Cultura

De publicaciones formales y no…

Paloma BelloApuntes desde mi casa

DDebido a que los hermanos Bello Paredes sentimos una extraña fascinación por el tema de la Segunda Guerra Mundial, eventualmente recurrimos a libros de historia, novelas, documentales y películas, al respecto.

Hará unos seis años, en un cine club de la Ciudad de México, acudí a una función al mediodía, de exclusiva concurrencia: una señora de evidente fisonomía hebrea, de unos ochenta y tantos años, su dama de compañía y yo. Por lo tanto, procuramos proximidad a la hora de acomodarnos y eso me permitió escuchar algunos comentarios interesantes.

La cinta que nos reunió, vetada para su lanzamiento comercial en ese tiempo, fue Hanna Arendt. El filme aborda el episodio de Arendt como reportera del periódico The New Yorker durante el juicio del criminal de guerra Adolf Eichmann, en Jerusalén, en 1961.

La filósofa alemana de origen judío, siguió de cerca el proceso con la severidad crítica de su posición como pensadora y llegó a la conclusión de que, finalmente, Eichmann era un hombrecillo gris, que “actuó como un burócrata y ejecutó acciones que le ordenaban, sin reflexionar”.

Sus razonamientos, a los que determinó como “banalidad del mal”, le costaron el repudio de amigos, conocidos y del pueblo israelita, y fueron publicados con el título Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, del que se desprende la película mencionada.

Hace unas semanas, mi hermano me envió la versión electrónica del libro y en el momento la quise abrir en el teléfono móvil. Craso error. Imposible distinguir letra tan pequeña en tan pequeño aparato. Si le ampliaba el tamaño, se perdía el sentido de la oración porque automáticamente se quebraba. En definitiva, los teléfonos inteligentes son útiles para enterarse de las síntesis de una noticia, no para complacerse en una lectura sensata.

Intenté después en la computadora, con pantalla amplia. Tratándose de la réplica del libro original, el formato es el correcto y es legible. Pero no encontré el momento ni el tiempo disponible para sentarme frente a la máquina a realizar un acto que hasta ese instante, había sido de placer, acomodada en un mullido sofá, junto a una taza de café si es de mañana, o un vaso de cerveza al mediodía, o en la comodidad de mi alcoba, si es de noche, sin la aprensión de que se acabe la pila y sin la molestia de arrastrar un cable para enchufar.

Impedida de pasar y retroceder las esquinas de las páginas sintiendo al tacto la textura del papel, o de utilizar los originales marcadores que me han sido obsequiados, o de reposar el ejemplar en el regazo mientras se toma el tiempo para analizar alguna frase, algún pensamiento, decidí abandonar la lectura electrónica y mandé el dispositivo de la memoria a una fotocopiadora para que imprimieran y engargolaran el libro, como Dios manda. El costo total del trabajo fue casi igual al de una edición formal de librería.

La profusión de publicaciones no tradicionales ha puesto en marcha todo un vocabulario especializado bastante confuso para las personas de mi edad, que en su mayoría no sabemos distinguir entre lo digital, lo web, lo virtual, qué es una app o un api, una página, un muro, una cuenta, un hashtag, etc.

La duración efímera, tanto de los equipos como de los sistemas, opera bruscos cambios en la mentalidad de quienes están creciendo con el uso de procedimientos cuyas técnicas interrumpen la lectura, porque de pronto se atraviesa un anuncio con sonido y movimiento, ajeno totalmente al tema. Luego prosigue la escritura unos párrafos más, que abajo indica: salta al siguiente (pero no aclara qué es lo siguiente, si un párrafo o una página devastada por otro anuncio que se caracteriza por su estupidez). Y todo en el reducido espacio de un teléfono móvil, sin oportunidad de conseguir la concentración que se requiere para asimilar un argumento.

Cómo no van a balbucear en vez de hablar, las generaciones venideras. Cómo no van a dejar de razonar, cuando los planteamientos o son visuales con mensajes subliminales o son una fusión de ideogramas y jeroglíficos. Cuándo van a poder leer satisfactoriamente un texto cuyas palabras no sean suplidas con emoticones que vienen haciendo las veces de las pinturas rupestres que el hombre de las cavernas utilizaba para comunicarse con sus semejantes. Pero menos artísticas, desde luego.

Existen grandes defensores de las publicaciones no tradicionales, que pretenden mayores alcances de difusión, con brevedad de complacencia para el lector y menor calidad de contenidos. Cada quien su generación y el desorden mental que implica la información telegráfica saturada de imágenes, lenguaje inadecuado y tiempo dedicado a su atención. Cabe en los padres de familia, más que en los profesores, orientar a los hombres del mañana en el uso apropiado de los avances tecnológicos.

Sin afán de ofender a quienes les acomodan los llamados e-Books, coincido con el escritor irlandés James Joyce, quien dijo: “La vida es demasiado corta como para leer un libro malo”. Y yo agregaría, “para leer un libro electrónico”.