Cultura

Ilusos

Llamaba la atención por esa belleza mexicana que podría llamarse pueblerina, con un aire de inocencia que no encajaba con la gente de las demás mesas de ese bar del que ya nadie se acuerda, frente a lo que en su momento fue la nueva terminal de autobuses.

La conoció una noche en que llegó con Pedrito, ya bien encarrerados los dos, y desde la entrada se dio cuenta de ella, sola, vestida como muchacha del campo en espera de la llegada del novio. Caminando despacio para disimular el trastabilleo, fueron directamente hacia su mesa, y Pedrito y él bebieron cerveza, a las que luego agregaron tequilas y de desempance una media botella de vodka, pero ella estuvo siempre fichando con vasos de jugo, “no bebo alcohol” había dicho, así que se podía mantener la misma, sin alteración y le presentó a su hermana, tan joven y tan pueblerinamente bonita como ella, pero distinta, que estaba fichando en otra mesa, igual sin tomar, y conversaron, oyendo las vaciladas de Pedrito, aunque luego ambos galanes empezaron a discutir quién sabe qué, interrumpidos en algún momento cuando ella dijo ya me tengo que ir, vivo en Chicxulub Puerto y ya mero sale mi autobús y se levantó al mismo tiempo que su hermana en la otra mesa.

Fue esa noche en que poco después empezaron los alegatos con Pedrito hasta que la discusión se volvió más áspera, lo tomó del cuello y se lo llevó a empujones hasta la calle, con él gritando “eres mi jefe, eres mi jefe, no te puedo levantar la mano”, hasta darle el empellón final que lo tiró al suelo para de inmediato prohibirle entrar de nuevo al bar. Fue la misma noche cuando frente a la terminal vieja, un travesti lo bolseó en la calle y Ariana, la nunca bien llorada Ariana, se enfrentó al travestido y le arrebató la cartera, alegando que aunque estaba muy tomado era su cliente y se lo llevó al cuarto donde solo fue a dormir con ronquidos profundos, como supo al día siguiente cuando fue a averiguar todo lo que había pasado la noche anterior.

Y visitó a la muchacha en el bar, procurando enamorarla sin que lograra más que sus sonrisas y su trato amable, y ella le contó que era michoacana, de un pueblito cercano a Uruapan, que había llegado a Mérida porque las habían engañado con ofrecimientos de trabajo y que estaban muy necesitadas debido a que ella y su hermana tenían niños y no les alcanzaba con lo que pagaban de salario en las tiendas y supermercados. Y por eso él procuró tratarla con esplendidez invitándola con frecuencia a muchas copas de dama con ficha y dándole propinas dobles, con la esperanza de que a punta de constancia ella fuera a corresponder sentimentalmente, hasta que un día ella y su hermana ya no volvieron al bar, y cuando preguntó dónde se habían ido, Nacifa, la encargada, siempre celosa, le dijo que lo ignoraba y que no valía la pena que las buscara.

Pero las buscó y las dos vinieron a aparecer en una cantina cerca de su casa, en la 43, a unas cuadras de las oficinas de la Policía, y se alegró mucho e invitó a su favorita largamente otra vez, siempre con jugos o gaseosas mezcladas, toronja con agua mineral y mucho hielo, y la hermana ya tenía a su señor que casi toda la semana le pagaba muchas copas a lo largo del día, siempre en la barra, y ambas eran las únicas que tenían permiso del propietario para no tomar alcohol y salir antes de la hora de cierre, porque tenían que tomar el último camión o combi rumbo al puerto donde vivían, y el bar se llenaba por ellas, buen número de clientes en espera de tenerlas en su mesa, y pocas veces la pudo volver a invitar porque siempre estaba acompañada, y cuando terminaba con uno ya otro se había apuntado antes, como si fuera señorita con carnet de baile, pero ella de todos modos siempre se acercaba sonriente y le daba un beso e intercambiaba algunas breves palabras.

Él siempre agradeció ese aprecio aunque se lamentara de lo difícil que se había vuelto invitarlas, y le reiteraba que tenía intenciones serias, más allá de esto, pero ella le contestaba riendo que lo iba a pensar ya que todos los días recibía cuando menos una declaración amorosa, a veces con todo y matrimonio, y otras solo con casa y manutención, y al solicitar él verla a la salida, le respondía que tampoco aceptaba que la acompañasen a su paradero, porque ella y su hermana temían mucho el qué dirán, con eso de que eran mujeres solas con familia que mantener, pero él no dejó de ir, aunque sea a verla de lejos y darle siquiera un solo beso en ese bar siempre lleno, donde había mujeres esperando ser invitadas y ella, en cambio, llena de pretendientes a la espera y su hermana tomando copa tras copa, acompañada de su señor, el único que podía besarla y toquetearla.

Pero un día ninguna de las dos apareció y nadie sabía adónde se habían ido, muchos parroquianos preguntaban por ellas y al no encontrarlas o se quedaban poco rato o de plano ya no consumían nada; los días pasaron y la clientela del bar fue disminuyendo, aun cuando había otras mujeres, incluso muchachas jóvenes, y buena botana, pero no estaban ellas, las muchachas inocentes, y un día en que entró a endulzar sus nostalgias, vio a Pamela, la querida del dueño, guapa y antipática, tanto que fue ésa la primera vez que pudo conversar con ella, y eso porque la habían castigado sacándola detrás de la barra y mandándola a meserear y a fichar en las mesas.

Se aventó a invitarla y la conversación no seguía ningún rumbo de interés hasta que él mencionó con nostalgia a aquellas hermanas y Pamela se encrespó y le dijo casi a gritos que qué clase de pendejo era añorando a ese par de mosquitas muertas, que no eran michoacanas, o si acaso solo alguno de sus papás lo era, que venían de Naucalpan, que no vivían en Chicxulub Puerto sino en Mérida, cerca de la iglesia de Chuburná, que no eran hermanas sino cuñadas, ambas con sus respectivos maridos, meseros en un restaurante donde ligaban lo mismo a señoras viejas que a maricones, y que todos habíamos caído en la trampa, ellas que nunca se iban con menos de 15 fichas diarias y casi siempre con más de 25 al día, y que recibían no solo propinas grandes y apoyitos de dinero para sus chamacos, sino regalos de alhajas, perfumes, ropa, juguetes, y el colmo es que hubo incluso quien les dio un celular, imagínate, ese aparato que solo los ricos utilizan, y ustedes de idiotas, aceptando que no tomaran bebidas con alcohol, enamorándolas y ofreciéndoles apoyo, creyendo que iban a proteger a la noviecita abnegada, a su amada casta y pura…

Idiotas, pobres ilusos, que solo estaban regalando su dinero a ese par de mosquitas muertas, que se habrán ido ya de Mérida con sus maridos, los cuatro bien forrados, seguro de regreso a Naucalpan o a alguna otra ciudad del Sureste, porque fíjate que venían de Cancún, donde habían hecho lo mismo, y ellas se reían de todos, como me lo contó Landy, aquella mesera gorda, una vez que estaba por casualidad en un asiento detrás de ellas en el autobús de Chuburná 21 y escuchó cómo se burlaban de sus galanes y sus obsequios y sus declaraciones de amor, y de que ya faltaba muy poco para dejarlos suspirando para siempre, y tú fuiste uno de ellos, aunque creas que a ti te tenía alguna consideración, quizá sí, pero no era nada a fin de cuentas, ya ves, quedaste igual que todos y te aseguro que nunca volverás a verlas, ¡nunca!, y si vas a invitarme a otra hazlo de una vez porque hoy me quiero ir temprano…