Cultura

Ladra, Ellroy

El caso quedó cerrado. Sin resolver. La herida, abierta. Así ha seguido desde hace casi seis décadas: sangrante, con periódicas supuraciones, con frágiles costras. James Ellroy ha evitado que cicatrice. Gracias a ese empecinamiento suyo por poner el dedo en la llaga, en esa voraz infección de la melancolía, se ha convertido en el escritor que hoy es y que tal vez haya sido desde aquel domingo 22 de junio de 1958, cuando unos niños beisbolistas encontraron el cadáver de su mamá a un lado de la carretera en una zona llamada El Monte, California. La pelirroja semidesnuda, con una media atada al cuello y sin un zapato llevaba horas tendida a la intemperie. Abandonada. El entonces Ellroy, de diez años, también permanecería mucho tiempo a la intemperie de la vida.

A menudo los escritores hablan de instantes, de epifanías, que definieron su vocación. El de este novelista quizás llegó esa mañana, pero además la epifanía no fue solo por la inesperada pérdida, sino por un abrumador sentimiento de culpa. Días antes, mientras sus padres tramitaban la separación, el pequeño discutió con ella porque había decidido vivir con el papá. La mujer le recriminó y en un arrebato el niño le deseó la muerte. Esas han sido, posiblemente, sus razones para escribir.

“Invoqué la maldición hace medio siglo. Esta define mi vida desde que cumplí diez años (…) Escribo historias para consolarla a Ella como fantasma (…) Mis dotes de narrador son profundas e impermeables a críticas y tienen su origen en el momento en que deseé verla muerta y decreté su asesinato”, escribe en el estremecedor arranque de A la caza de la mujer, uno de sus dos títulos de memorias.

Nacido en 1948, el novelista tuvo una adolescencia y una juventud bastante accidentada. Creció con su padre, uno de los contadores de la actriz Rita Hayworth, aunque esa convivencia lo empujó al desaliento. Pronto se volvió un vagabundo, una especie de misántropo y un delincuente fetichista que solía husmear por su vecindario con el propósito de entrar a las casas de las muchachas más guapas solo para revisar sus armarios y deleitarse con las prendas íntimas de cada una de ellas. Muchas veces robó calzones que luego guardaba en calidad de trofeos. No se atrevía al enamoramiento. Su existencia estaba cifrada en los mundos marginales: adicto al alcohol, a las drogas, a la violencia. James Ellroy debió cruzar un prolongado calvario para, según se dice, “tocar fondo”. Mientras tanto se convirtió en un lector pertinaz, en un estudioso de la historia, de los archivos policiacos, en un admirador tremebundo de Beethoven y en un expedicionario de la ciudad que ha amado con vehemencia: Los Ángeles.

De algún modo, su formación autodidacta lo libró de escribir con prejuicios y su paciencia hizo que publicara sus primeras novelas con una voz madura, muy personal. Llamó la atención de la crítica y de los lectores por su prosa de frases cortas, tajantes, sin afectaciones artificiales. Imágenes cortadas con el filo del humor negro, de la ironía, de la crudeza y del rencor.

Recuperado ya de las adicciones, se entregó sin miramientos a la escritura de novela negra. Con el tiempo, ya con una bibliografía de unos 30 títulos, James Ellroy debe ser visto como un novelista histórico que, en vez de remontarse a las epopeyas y episodios relevantes de un remoto pretérito, eligió narrar la saga de Los Ángeles a través de su departamento de policía. En específico un periodo: entre 1940 y 1960.

Aunque si bien es cierto que en muchas de sus novelas hay siempre un enigma por resolver, también es verdad que lo que ha escrito está hecho a partir de casos reales, de premisas verídicas, cuyas investigaciones no hallaron respuestas ni dieron con los responsables. Sucede que el objetivo no se concentra en la resolución de los siniestros; él se aferra en escrudiñar y diseccionar la descomposición de la gente que trabaja en las filas policiales, desde los altos mandos, hasta los oficiales de menor rango.

La versatilidad literaria de este autor se ha limitado a dos géneros: la novela y el ensayo, siempre sobre el crimen. Particularmente ha procurado examinar con pormenores la mentalidad del policía, su comportamiento frente al deber y la ética. Pese a autoproclamarse fanático de los cuerpos policiales angelinos, sus relatos han destacado por la crítica despiadada sobre estos cuadros. Clandestino, Jazz Blanco, LA Confidential (Los Ángeles al desnudo) y La dalia negra, Loco por Donna, La colina de los suicidas y Perfidia rememoran los mecanismos a veces brutales empleados por los representantes de la ley y el fanatismo de una parte de la sociedad norteamericana que sigue teniendo en el racismo, la doble moral y la xenofobia algunas de sus características inherentes. El sueño americano, se deduce de las lecturas de Ellroy, no radica en el ciudadano común y corriente; es una ilusión de todos aquellos que no viven ahí.

Sus libros Mis rincones oscuros y A la caza de la mujer se cuecen aparte: son obras relacionadas con el memorialismo, con la autobiografía, aunque preservan el tono rabioso, honesto y de veras confesional. No aburren como puede ocurrir con sus novelas más largas, pues a veces se tornan reiterativas o se detienen en detalles que bien podrían eliminarse.

Por el contrario, Mis rincones oscuros y A la caza de la mujer demuestran que Ellroy ha sido implacable hasta consigo mismo y que el único motivo de su escritura ha sido una infinita denuncia sobre el asesinato jamás esclarecido de su madre. Aquí no hay desperdicio. La narrativa se desliza sin obstáculos en pos de la verdad de su autor.

En la actualidad el novelista goza de fama y dinero. Muchos de sus textos han sido adaptados al cine con suficiente éxito. Esa popularidad lo ha conducido a crearse un personaje público, mediático, con explosiones de divo, majadero a ratos, arrogante siempre. Se ha autodenominado el mejor escritor norteamericano y ante la prensa practica un tipo de provocación calculada. Es un eficiente promotor de su trabajo, sin duda.

Escandaliza, condena e incluso ladra y aúlla como un perro sabueso si las preguntas de sus entrevistadores le fastidian. Mejor no conocerlo. Todo ello y más hacen de Ellroy un escritor que sigue y seguirá buscando no tanto al asesino de su madre, sino al fantasma de ella que vive injurioso, salvaje y desatado dentro de él.