Joaquín Tamayo
“Me veo frente a mí y río a carcajada batiente para que la locura no sea de nuevo esa molesta madrugada de abrir los ojos y continuar en el sueño”. Este es uno de los tantos autorretratos que el poeta tabasqueño Ciprián Cabrera Jasso (1950-2012) hizo de los gestos más hondos de su alma. Su obra entera, en realidad, es la autobiografía de su espíritu, una colección de evocaciones y el itinerario de una prolongada despedida a lo largo de sus versos, casi de todos.
Desde su primer poema anunció que el asunto principal, el tema recurrente, habría de ser la intensidad del adiós, las muchas formas que tiene la poesía para despedirse del mundo y, al mismo tiempo, de encerrarlo en el misterioso laberinto de la palabra.
Ciprián Cabrera se estuvo despidiendo en sus más de 15 poemarios. Siempre colonizado por una abrumadora nostalgia, ya entonces saludaba a la muerte y parecía rechazar la vida. Carta a mi madre, una abierta declaración de principios contra la vacuidad del ser humano, así lo explica:
“(…) No pienses que estoy arrepentido de esta existencia en la que he sido casi de todo. El silencio, el no poder hablar contigo cara a cara, el no poder decirte lo que me pasa en este aire al que me aventaste una tarde de julio, me han hecho escribir esta carta, esta leve sombra pasajera como cualquier mal presagio (...)”
Apenas colocado detrás de la tríada conformada por Carlos Pellicer, José Gorostiza y José Carlos Becerra, esos caudalosos ríos poéticos de Tabasco, Ciprián Cabrera Jasso fue, desde su aparición, el heredero de una copiosa tradición estética y, en paralelo, un autor representativo de su época, con una voz propia e inimitable por honesta. Se trata de una literatura de la mirada íntima, de la observación personal, de la confesión y del testimonio.
Además de esa vena lírica, el escritor cultivó la prosa narrativa, lo mismo en cuento que en novela, aunque también asistió a la reflexión del ensayo; no obstante, como ya se ha visto, encontró en la creación de poemas el modo natural de moverse en la tierra, en el fango del pensamiento y de las emociones.
Puede decirse que cayó de bruces en la vocación de la poesía y no le quedó más remedio que asirse a las alas del verbo y entregarse a él igual que al destino. He aquí la sucinta descripción de ese destino:
“Me veo obligado a vivir así: con una mano tendida en las tinieblas, en la penumbra de la Noche, que no es esta noche, en la oscuridad impregnada del aire de otra esfera”.
Pese a su carácter generoso y amable, y a que era querido por quienes lo rodeaban, tanto colegas como lectores, Ciprián Cabrera se suicidó hace ocho años. Su legado, por el contrario, permanece combativo, en proceso de evolución y en diálogo constante con el acervo de otros poetas, contemporáneos y no. Los libros Trilogía de sombras (1972-1983); La ventisca, Nadie detendrá el viaje y Poema en busca de luz, entre otros, confirman la vigencia de su voz.
El caos provocado por el consumismo, la amenaza de desastre que apremia a la naturaleza, la efímera condición de las relaciones amorosas y, sobre todo, la perturbadora impresión del sufrimiento, poblaron sus estrofas y las líneas de cada una de sus metáforas. Con economía de lenguaje, habló de los despilfarros de la existencia y de las mezquindades de la muerte.
“Creo que después de todo ha sido mejor así: vivir el sueño de lo nunca vivido, dibujar una silueta que no envejece, un alma que se conserva intacta en mi pequeño cielo”.
Imperante resulta volver a sus libros, reencontrarnos con sus imágenes, entrar sin salir de sus poemas; es necesario revalorar las claves de su trabajo, tomarle la temperatura a su visión de las cosas. La obra de Ciprián Cabrera demostrará, con el transcurso de los años, la floración de su trascendencia sostenida por la belleza de la verdad. Paradójicamente, despedimos al poeta mientras damos la bienvenida al poema.