Cultura

En el agua tibia coronaba tu cuerpo. / En el desnudo de las azoteas / descubrimos los rostros de la noche, / tomamos su bajel inquieto. /

Hemos venido a celebrar tu nombre / aquí crecidos / entre el duro sol y el agua. Así, con estos versos, se instala el poeta a la entrada de la noche. Un poeta que hace del Yo una entidad colectiva, una fiesta compartida con el lector como coprotagonista de la trama lírica. Antes de avanzar en mis impresiones sobre el poemario de Lázaro Castillo, cabe hablar de cómo el escritor se funde con el ser humano. Uno y otro son inseparables. Porque cuando se es buena persona y se tiene talento y sensibilidad, el acto poético germina y se agradece.

Castillo presentó el poemario A la entrada de la noche (Letras Cubanas, 2019), en una edición bilingüe (español e inglés), acogido por la Casa del Benemérito de las Américas Benito Juárez, de La Habana. El funge como coordinador del programa cultural de la Sociedad Cubano-Mexicana de Relaciones Culturales, que preside el poeta y etnólogo Miguel Barnet. El libro estuvo al cuidado del editor Rogelio Riverón, con la colaboración del traductor Manuel Martínez y el diseñador Javier Castillo.

La institución cultural que lleva el nombre de unos de los más preclaros patriotas mexicanos decidió arropar el bautizo del poemario, en virtud de la destacada labor de Lázaro Castillo a favor del fortalecimiento de los vínculos literarios entre ambos pueblos.

Lázaro no ha dejado de ser el muchacho que vio la luz por vez primera en una comarca espirituana, de campesinos laboriosos y cantores, justo al centro de la isla. En esas tierras el verso improvisado en las décimas cuenta con firmes credenciales. Seguramente por ahí entró el gusto por la imagen.

El mismo se definió recientemente “como un guajiro que hace versos. Soy de un lugar que ya no tiene nombre. Escuchando a mi abuelo que era repentista aprendí el arte de la poesía, sobre todo la décima, la cuarteta, el soneto, elementos que son muy típicos del punto cubano en los campos de Cuba”.

En una entrevista reciente confesó: “A la poesía hay que entrarle con todo, debe reflejar un pensamiento filosófico del que la hace y hay que ponerle el corazón porque es el sentimiento; si el corazón falla es difícil lograr lo que uno quiere. Yo por ejemplo, hago libros, comienzo un cuaderno y hasta que no termino no descanso, pero siempre con la concepción clara de lo que quiero mostrar. Esto, por supuesto, viene con el tiempo, cuando uno va creciendo organiza mejor sus ideas. Ahora, algo importante que no debe faltar es la experiencia y el cúmulo de lecturas que te llevan a un producto mayor. Al final, un libro es un corpus lleno de ideas, memorias, vivencias que llevas por dentro”.

Esto último es importante, porque revela el equilibrio entre la razón intelectual y el despliegue emocional, entre el dominio del oficio y el dejarse atrapar por las saetas de la imaginación. Estamos ante la obra de alguien que cree en el misterio de la poesía, ese que no se puede medir con reglas y cartabones, pero sí en unidades imantadas de sentido.

A la entrada de la noche es parada obligatoria en la trayectoria lírica del bardo. Su lectura confirma el juicio de la notable poetisa cubana Lina de Feria cuando dijo a propósito de otro poemario del autor: “Lázaro Castillo presenta un corpus poético que sobresale en la dimensión de la creación más nítida, y no hay dudas, que desde su fanal, que en la noche o en el día, ilumina a los ciegos del mar y de la tierra, está jerarquizando lo poético con literatura firme y fuerte, de alcances plurivalentes”, en el cual “el decursar diario le hace proyectar al poeta una óptica ajena al edulcoramiento y mantiene una voz propia en un sentido cargado de sensibilidad que no explica, sino intuye, los misterios de la fabulación”.

Quisiera apuntar, al menos, un par de observaciones que se derivan del contacto con la poesía de Lázaro. Una tiene que ver con la consistencia misma de los versos. El autor no pontifica, sino sugiere; avanza desde una aparente levedad que se transmuta en imágenes límpidas de hondo calado. A veces es el desgarramiento, a veces la certidumbre de saberse acompañado. Por momentos, la soledad atenaza; por momentos, sobreviene la epifanía.

Lo otro a tener en cuenta es la sobriedad del discurso, diríase epigramático. Lázaro apela a una envidiable economía de medios; administra las palabras, las coloca con exactitud meridiana.

Al pasar la última página de A la entrada de la noche, recordé la carta que Rainer María Rilke dirigió a un joven poeta que pidió consejo a quien era ya un reconocido escritor. Rilke decía: Pregúntese si moriría si no le fuera posible escribir. (…), pregúntese en la hora más silenciosa de su noche: ¿debo escribir? Excave en sí mismo en busca de una respuesta. Y si es afirmativa, si usted sale del encuentro con esa pregunta con una afirmación firme y sencilla, entonces construya su vida conforme a esta necesidad. Que sea su vida, hasta en su hora más insignificante, un signo y un testimonio de ese impulso”.

No me caben dudas: Bajo ese impulso decisivo transcurre la vida y la obra de Lázaro Castillo. Una vida al servicio de la fluidez de las relaciones culturales entre Cuba y México y una obra grávida de esencias poéticas.