Cultura

No, el arte abstracto no es un reduccionismo plano, una pereza técnica o una burla fantoche. Por el contrario, es el sitio donde puede ocurrir la multiplicación de significados para signos que nacieron sin lenguaje propio. Una línea, sin la intervención de un pensamiento artístico, es tan sólo una línea, acaso si no una molécula de lo visible. Los idiomas y registros de varias corrientes artísticas, participando de la abstracción tanto constructivistas como suprematistas por igual que surrealistas y espiritistas, suman a la expresión no figurativa sus propios planteamientos. El arte abstracto, pues, debe ser entendido a la luz de las ideas que lo posibilitan en cada ocasión. Vienen ellas de distintas motivaciones, responsivas al interior de contextos desiguales entre sí, desarrollando exégesis de avanzada en torno al acto creativo especialmente durante el siglo XX. En las siguientes páginas nos dedicaremos a pasar revista de algunos movimientos y artistas que asimilaron la abstracción como método de representación, no sin el énfasis en sus peculiaridades, especialmente en el campo de lo pictórico y su correspondiente desarrollo teórico.

Sea que prefiramos una organización cronológica o por regiones, debemos partir del supuesto desde el cual la abstracción funge como una alternativa para la representación de la realidad. En ningún caso, me parece, el arte abstracto se ofrece como una negación de un estatuto ontológico de las cosas, sino muy por el contrario, busca encontrar su propio ser mediado por la autonomía de sus formas. Es verdadero, por tanto, su carácter crítico en torno a la percepción de la realidad en relación con el acto creativo. Mario De Michelis recoge las siguientes palabras de Kasimir Edschmid, fundamentales para expresar el espíritu común que reúne a todos los artistas que propondremos a continuación: «El mundo ya existe; no tiene ningún sentido hacer una réplica de él. La función principal del artista consiste en indagar sus movimientos más profundos y su significado fundamental, y en recrearlo» (1993; p. 89).

Con un naturalismo artístico marchito quedan expuestas, rumbo al siglo XX, nuevas necesidades expresivas que abren los movimientos artísticos en los que el acto creativo, preponderantemente subjetivo, manipula la realidad según los impulsos o teorías que estén con él compaginados. Ahora, en la medida en que se diversifica la posibilidad de expresión, es necesario asumir una movilidad de significados, técnicas, soportes, mercados, recintos y disposiciones para el arte venidero. Incluso unificar el arte abstracto al interior de una categoría definida someramente como ‘espiritual’ es bastante arriesgado.

Veámoslo con Hilma af Klint y Vassily Kandinsky. Ambos están relacionados en buena medida con la teosofía, aunque el segundo cambia su registro ya entrado en la Bauhaus (De lo espiritual en el arte, para la etapa en que integrará Der Blaue Reiter, migra quince años después a un escrito que sopesa más concretamente la forma plástica: Punto y línea sobre el plano). Hilma af Klint, actualmente considerada como predecesora e incluso como punto y aparte del canon de pintores abstraccionistas como Klee, Mondrian y el propio Kandinsky, en 1906, habiendo formado parte del grupo espiritista de mujeres ‘The Five’, es comisionada por un guía espiritual para «preparar un mensaje artístico dirigido a la humanidad» (Guggenheim Museum, 2018).

La artista sueca nacida en 1862 partirá, explica Amparo Serrano de Haro, de principios alquímicos para sintetizar contradicciones en una unión que encuentra su forma en símbolos claros, contrastes de colores que terminan funcionando en figuras a menudo orgánicas. Los Cisnes de Hilma, tanto aquellos que muestran motivos figurativos como abstracciones con líneas curvas, reúnen, con la interacción del blanco y el negro, «las oposiciones más absolutas». (EducaThyssen, 2018). Esta dualidad en Svanen es representada de nuevo por cisnes que Hilma parece diseccionar al dividir el fondo equitativamente en cuatro figuras geométricas, cada uno diferenciándose del otro por el color. Las aves se encuentran simétricamente contrapuestas, como un reflejo de iguales, imposible a la vez por el contraste necesario entre negro y blanco, oscuridad y claridad.

El mismo principio conciliador de la alquimia puede encontrarse en la pintura geométrica The Swan (No. 17), en la que encontramos cinco semicírculos de distintos colores que, inmersos unos al interior de otros, forman un cuerpo entero sumergido en un plano liso de color, algo que anticipa las figuras más puras de Malévich, el orden constructivo (al menos en el plano formal) de Lissitzky y la vivacidad del color en los lienzos de Sarah Stern, con quien podemos encontrar familiaridad también en cuanto al empleo de formas circulares. Sin embargo, en todos estos casos, habremos de verlo, existen diferencias en los significados atribuidos al acto creador y, con ello, al contenido y expresión de sus formas. Por ejemplo, el caso de Stern, quizá el más fácil de relacionar por el uso de colores y la partición de figuras circulares, es esencialmente diferente al de Hilma por alejarse de una motivación teosófica, volcándose más hacia «crear un nuevo tipo de estructura pictórica basada en los colores que se entrelazan y modulan» con el fin de «expresar cómo la mente aprehende simultáneamente un número infinito de objetos, pensamientos, sensaciones y talantes» (Capriata, 2017; p. 122). Es aquí una tónica intelectual la que se analiza a sí misma funcionando, y consigue formalizar esta comprensión por medio de círculos, un espacio cerrado pertinente, quizá metafórico del proceso metacognitivo realizado: el pensamiento, ante sucesos simultáneos, se diversifica a la vez que se completa.

