Cultura

Ella vivió desde, para y por la poesía. Argentina universal que, sin mucho ruido, de manera constante y pujante, labró una senda en la lírica hispanoamericana del siglo XX; a cien años de su nacimiento, el 17 de marzo de 1920, en Toay, localidad de la provincia de La Pampa, en la región central del país austral, Olga Orozco merece ser leída una y otra vez.

En números, dejó dieciocho volúmenes de poesía publicados. Críticos y lectores se han puesto de acuerdo para destacar los siguientes: Desde lejos (1946), Las muertes (1952), Los juegos peligrosos (1962), Museo salvaje (1974), Cantos a Berenice (1977), La noche a la deriva (1984), y Con esta boca, en este mundo (1984). También tamizó sus confesiones autobiográficas en dos tomos reveladores: La oscuridad es otro sol (1962) y También la luz es un abismo (1995). Empleo el verbo tamizar, pues la escritora no se entregó a las convenciones memorialísticas, sino que desplegó en ambos textos reflexiones sobre la poesía y la visión subjetiva de las personas y las cosas que les eran cercanas.

A fin de cuentas, las cantidades poco importan. Lo que vale de Orozco es el lugar que la imagen ocupó en su escritura y la huella perdurable de ese admirable ejercicio, en el que la revelación de los misterios deviene inseparable de la revelación de la palabra.

Al ser entrevistada por el diario La Jornada, en 1997, al respecto dijo: “Me parece que todo en el mundo es una apuesta a todo o nada. Aun la poesía misma es una apuesta. La religión es una apuesta: el hecho de pensar en Dios, si lo veré o no, es ya estársela jugando. Es un poco lo que dice Pascal: estamos embarcados y debe apostarse. Claro, tenemos una ventaja: si perdemos, no nos enteraremos de nada. Pienso que todo lo que he escrito podría ser un mismo y largo poema, el cual corté simplemente por pereza, por cansancio o por alivio”.

Aunque a los ocho años de edad se mudó a Bahía Blanca y ya adolescente se instaló definitivamente en Buenos Aires, los efluvios pamperos nunca la abandonaron: “Cuando yo nací no había casi vecinos, era un poco salvaje. Los médanos no estaban fijados y cambiaban de lugar. Por los caminos y las calles, los cardos rusos recordaban el desierto de Arizona: moles espinosas que van creciendo y se juntan con las otras y de pronto aparecen, se nos aparecen, como nebulosas, fantasmales, oscuras”.

De tales vivencias iniciales, enriquecidas mediante una rigurosa y apasionante búsqueda espiritual, rayana con el misticismo, surgió una poesía en que la soledad y la muerte aparecen como anclajes recurrentes, que dan pie a otras derivaciones de su conciencia lírica, explicado por la escritora mexicana Myriam Moscona al decir: “Con profundo sentimiento religioso, sus temas tocan lo inescrutable: el tiempo, el destino, la ausencia, la pérdida del reino, la palabra o el amor como paraíso recobrado. El paisaje en su poesía es universo paralelo a la emoción, constituye un mundo de equivalencias propuesto con maestría. Como en los sueños, sus poemas ofrecen en el mismo escenario imágenes simultáneas de lo real, de lo anhelado, de lo imposible. Abierta a las cosas del mundo –en lo invisible y lo concreto– su poesía se sirve de las imágenes, pero también del pensamiento”.

A Orozco hay que ubicarla como una de las voces femeninas de la Generación del 40 –a la par de la singularísima Alejandra Pizarnik–, si bien puede identificársele dentro de la llamada tercera vanguardia, liderada por su amigo Oliverio Girondo. Bebió en diversas fuentes: Rimbaud y Nerval, Milosz y Rilke, Baudelaire y San Juan de la Cruz.

Estudió el magisterio pero nunca lo ejerció. Se dedicó al periodismo, específicamente a la crítica teatral, y se afanó en la publicación de revistas, como Canto, dirigida por su primer esposo, Miguel Angel Gómez. En 1965 casó con el arquitecto Valerio Petuffo, a quien sobrevivió nueve años.

Una de las grandes alegrías de Olga provino de la adjudicación, en 1998, del Octavo Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, en el contexto de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Al recibir el galardón expresó: “La poesía no admite otros compromisos ni otras presiones que los que la ley impone a su existencia o a su naturaleza misma, y que varían de acuerdo con los reglamentos interiores de cada poeta. En cambio, sus posibilidades de liberación son incalculables”.

Ese principio lo llevó a versos como estos:

Pido por esta piel con la que caigo al fondo de cada precipicio;abogo por las manos que buscaron, por los pies que perdieron;apelo hasta por el luto de mi sangre y el hielo de mis huesos.Aunque no haya descanso, ni permanencia, ni sabiduría,defiendo mi lugar:esta humilde morada donde el alma insondable se repliega,donde inmola sus sombrasy se va.