Cultura

Nadie está en fuera de lugar, nadie comete falta alguna, todo es juego limpio: la pelota rueda, cruza la cancha del tiempo y va en busca del gol de la memoria. Los aficionados tienen sed de gritos, hambre de porra. Un libro solar, o mejor, soleado como un partido de domingo, como una final de la Copa del Mundo, así de emocionante es Amistad entre patadas, la pieza autobiográfica que Carlos Iturralde Rivero (1926-2004) escribió en los años setenta del siglo pasado y que, décadas más tarde, reeditaría con determinados añadidos, con una suerte de actualización de sus pasiones deportivas y de sus convicciones humanas.

“Quizá con más condiciones futbolísticas que yo, mis cinco hermanos varones por diversas circunstancias no llegaron al profesionalismo. Sin embargo, fueron ellos los que me iniciaron en el futbol, siendo prácticamente mis primeros ídolos y maestros”, apunta en un apartado del libro.

Vista en retrospectiva, esta obra mantiene la frescura y la honestidad con la cual fue enhebrada; refleja también, con absoluta fidelidad, el estilo elegante y decidido que Carlos Iturralde demostró en los estadios que pisó no sólo en plan de jugador, sino también en su calidad de director técnico.

Nombres y hombres aparecen en la historia de este atleta yucateco, hijo del exgobernador José María Iturralde Traconis, cuyo debut en el futbol profesional tuvo lugar en 1942 enfundado en la playera del Club Asturias.

El relato no guarda un orden cronológico, sino temático; breves y ágiles capítulos alternan reflexiones de la vida diaria con un abundante anecdotario acerca de las grandes figuras del deporte. Los orígenes del futbol en México, la fundación de los equipos españoles y el caprichoso sendero que debieron transitar sus jugadores, muchos de ellos refugiados de la Guerra Civil, para permanecer y luego triunfar en las canchas nacionales.

Pero es en la recreación de los perfiles de compañeros suyos y de ídolos de distintas épocas, donde Iturralde Rivero alcanza sus mejores momentos como memorialista.

Los retratos de Horacio Casarín, Octavio Vial, Carlos Laviada, Nacho Trelles, Antonio Carbajal, Salvador Reyes, Gustavo Peña, José Antonio Roca, Enrique Borja, Fernando Marcos, Flavio Zavala y Angel Fernández están acotados por la mesura y la admiración, por la nostalgia y el examen introspectivo, a partir de la sencillez y de un tono de humildad profundamente sincero.

En Amistad entre patadas Iturralde evade la condescendencia fortuita y, por el contrario, busca que la justicia histórica se cumpla siempre, trayendo a cuento a algunos astros que estaban en el olvido.

Equipos, jugadores, entrenadores y directivos que alentaron el deporte en el país son recuperados por la elocuente evocación que el autor hace de un tiempo y de un espacio, aunque tampoco evita el juicio crítico.

“Es verdaderamente triste y lamentable ver que algunos entrenadores se echen de enemigos a sus propios jugadores (…) En su pecado llevan la penitencia, ya que cuando comienzan los naturales tropiezos y fracasos invariablemente es el entrenador quien carga con las culpas propias y ajenas, para finalmente ser cesado”.

En este volumen, que es en realidad el partido más largo de su existencia, Carlos Iturralde jugó todas las posiciones: desde el portero que ataja el yerro, hasta el delantero que remata solo frente al arco de una sinceridad sin sombra.

Tan es así que se animó a describir el proceso que lo llevó al retiro, a colgar los tacos, según solía decirse en la jerga deportiva. Con autocrítica, reconoció que fue desbancado por el entonces jovencísimo Antonio Jasso, a quien siempre elogió por sus notables facultades físicas.

“Fui suplido por un chamaco güerito espigado al que francamente no le di importancia. Ganó el Necaxa sin mí y mi suplente dio un gran partido. El entrenador, atinadamente, repitió el cuadro vencedor y ya restablecido de mi lesión tuve que conformarme con ver el siguiente partido desde las tribunas”.

En muy pocos casos de la literatura deportiva mexicana, el lector se encontrará con la transparente franqueza con la cual el mediocampista yucateco abordó el espectáculo de su vida, dentro y fuera de los estadios. Carlos Iturralde escribió este libro por una necesidad urgente de preservar una época y para volver a sentir el arrebato de estar en una cancha, con la pelota dominada, levantando los ojos para enviarla al compañero desmarcado. Escribió porque, al fin y al cabo, el deporte reproduce el drama que día tras día padecen hombres y mujeres en el ámbito cotidiano: pequeños triunfos y enormes derrotas. Por fortuna, el futbol tiene una ventaja que la realidad no conoce: el empate.