Conrado Roche Reyes
Don Jacinto, el cacique del pueblo, era un hombre casado y como en todo matrimonio bien avenido, era esencial que tuviera su “xun”. Ella era la jovencita más hermosa del pueblo y haciendas circunvecinas, una verdadera flor del x’kanlol en sus esplendorosos 17 años. Morena ella, de rasgos inconfundiblemente mayas y con un cuerpo que haría enrojecer a la misma Venus de Milo. Estamos hablando de una auténtica Venus morena que, en su anatomía, tenía todo colocado en su santísimo lugar. El orgullo de la comunidad y el máximo trofeo para don Jacinto, un hombre ya de la tercera edad, eufemismo para no decir viejo.
Le “tenía puesto casa”. Una blanca y pintoresca construcción que el señor visitaba tres veces por semana, sin fallar un solo día a aquellas citas donde daba vuelo a su contenido erotismo, ya que su esposa era una mujer ya entrada en años y carnes. Seguía con ella por costumbre. Y ya sabemos que por esos lares la costumbre se hace ley.
Sin embargo, la bella tenía también su secreto. A escondidas de don Jacinto, se veía y gozaba como Dios manda con un joven de su edad. Tremendo pitcher que militaba en el equipo del pueblo y que, por aquellas cosas del destino, era patrocinado por don Jacinto. El joven, con la hermosa jovencita, eran también parte de la picardía y orgullo de aquella lejana población.
La cuestión era, como siempre sucede en estos casos, que toda la comunidad sabía de los amoríos de la hermosa representante de la sensualidad de la mujer maya con el joven pitcher, excepto don Jacinto. A sus espaldas, el chisme, otra característica de nuestros pueblos del interior –y no nos hagamos, de Mérida también– formaba parte de su idiosincrasia. Para decirlo en pocas palabras, las habladurías eran siempre que a don Jacinto lo estaban haciendo pend…..
En cierta ocasión, las pocas hormonas que al viejo le quedaban en actividad, se le alborotaron de tal manera, que no se pudo aguantar y, rompiendo su rutina de años, decidió visitar a la erótica jovencita. Camino hacia su nidito de amor y al llegar a éste, le extraño mirar a las puertas aparragada en la alta acera, una bicicleta. Sin darle más importancia que rascarse la calva, penetró a la casa, mas su sorpresa fue mayúscula, al ver que en la hamaca, gozaban las delicias de Eros ella y su joven amante, el pitcher.
Don Jacinto montó en cólera y entre improperios, se dirigió a ambos jóvenes desnudos sacando tremendo pistolón y amenazando al chavo con matarlo ahí mismo. Sin embargo, en un momento de inspiración, el viejo entró en estado de gracia y explicó: “Miren, no los voy a matar. Por el contrario, voy a financiar su boda, pero eso sí, ustedes se me van a casar y para mayor realce, yo seré su padrino de bodas. Pero eso sí, chamaca, continuaré viniendo los días de siempre y tú me vas a complacer y tu marido no estará en la casa tan bonita que compré. Es más, los voy a mantener y desde el día siguiente de la boda, ahora al que dirán que le están viendo la cara de pen…jo será a ti, muchachón.
La parejita aceptó aquel esperpéntico trato, y vivieron muy felices los tres. Y tutti contenti.