Conrado Roche Reyes
Eran las cinco y media de la mañana. Llamo por teléfono.
–¿Bueno?
–Soy yo.
–¿Quién yo? –preguntó la voz somnolienta.
–Felipe
–Hola, ¿Qué hora es?
–Las cinco y media de la mañana
–¿Pasa algo malo?
–No. Tuve un repentino ataque de soledad y tu número telefónico apareció en mi mente.
–¿Qué tienes?
–No sé. Creo que el plan no está funcionando. Me siento más a gusto contigo que con las demás. Me da flojera conocer a otras chavas.
–¿Quieres que cancele las citas?
–No sé. Me siento indeciso, ¿puedo invitarte a desayunar?
–No sé, Felipe, me da un poco de miedo.
–¿Qué te da miedo?
–Tú. Hace mucho tiempo, enseguida de divorciarme, me auto fabriqué una coraza de acero inoxidable que me hace insensible a cualquier sentimiento parecido al amor.
–¿Por qué? –preguntó el interesado
–No lo sé .Yo siempre he sido de esas mujeres que entregan todo. De las clásicas que aman demasiado. Y casi siempre me he topado con desilusiones. Me da mucho miedo amar.
–En estos días, luego de conocer a tantas mujeres de todos colores y sabores, he aprendido que el amor, el verdadero amor, no se puede buscar. No se puede programar. No puedes amar a alguien porque te guste o porque lo decidas. Te juro que en todas las relaciones que he tenido en estos días, me he entregado por completo, buscando algo que no he podido encontrar. Me da la impresión de que el amor, como dicen las canciones o las películas, brinca en el momento menos esperado y de donde menos te lo imaginas.
–¿Y qué sientes ahora? –preguntó ella.
–Tengo la impresión de que estoy enamorado de ti.
Silencio.
–Creo que yo también –afirmó Tere–. Pero me niego rotundamente a ser una más en tu laboratorio sentimental. Si en verdad me quieres, soy la clásica egoísta, posesiva, feudal, dominante, mandona, acaparadora, y te quiero sólo para mí en pensamiento palabra y obra.
–Eso no puede ser. Yo no puedo amarte. No sería justo
–¿Por qué? –preguntó ella, sulfurada.
–No te lo puedo decir. Vamos a hacer de cuenta que nunca tuvimos esta plática, y vamos a continuar con el plan.
–De acuerdo –asintió ella furiosa y dolida–, pero me parece ridícula e infantil tu actitud.
Felipe colgó el teléfono y se dio cuenta que estaba llorando. Las lágrimas formaban un torrente que llegaba hasta su pecho mojándolo… Se dirigió al espejo del baño y se miró sollozante, despeinado, exánime. Por primera vez se había dado cuenta de la dimensión del problema. Había perdido más de treinta años de su vida haciendo pendejadas, hasta que su tiempo había llegado al fin. Golpeó el espejo del botiquín con el puño cerrado provocando un alúd de pedazos de vidrio, decorados con el rojo vivo de su propia sangre.
–Teresa. Teresa.