Emiliano Canto Mayén
La lengua, como si hubiera mordido un habanero, me arde; la mano, como si hubiera robado dinero, me quema. Desde hace semanas, debo confesarlo, acerco la pluma y la alejo después, estoy condenado a muerte como Julien Sorel; pero, querido lector, mi silencio se ha prolongado demasiado y ha llegado el momento de escribir para la sección Cultura del POR ESTO!
El motivo de mi reticencia ha sido el pánico. Temo que mis ideas calumnien a uno de los poetas clásicos de México y, por ello, hace mucho busco las palabras perfectas, los enunciados justos que describan un rasgo poco explorado de Manuel Acuña Narro. En mi defensa, las sospechas de mi pensamiento están absolutamente libres de envidia, los que creen ser escritores me entenderán.
Nació Manuel en Saltillo, tierra de simientes embriagantes, y su madre se llamó Refugio. A los diecisiete años partió a la Ciudad de México para inscribirse en la escuela de Medicina. Sabía francés y latín y su preceptor, el maestro Eduardo Márquez, afirmó que antes de cumplir los quince años de edad Acuña había estudiado la gramática de Antonio de Nebrija, las oraciones de Marco Tulio Cicerón, trescientos versos de La Eneida y cuatro églogas de Virgilio.
Por aquel entonces, corría el año de 1866, la de Medicina era una escuela imperial pero, a la muerte de Maximiliano, se transformó en hogar de liberales, ateos y poetas. Acuña calificó a la perfección cada uno de estos adjetivos y escribió, en su breve y fulgurante carrera, poemas a la patria, la mujer y el amor.
A su madre, aquella dama que inmortalizó en más de un verso de su “Nocturno”, Manuel escribió varias cartas, quién sabe cuántas. Tan sólo se conservan seis, fueron publicadas por José Farías Galindo en un libro de portada violeta y, al ser leídas con anteojos y lentitud, levantan la ceja de cualquier suspicaz.
A doña Refugio, cuyas formas únicamente desvanecía Rosario, Acuña manda excusa tras excusa. El hijo adora a su madre por sobre todas las cosas, pero le pide perdón por no escribirle tan seguido como debiera, por no poder regresar ni siquiera en vacaciones a Coahuila a causa de su pobreza, sus estudios y sus exámenes, las diligencias eran caras y los caminos, destrozos. Eso sí, si pudiera la señora Narro viuda de Acuña girarle unos centavos para sus libros o sus trajes, se lo agradecería en sus oraciones al Altísimo; en quien no creía, para colmo de hipocresías.
Nada dice a Refugio ni de Rosario ni de sus conquistas y ya no pongo más al respecto, una madre que ignora los amores de sus hijos vive engañada.
Por otro lado, mi acusación es más larga, pues siempre quise ser fiscal del crimen. A todo aquel que ha sido maestro, la relación que dio Manuel a doña Refugio de las causas de la tardanza en alcanzar su titulación como médico suenan a la más inverosímil y falsa de las explicaciones escritas sobre la faz de la tierra. Acuña clamó que ya estaba listo para presentar las pruebas pero el presidente, don Benito Juárez, enfermó y ¡oh, tragedia! el profesor de la materia a examinar era, para mala fortuna de la familia del coahuilense, el médico de cabecera del mandatario ¡contrariedad! Ni manera, en su postdata el poeta pidió paciencia a su creadora y, apuntó, que un peso o dos no le caerían nada mal pues comía poco y pasaba frío.
No tenía tiempo Manuel para escribirle a sus padres, tampoco a sus hermanos ni a sus hermanas que serían monjas y rezarían en el convento durante años por su redención, pero, eso sí, el coahuilense se las ingeniaba para enamorarse de Rosario, de Laura y de… El grandioso poeta era incapaz de escaparse siquiera un mes a Saltillo, pero asistió puntual a las sesiones de la Sociedad Nezahualcóyotl, escuchó hasta el último de los discursos de don Ignacio Manuel Altamirano, mandó poemas a todos los periódicos liberales y escribió un drama titulado “El Pasado”, muy exitoso, por cierto.
En fin, que me perdonen quienes puedan, yo soy incapaz de hacerlo. El poeta Acuña, cuando colocó a su madre, como un Dios, entre Rosario y él, no era sincero, no y no. Mi rabia es total. Quien se quita la vida por un desamor no ama a su madre y quien escribe una carta suicida, como aquella que escribió Manuel el 6 de diciembre de 1873, sin dejar siquiera una palabra de despedida a Refugio, olvidó que la fe, cuando es lejana, no salva.
1 Profesor investigador de El Colegio de Morelos