Cultura

II

El rock era un asunto de greñudos que no se bañaban (al menos eso decía mi padre); un día, sin embargo, mientras iba de su mano a casa de una hermana de mi abuela —la tía María, que vivía a unas cuantas calles de donde vivíamos nosotros—, vi a tres muchachos sentados en la banqueta escuchando en un pequeño radio “Love me do”, de Los Beatles.

El sonido de la armónica me hipnotizó. Tal vez esa fue la primera vez que escuché una música distante de lo que rutinariamente llenaba mi esfera auditiva.

Al irse a México, mi padre abrió el camino para la llegada de otros vallisoletanos (muchos de ellos jóvenes) que fueron a probar fortuna y se avecindaron con nosotros. Mi tío Edgardo (hermano menor de mi madre), Carlos Rosado, “Pilino” Ayala, Luis Ayala, Víctor Alcocer y varios más, fueron llegando para intentar una nueva vida en una ciudad que parecía abrirse a muchas posibilidades. A todos ellos les gustaba la música, en especial a Carlos Rosado, a quien recuerdo llegar a casa con algún disco nuevo de Gloria Lasso o de Ray Coniff.

Lejos del rock, mi horizonte musical discurría entre boleros, trova yucateca, baladas, música instrumental y danzones. César Costa cantaba versiones en español de piezas de Paul Anka, mientras Enrique Guzmán llenaba de melcocha el sintonizador. El asunto, sin embargo, era cuestión de tiempo; el rock estaba “allí”, interpelando nuestra manera de ver el mundo y abriendo el cosmos a los territorios de lo posible.

Mi llegada a Churubusco podría musicalizarse con “Let it be”, pieza que se constituyó como una especie de testamento discográfico del cuarteto de Liverpool. Poco tiempo después, Lennon, McCartney, Harrison y Ringo se separaron y la industria discográfica vio, entonces, la oportunidad de dar a la luz dos álbumes antológicos en los que se compendiaba lo mejor del grupo. Esos discos me abrieron a las sonoridades del rock, que en ese entonces buscaba llenar el vacío dejado por los Beatles con conjuntos como Creedence Clearwater Revival y The Monkeys, menos talentosos y mucho más comercial.

Así comencé a escuchar a grupos como The Rolling Stones, Los Animales, The Cream, Procol Harem y otros, pero el momento electrizante llegó cuando escuché “Love her madly” (Amala rabiosamente) con The Doors.

Pocas veces el rock ha tenido una voz como la de Jim Morrison, un barítono dramático que dio a sus interpretaciones una enorme fuerza expresiva que llevó el género a un territorio alucinante y decisivamente crítico. Jim Morrison, Jimi Hendrix y Janis Joplin evitaron que el rock degenerara en un burdo producto de mercado y contribuyeron decisivamente a su configuración como manifestación contracultural.

Mi ingreso a la preparatoria fue alucinante. Era yo un niño que de repente se vio en una absoluta libertad (tenía 15 años, era el menor de mi generación y todavía tenía gustos típicos de la infancia); corrían los primeros días de febrero de 1974. Algunos de mis compañeros escuchaban a “Grand Funk” (un producto absolutamente anclado en los parámetros de la música de consumo); la radio estaba invadida de baladas en inglés o en español; comenzaba la música disco.

Algunas bandas mexicanas sonaban en circuitos alternativos: Three souls in my mind, Dug-Dugs, etc. Varias de esas bandas sonaban bien y llegaron a grabar algún disco. Varias de mis compañeras gustaban del funky-rock y su ídolo era James Brown. En ese tiempo surgió también el llamado “Sonido Motown”, una fusión de soul y góspel que dio pie a grupos como The Jackson Five, Tempations o el fabuloso Stevie Wonder.

El rock, sin embargo, seguía su camino, y con la llegada de los sintetizadores comenzó una nueva era que tuvo en “Carrusel”, pieza del grupo Yes, su piedra de toque. Había llegado el rock progresivo y con él se abrieron muchos caminos que, para mí, tuvieron su momento culminante con el barroquismo de Premiata-Forneria-Marconi, un grupo italiano compuesto por músicos de un alto grado de virtuosismo. Con Apocalyptica, notable banda finlandesa de rock sinfónico, vino otro tiempo.

El rock comenzó a desaparecer imperceptiblemente de mi horizonte sonoro, aunque, por influencia de mis alumnos, escucho a veces alguna pieza o algún grupo interesante. El “heavy metal” nunca me convenció o, simplemente, no supe cómo ponerme a la altura de su estética. De cuando en cuando, sin embargo, regreso a Morrison o escucho “Jumpin’ Jack-Flash” (grass, grass, grass…) y me regocijo.

La música es el tiempo convertido en utopía sonora.

Continuará.