Cultura

Mi vida con la música

José Díaz Cervera

IV

Mi padre tenía varios discos de danzón, pero el que más oía era el de la Orquesta de Gamboa Ceballos, un yucateco que hizo del género una especie de trapeador. A los cinco años escuché una danzonera “en vivo” y durante unos segundos, quedé como extasiado frente al señor que tocaba la clave.

El danzón había sido relegado a la barriada y a los bajos fondos; era música de congales de mala muerte. En México lo habíamos asesinado lentamente y el golpe final se lo asestó el inefable Carlos Campos (el músico preferido de Gustavo Díaz Ordaz, el proboscidio que tuvimos por presidente a finales de los años sesenta).

Pero un día escuché en vivo, en un parque de la Ciudad de México (creo que en Tlalpan), a Barbarito Díez cantando un danzón (“Si el amor hace sentir hondos dolores / y condena a vivir entre miserias / yo te diera, mi bien, por tus amores / hasta la sangre que hierve en mis arterias…”) y mi perspectiva sobre el género cambió.

Fue así que recuperé el LP de Acerina que mi padre tenía en su colección (aquél en cuya portada estaba el músico santiagueño, parado junto a sus timbales e impecablemente vestido de frac) y comencé a escucharlo casi clandestinamente (era yo un muchacho de 19 años y mis amigos me hubieran fustigado por escuchar esa música que, desde su perspectiva, era vulgar y populachera).

Entonces me encontré con Verdi, con Rossini y con Schubert en versiones tropicalizadas que nos hablaban de una apropiación feliz por su sentido creativo y por su excelente factura musical, por parte de los músicos cubanos y mexicanos.

No fue, sin embargo, muchos años después cuando comencé a tratar de entender de mejor manera el danzón y toda la estética que se generó alrededor de su práctica en nuestro país, sobre todo porque en un viaje que hice a La Habana, llamó mi atención el que en la isla no encontré huella alguna de esa manifestación cultural, ya que no se tocaba ni se bailaba en ninguno de los salones que tuve oportunidad de visitar.

Como quiera, un día conseguí un CD de Antonio María Romeu, con una colección de danzones notablemente interpretados; después descubrí a Mariano Mercerón, con una propuesta interesante, pues sus arreglos parecían tener una fuerte influencia del blues en la ejecución del clarinete.

El danzón es una música abierta a todas las influencias y a todas las posibilidades. Es un cruce de caminos, una síntesis feliz de afanes muy diversos; bastaría escuchar a la Camerata Romeu interpretando “Almendra” para pulsar la progresión de ese ritmo. Muchas orquestas sinfónicas de nuestro país tienen algunos danzones en su repertorio y en ellas figuran varias de las composiciones más populares del género, junto a piezas sinfónicas de Arturo Márquez, el músico sonorense en cuyo repertorio figuran varias composiciones de danzón sinfónico, entre las que destaca su “Danzón No. 2”.

Alguna vez estuve en el Salón Riviera, de la colonia Narvarte, en sus míticos jueves danzoneros. Fue inolvidable escuchar “Teléfono a larga distancia” con la Orquesta de Dimas y oír en vivo el “Rigoletito” en un atardecer adormecido por el clarinete.

Tal vez no haya metáfora posible para el danzón, y sólo en la imagen de un hombre y una mujer midiendo sus latidos la vida se vuelve cadencia, tiempo, golondrina.

Continuará.