Podemos regresar a Kandinsky por medio de esta ‘tónica intelectual’ que hemos mencionado. Sus necesidades expresivas no atienden a la alquimia, sino a un tipo de espiritualidad más intrasubjetiva, es decir, más propia del individuo en tanto que ser sensible y consciente. Las formas no necesariamente obedecen a una cosmovisión unívoca, misionera de la unión de los contrarios. Más bien, las formas «se adaptan para expresar el “contenido interior” del artista, una proyección suya donde el “máximo realismo” equivale a la “máxima abstracción”, pues, en ambos, el objeto o el elemento pictórico “tiene resonancia de la “necesidad interior”» (Argan, 1998; p. 31). Así, su abstracción tiene el compromiso con la verdad del alma individual y la libertad respecto al mundo, cuyo ejercicio por excelencia es la creación.

Las obras de Kandinsky obedecen a este doble compromiso consciente. El arte tiene su propia espiritualidad, no sin olvidar la raíz que le ha dado impulso: el abandono a un mundo sumido en el materialismo, uno donde la intuición se torna casi en revelación, pues la verdad intrínseca del mundo se encuentra cada vez más oculta (De Micheli, 1993). En este sentido es interesante empezar a vislumbrar similitudes y diferencias de este espiritualismo intelectualizado con el surrealismo y el neoplasticismo.

‘Inhibición’ surrealista e ‘Intuición’ Bergson-kandinskiana, prometen ambas vislumbrar una realidad que se le escapa a la percepción sensible y a los procesos cognoscitivos primarios que le acompañan. Acceder a otro tipo de consciencia era necesario para develar una realidad auténtica. Pero si el pensamiento de Kandinsky otorga al arte una propia dimensión de realidad, el surrealismo, al asimilar las ideas freudianas sobre el inconsciente, no puede evitar ver en el arte un escenario para la realidad psicológica, una naturaleza más próxima a la epistemología que a la ontología. Así, «la pintura surrealista tiende a otro resultado: a la creación de un mundo en el que el hombre encuentre lo maravilloso: un reino del espíritu donde se libere de todo peso e inhibición y de todo complejo» (De Micheli, 1993; 182).

Las abstracciones de Joan Miró pretenden, a la luz de estos supuestos, alcanzar un mayor estado de consciencia que no atiende a revelar la esencia espiritual del mundo, sino a liberar la expresión de aquello en la mente que permanece oculto. El automatismo psíquico puro de Bretón hace eco en las figuras «caóticas» de Miró (The Museum of Modern Art, 2018), en las que quizá el color, las líneas y sus ángulos no son tan relevantes como el ejercicio mismo de pintar a partir de detonaciones, una libertad deliberadamente inconsciente, exploradora más que profética o asceta.

El neoplasticismo, recordemos, se había propuesto como misión un arte ya no explorador, conciliador o de efusividad lírica-espiritual, sino necesariamente depurador. Los manifiestos de Mondrian para inaugurar y clarificar el movimiento, aparecidos entre 1918 y 1921, proponen en su generalidad: «el individualismo, en el arte como en la vida, es causa de toda ruina y desviación del gusto; es necesario oponerle la serena claridad del espíritu, que es la única que puede crear el equilibro entre “lo universal y lo individual”» (De Michelis, 1993; p. 281).

De nuevo, la abstracción es el único medio congruente para desproveer al arte de contenidos sesgados, ahora desde una perspectiva que, en efecto, buscaba conciliar vida y arte, en todo caso fundiéndolos por la correspondencia en lo esencial. Muy cercano a lo apolíneo, el arte del neoplasticismo, propuesto como un racionalismo formalista (Argan, 1998; 249), se basa en la línea recta, sea vertical u horizontal, para dar expresión unívoca a la vez que modular del orden que subyace al mundo objetivo, antípoda de lo uniforme. Quizá sea pertinente incluso emparentarlo con las nociones aristotélicas de sustancia y accidente, siendo la estructura manifiesta en el arte del neoplasticismo por medio de líneas y colores primarios la representación sustancial de un mundo accidentado. Así, sus líneas son diferentes de aquellas que dividen y reúnen los contrarios en Hilma af Klint, y ni qué decir de las de Kandinsky, libres por estar regidas de acuerdo a su propia verdad lírica, espiritual. Por otro lado, «Mondrian, como Klee y Kandinsky, tenía algo de místico y deseaba que su arte relevara las inmutables realidades que se ocultan tras las formas perecederas de las apariencias subjetivas» (Gombrich, 2016; p. 576). Neoplasticismo y lirismo son, al fin y al cabo, dos caminos distintos, formal y estilísticamente, hacia una finalidad estética en común.

