alguna manera hablar con mis papás era como leer. Era leerlos.
Lo cierto es que Joaquín Tamayo Franco atesoró, a semejanza de los verdaderos bibliófilos, cada uno de los ejemplares de su biblioteca no tanto numerosa, pero sí absolutamente personal.
La noche quedó atrás, de Jan Valtin –me dijo no sin nostalgia–, fue el primer libro que le regalaron en su vida. Héctor Herrera, “Cholo”, el actor, se lo dio durante el fin de curso del sexto de primaria de la escuela Nicolás Bravo. Ya en su adolescencia, la estancia de mi padre en el Seminario estuvo marcada no solo por el aprendizaje de latín y de la Biblia, sino también por Julio Verne, Emilio Salgari, las aventuras de Doc Savage, las historias de los espías nazis y el viejo oeste de Silver Kane.
Por comprar El conde de Montecristo se quedó sin dinero para un boleto de la lotería que luego resultó ganador. El dilema fue el libro o la suerte. “Pero leer a Dumas –me explicó sentado en el jardín de su casa– fue otra manera de sacarse la lotería”.
La otra vocación de mi padre era viajar. Nada le gustaba tanto como la carretera. Pero sin duda viajaba en dos sentidos: cuando trabajaba vendiendo por todo el país, de ciudad en ciudad, y cuando leía lo que llegaba a sus manos. Novelas, biografías, reportajes, ensayos, enciclopedias y diccionarios de diversos temas. Leer es un paseo por el poderoso reino de las palabras. Las buenas obras, los grandes textos, suelen alcanzar los confines del ser humano.
El mejor libro que he tenido jamás es el reflejo de mi padre. Muchas veces lo releo en sueños. Nos encontramos en determinadas páginas, por lo regular en su casa o frente al mar de Chabihau. Vuelvo a verlo en la plenitud de su energía, de su madurez y con una sonrisa interminable por estar entre los suyos: ingenioso, orgullosísimo de poner apodos a sus paisanos y de ser un seductor nato.
Hago mía aquella máxima que indica: “Uno es en su muerte como fue en el mejor instante de su vida”. Así habré de recordarlo siempre. Así lo encuentro en mi memoria. Me platica entonces sus inquietudes, me aconseja con regaños y me abraza con sus refranes. Mientras tanto, intento darme valor para ver el video que mencioné al principio. No voy a desesperarme, no caeré en angustias, porque, de cualquier modo, ahí, en esas imágenes, en esa ligera secuencia de movimientos como en cada uno de sus libros, mi papá y yo seguiremos juntos, eternamente juntos, caminando encendidos de alegría por los corredores de la feria. Ya lo dijo don Camilo: el que resiste, gana.