Pedro de la Hoz
Otra vez, de un día para otro, dos sensibles pérdidas: 15 y 16 de abril, en España y Brasil, con muestras de dolor en la geografía cultural latinoamericana y el reto, más importante aún, de esforzarnos por mantener vivo el legado de estos grandes hombres: el chileno Luis Sepúlveda y el brasileño Rubem Fonseca.
Por razones de cercanía lingüística y la misma causa del fatídico suceso, la muerte de Sepúlveda tuvo una amplia repercusión en los medios de la región. El escritor residía en Gijón, Asturias, y se hallaba hospitalizado desde el 25 de febrero en un nosocomio de Oviedo, al ser diagnosticado, uno de los primeros en el norte de España, con la enfermedad del nuevo coronavirus.
No voy a referirme a las circunstancias del contagio ni a las tantas manifestaciones de pesar que de un lado a otro del territorio de la lengua se han prodigado en las últimas horas, sino a la necesidad de leer atentamente la obra del chileno para contar siempre con él a la hora de definir una ruta lírica en la narrativa latinoamericana del postboom.
Militante de la Unidad Popular de Salvador Allende, miembro por unos meses del grupo de protección del presidente socialista chileno, Sepúlveda se convirtió en uno de los blancos de la represión pinochetista desatada después de que los milicos fascistas asaltaran al poder con la anuencia de Henry Kissinger y las agencias estadounidenses de inteligencia. Luego de un período de clandestinidad, marchó al exilio en 1977, en el que dio tumbos por varios países, entre estos la Nicaragua sandinista con la que colaboró en los años 80.
El escritor dio un gran paso en firme con la publicación en 1988 de Un viejo que leía novelas de amor, traducida a catorce lenguas. Con ella Sepúlveda definió su tesitura: historias singulares, bien contadas, dotadas de un aliento poético deudor del realismo mágico. En el orden temático, la defensa de la naturaleza, el ambiente y las comunidades marginadas de los voraces procesos de desarrollo capitalista en América Latina que no toman en cuenta tradiciones materiales y espirituales ancestrales.
Por buen tiempo le tomó el gusto a la narrativa fabular. Unos cuantos libros parecieran destinados inicialmente a la adolescencia, pero una lectura pausada devela cómo Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar e Historia de una ballena blanca, trasmiten mensajes a públicos adultos. Particularmente esta última novela puede ser interpretada como un desmontaje de la filosofía desplegada por Herman Melville en el clásico Moby Dick.
Pero cuando tuvo que afrontar la historia de su generación, no le tembló el pulso para escribir El fin de la historia, novela en la que repasa los tortuosos vericuetos del terrorismo de Estado y sus vínculos transnacionales.
Recientemente Sepúlveda se dolió de la situación política y social de su país. En una de sus habituales columnas en Le Monde Diplomatique escribió: “Chile, ese lejano país en que nací sin que nadie me consultara, ha sido un lugar de costumbres extrañas y palabras peores”. Aludía a la costumbre de reprimir en supuesta democracia y a la demagogia de los gobernantes.
Fonseca pertenecía a otra raza de narrador, la que responde a la crudeza, a decir las cosas por su nombre, a penetrar en los intersticios más oscuros del alma humana, eso sí, desde una altura responsable, una estética sólidamente fundamentada y una contextura ético-histórica que lo aparta de quienes, sin bucear a fondo en su escritura, lo emparentan a la fuerza con Charles Bukowski, Raymoind Carver y otros ejemplares del llamado realismo sucio presente en la literatura anglosajona. Todo por el tono incisivo de su prosa.
Es muy posible que dicha percepción se refuerce en México por la versión fílmica de uno de sus relatos, El cobrador, subtitulada In God We Trust, con el que Paul Leduc a mediados de la primera década del presente siglo volvió al plató. Violencia descarnada, chocante que parte no sólo del cuento homónimo sino de otros de Fonseca. En el original, un hombre va al dentista y la emprende con éste y todo el que se le atraviese en el camino. El protagonista es un hombre cultivado que se desatina aparentemente sin motivo alguno. En uno de sus raros acercamientos a la prensa, Fonseca dio a entender que así, desde la violencia institucionalizada, funcionaban las sociedades latinoamericanas bajo el espejismo de los sistemas políticos vigentes.
He vuelto más de una vez a las páginas de Agosto, novela que puede atrapar tanto a los aficionados a la intriga policial como a los que gustan de la literatura histórica. Seduce el tejido argumental que hace confluir los días finales del régimen de Getulio Vargas con un asesinato a resolver. Inquieta y desazona al lector que debe poner en una balanza los destinos cruzados. Entre la realidad y la ficción.
En la novela aparece una de las criaturas detectivescas recurrentes en sus narraciones, el comisario Mattos, en el que se aprecia más de un punto de contacto con el Pepe Carvalho, del español Vázquez Montalbán. El otro, Mandrake, que alcanza su más fulgurante protagonismo en la novela El gran arte, se caracteriza por su cinismo.
Rubem Fonseca, quien al morir en su casa de Leblon, barrio de Río de Janeiro, estaba a punto de cumplir 95 años de edad, mereció los más altos reconocimientos literarios de su país y la lengua portuguesa: los premios Jabuti y el Camoes, equivalente al Cervantes en el ámbito lusófono. Haber sido comisario de policía entre 1952 y 1958 valió para incursionar en el llamado género negro.
La dictadura militar prohibió dos libros suyos, bajo la acusación de atentar contra la moral y las buenas costumbres. Poco antes de fallecer fue víctima de otro acto de censura. El gobernador del estado de Rondonia, el exmilitar Marcos Rocha, avecindado ideológicamente con el presidente Jair Bolsonaro, lo incluyó en un listado de autores prohibidos, en compañía de clásicos como Euclides da Cunha y Machado de Assís.