Cultura

Pico de gallo

Manuel Tejada LoríaNotas al margen

Ya no hace falta salir de casa para reabastecer la despensa. Una empresa creó una aplicación de celular que permite, a través de un menú digital, hacer compras en el supermercado que desees. Eliges los productos (ya sea desde la placidez de la hamaca o desde el baño), alguien de la empresa va por ellos, te los lleva a casa, pagas vía internet y listo. Si hubiera alguna complicación (algún producto agotado, por ejemplo) vía telefónica se resuelve sin más problema.

Es muy atractiva la idea de no ver gente, de no toparse con esas hordas de compradores que, como zombis, van por los pasillos del súper, abstraídos en un tiempo paralelo, ocupando –eso sí– el espacio colectivo. Ya no hay idea de lo que significa esta palabra.

Una buena temporada de mi infancia me la pasé en los mandados. Era una ocasión perfecta para ir solo por la calle, curiosear por el barrio, hacerse de unas monedas o algunas golosinas. No había supermercados ni grandes ni chicos. Sólo era la tienda de la esquina. En cada esquina, eso sí. Pero cada cual tenía lo suyo: con Boshol, los vegetales frescos; con el Rey de copas, los embutidos; con Maggie, venta a granel. No hacía falta elegir; siendo niño, la función era más de traslado: se entregaba la lista al tendero, y él, a cambio, las bolsas con los productos para llevar a casa.

Pero regreso al pasillo de frutas y verduras, donde alguien seguramente estará tanteando los kiwis con descuento, o magullando los melones en su afán de encontrar el mejor... Nunca aprendí a elegir los vegetales, tantearlos, olerlos, mirarlos a trasluz. Lo más seguro es que me lleve al carro de compras la mandarina zocata, la manzana con gusano, el aguacate más duro que un cocoyol. Ninguna de mis manos tuvo el tacto pertinaz de mis padres a la hora del mandado. A ellos sí, los tomates más frescos, la sandía más jugosa, los mameyes a punto de turrón.

Son cuestiones, entonces, que dejo al azar a la hora de elegir entre la variedad de vegetales. Yo lo único que quiero es llegar por cinco tomates, una cebolla, una naranja, dos chiles serranos y salir de ese inframundo que es el supermercado, de la cadena que sea. ¡Es imposible! Allí, entre esos pasillos, siempre habrá algún teórico discriminando entre el matiz de las distintas frescuras (fresco de ayer, fresco de hoy, fresco para mañana), imprimiendo sus huellas dactilares en toda la fruta posible, y hacer de esta tarea cotidiana un perfecto imposible.

Ese tipo de cuestiones me hace fantasear con estas nuevas aplicaciones. Pagar para no ver gente y mantenerme distante de esos “teóricos” de pacotilla que sólo magullan los vegetales. Instalo, entonces, de inmediato la aplicación en el celular, selecciono la tienda más cercana, los productos (cinco tomates, una cebolla, una naranja, dos chiles serranos), y a punto del último clic para confirmar la solicitud, me percato que el costo de envío rebasa casi el doble al costo de los productos. ¡Menuda sorpresa!

Pero, bueno, igual, y hoy no habrá pico de gallo para el almuerzo.