El arte neoplasticista va al mundo e intenta dilucidarlo a través de la abstracción. La verdad oculta en el mundo y representable en el arte sigue siendo el compromiso hasta aquí, y ello es evidente. Kazimir Malévich da un giro copernicano de aguda desconfianza con el suprematismo: «Nada es reconocible, excepto la sensibilidad», lo que, en todo caso, redirige las capacidades del arte hacia hacerla visible mediante la forma, o sea, que el arte, específicamente el suprematista, es […] la sensibilidad hecha forma» (Malévich, s.f.; p. 2).

La abstracción de Malévich y de los suprematistas contrapone dos entidades, una de las cuales ha dejado de ser el medio para convertirse en un fin, en entidad válida por sí misma, incluso como categoría para discernir el desenvolvimiento del sujeto en el mundo conocido y desconocido: la sensibilidad. La sensibilidad en sí misma adquiere forma en un universo con el que puede interactuar sólo por medio de la abstracción. Lo que puede ser aprehendido por los sentidos y la Nada, aquello no perceptible o asimilable por la sensibilidad, son ambos conjuntos heterogéneos que, encontrados, no pueden resolverse si no es en el contraste, sea evidente como en Green Stripe (Color Composition), de Olga Rozanova, como en Suprematism, de Malévich, en la que la diferencia entre el fondo y sus formas es mínima, pero existente, todo esto basado con la contradicción más que en la conciliación, prescindiendo en todo caso del compromiso con la esencia del mundo, sea visible o invisible. «el nuevo arte no-objetivo –dicta Malévich en el Manifiesto suprematista de 1915– como expresión de la sensibilidad pura, que no tiende hacia valores prácticos, ni hacia ideas, ni hacia ninguna tierra prometida» (Malévich, s.f.; p. 4)

Pero Malévich deja un inicio incontrovertible para construir, en un sentido casi cartesiano, la nueva realidad con el fenómeno artístico. Así lo veía Lissitzky, quien:

«Pretendía que sus obras fueran esencias, que penetraran en todos los aspectos de la vida para crear un nuevo mundo. Toda la historia del arte llevaba, según él, al cuadrado negro de Malévich. A partir de ahí era el momento para empezar a construir sobre esa superficie negra, con el conocimiento del pasado y el potencial técnico de la modernidad».

(Glazova, 2016; p. 4).

En este sentido, creo que los Prouns son una demostración del artista-arquitecto, conocedor irrebatible de la espacialidad, originada sin elementos complejos. Bastan algunas variaciones en el grosor de la línea empleada, que no se compromete a una verticalidad u horizontalidad estrictas, y matices en el color empleado para dar una noción prolija de estar ante una planeación arquitectónica, aunque el edificio o la construcción como tales nunca aparezcan realmente. Lissitzky planea la realidad por medio de abstracciones, y revela, con mucha diferencia de Mondrian, una posible ordenación del mundo construible, dirección contraria a la depuración.

Para concluir este recorrido tan breve y diverso, desde luego insuficiente, que se ha transformado en una especie de historia de la línea polifacética, mencionaré a František Kupka. No es que piense que él termina la historia de la abstracción ni mucho menos. Lo hago porque sus líneas, en Pintura abstracta, me parecen una depuración de todo su trabajo, estudio y experimentación hasta 1930, cuando casi todas las vanguardias han concluido su participación en la historia. Reacio a adherirse a una u otra corriente artística, acaso formando parte de Abstraction-Création, Kupka parece condensar muchas ideas a lo largo de su obra. Veo en él a Delaunay cuando los Discos, como también veo algo del suprematismo en sus Planos verticales y más aún de la genialidad espacial de los constructivistas en Arquitectura filosófica, «una construcción estricta, pero [que] no sugiere nada concreto al espíritu» (Faucherau, 1989; p. 17). Su abstracción se diversifica siempre. Teoriza la línea y la comprende de distintas maneras: «La vertical, solemne, es la espina dorsal de la vida en el espacio, el eje de toda construcción; monumentaliza el más insignificante croquis sobre fondo cuadriculado […] La horizontal es Gea, la gran madre» (Faucherau, 1989; p. 16). Digo que en él hay algo de espiritualidad, de racionalidad, de constructor, de libertario. La abstracción de la abstracción confluye en él.

El arte abstracto, dígase de una vez, es la autorización al genio humano a sí mismo para crear su propio mundo. ¿Existirá un ejercicio de libertad más amplio que este? Quizá no, pero pocas cosas han sido dichas todavía.

Por David S. Mayoral Bonilla