Cultura

México D.F. en los 20 de siglo XX, Cines*

II y última

El cine Goya –que despedía un chocantísmo olor a desinfectante– compartía con el cine de Venecia. De Santa Veracruz –nuestra asidua simpatía. Ambos estaban colocados en nuestro camino habitual. El Venecia, fue seguramente el más evocador, el de mayor romance para los jóvenes de esos días; tenía dos salones, uno en la planta alta y otro inmediato a la entrada: no hubo novia de entonces que no lo recordaran. En las páginas del recuerdo colegial quedarían grabadas las melodías de moda que un piano, acompañado por varios violines repetía ocasionalmente al pie de la pantalla, o alguna marimba, según costumbre del Mundial. Eran los viejos tangos, alguna canción romántica mexicana y no faltaban las notas de los entrañables bambucos:

Tan bella la niña era

Que hasta la misma madera

Que hasta la misma madera

De la caja floreció.

Ya tenía varios años de apogeo y de gloria Douglas Fairbanks, que hacía acrobacia deslumbrante al lado de Mary Astor: nos habían deleitado con el “El signo del Zorro”, “El Ladrón de Bagdad”, “El pirata”; “Robín Hood” y otras más. Del matrimonio del actor con Mary Pickford se hacían temas de conversación comentario amable. La “novia del Mundo” ya había triunfado –deslumbrándonos de tiempo atrás– en su famosa Dorothy Vernon. Como de lo más admirado de esta etapa, evoco la actuación de Douglas en los “Los tres mosqueteros”, en programas multicolores ya se anunciaba el nombre de un actor que iba en rápido ascenso hacia la fama: el joven Ronald Colman.

Pero debo situar en la atropellada evocación ligándola a los salones mencionados y también al cine Olimpia, cuyos organistas hicieron sensación, la gran figura cómica de Charlot, Charles Chaplin. Comenzó a ser el astro predilecto de nuestra niñez, desde 1916. Ciertamente deleitaba y estremecía a su público y en su comicidad dramática había siempre algo desgarrante y doliente. He dicho de él que era en el fondo triste, como un niño crecido, cuya alma se le ha caído a los pies, exacto junto a los grandes zapatones. Siguiendo sus películas podía precisarse el camino que hicimos desde la niñez hasta la primera juventud. Su fama, su gloria y su silencio tuvieron lugar en los días que estudiamos cuatro últimos años de la educación elemental o los primeros de escuela nacional preparatoria. La pobreza de muchos de nosotros debe haber tenido la misma mirada dolorosa e inocentemente azorada que Charlot adoptaba en una esquina tras del niño –del otro niño– que lo acompañaba en la experiencia y pena, en la “alegría de caída al pozo”: Jackie Cooganm el estupendo colaborador de “el Chico”. Charlot le daba forma en su trabajo genial a las mil cosas que se arremolinan en las cabezas infantiles y juveniles: la rebeldía, la derrota, el triunfo efímero, la injustita, el gozo limpio que en la calle se aplasta con la vida, el llanto, en fin, y la risa y la sonrisa. Nos hacía reír y causaba pena. Nos dio tema, nos impulsó a escribir comentarios y frases en nuestros humildes periódicos.

Entiendo que al iniciarse Chaplin mostraba la notoria influencia de Max Linder, aquel cómico inmortal de nuestra época, quien al día primero de noviembre se había suicidado y con él su esposa, diez años después de que Chaplin empezara su carrera de meteoro desde sus primeros trabajos al lado de Mabel Normand y Ben Turpin; la gracia de Charlot, deliciosisíma, abrió las puertas de la fama para él.

En el Venecia vimos todas las películas de Rodolfo Valentino, ídolo de locura para las chicas de entonces. También a Rubén Novarro y su Ben Hur. Del gran cine alemán de la primera postguerra, recuerdo apenas a Franz Albert, a Henry Porten y el magnífico Emil Jannings, que de cuando en vez aparecía, digamos una ocasión al año, en la pantalla atestada de figuras americanas.

Otro cine de estilo “bombonera” fue el cine Trianón, en las calles de Leandro Valle y la antigua del apartado. Gozamos allí las excelencias de los Barrymore, una dinastía. Algunas películas rusas como “La huelga”, “El acorazado Potemkim” y “La línea general”. Con efusión asistimos a la versión gala de “Crimen y castigo”, que nos dejó insatisfecho el gran respeto por Dostoiveski. Esa era la juventud, su cine de ilusión, la farsa encantadora de actores y argumentos que poblaban su visita, que hacían marco al romance de la hora.

*Textos del archivo de mi papá.