Joaquín Tamayo
Basta con adentrarse en los primeros capítulos de La virgen murió en Chichicateopan para advertir la desbordada pasión que Raúl Prieto Ríodelaloza (1918-2003) tuvo por el lenguaje, sobre todo en los territorios de la prosa a gran escala, de la novela coral, de sedimentos polifónicos. Es más, desde el primer diálogo, desde la apertura, uno percibe la vocación de su autor en torno al vocablo preciso, redescubierto.
Hay en el cuerpo del libro un poderoso impulso lírico, una búsqueda permanente por fundir el idioma, digamos culto, con el habla popular, ambos llevados hasta sus últimas consecuencias y en aras de encontrar nuevos giros verbales, expresiones vivas, siempre con el objeto de dotar a la palabra de una singular música, de un ritmo propio, acorde con la historia relatada.
El humor, además, se da con el manejo de la ironía, del comentario socarrón, en medio de las desgracias del pueblo y de sus personajes representativos y trágicos. Esta conjunción de factores hace que el texto corra desaforado entre el fanatismo de la gente y la ridícula demagogia de sus gobernantes, que poco a poco entienden cómo, pese a sus calculados engaños, van perdiendo el control ante la sugestión y el cúmulo de supersticiones de sus gobernados.
La virgen murió en Chichicateopan tiene, a su vez, ciertos aires de novela picaresca con trama escatológica. Se mueve del encuentro amoroso y sublime, para de inmediato volcarse en un cuadro de inesperada lujuria. De la ternura al desprecio. De la indolencia a la entrega sin dobleces. De la procacidad más salvaje a la frase sentenciosa y no menos bella.
El péndulo de esta obra narrativa viaja de un lado a otro con el mismo frenesí que posee la voluble conducta humana cuando es intervenida por intereses privados, ambiciones desmedidas e hipócritas lealtades. Realista hasta la médula, la novela de Prieto Ríodelaloza es, por eso, una construcción fantástica, dominada por el absurdo de la idiosincracia de México.
Escrita a mediados de los años ochenta, aunque publicada en Plaza y Valdés en 1988, la pieza no halló mucho eco en la crítica, casi podría decirse que pasó sin llamar la atención. Le aplicaron el vacío. La ley del hielo, pues también es verdad que Prieto Ríodelaloza resultaba un espadachín bastante incómodo para las cúpulas de la cultura.
No olvidemos que se convirtió en un referente periodístico a través de su columna “Perlas japonesas”, donde solía firmar como Nikito Nipongo o, en algunas ocasiones, como el gran Doctor Keniké.
Hilarantes, provocadoras e incisivas, sus colaboraciones cotidianas desenmascaraban las farsas y los montajes, los figurados de la vida pública: gobernantes, políticos, intelectuales y artistas pasaron por la plancha de los sacrificios del mordaz y cáustico comentarista.
La batalla perpetua, su guerra íntima, la sostuvo en contra del acartonamiento de la Real Academia de la Lengua Española, a la cual condenó por su esnobismo y escaso contacto con la vitalidad del idioma que suele gestarse en la intemperie de los arrabales, de los suburbios y de las calles marginadas.
En defensa de la lengua castellana, Nikito Nipongo era un auténtico cazador de yerros y sinsentidos en las páginas de la prensa y en los discursos oficialistas. No dejaba títere con cabeza; hubo algunos, incluso, que terminaron siendo sus clientes más constantes. Sus favoritos. Y, por otra parte, daba el espaldarazo a los jóvenes aspirantes a escritores y, en general, a todos aquellos que estuvieran creando al margen del sistema. Uno de sus respaldos más notables fue hacia José Buil, entonces cronista del diarismo, que había publicado un relato sobre un evento en el Palacio de Bellas Artes en el cual describía algunas infidencias con respecto a Carlos Fuentes.
De una u otra manera, la postura de Nikito Nipongo también acabó por segregarlo del reconocimiento del aparato periodístico y cultural. No obstante, siempre contó con el respeto de sus colegas, en especial por su nutrida capacidad como filólogo e investigador.
Raúl Prieto quiso, como pocos, la exuberancia del español. Queda claro también que su imagen de hombre reacio, huraño, casi irascible, nunca estuvo por encima de su agudo sentido del humor, de su sencillez y de su discreta pero profundad generosidad personal.
En total, escribió tres novelas y poco más de una decena de libros de crónicas, ensayos y recopilaciones de sus artículos, pero con La virgen murió en Chichicateopan rebasó su propio registro. Cumplió ese empeño suyo de presentar a los lectores una novela de veras ambiciosa, moderna, dinámica, pero también de exploración verbal y de experimentación argumentativa con un ritmo frenético, ágil y casi cinematográfico.
Las escenas, por lo regular breves, no escamotean la descripción precisa, justa, a fin de crear la atmósfera del momento. De cualquier modo, hay un sentido de la contención en todo el andamiaje de la prosa: nunca una frase de sobra, jamás un adjetivo mal colocado. En estos pasajes, es decir, en estas escenas, se desplazan los personajes mientras los diálogos potencializan aún más el temperamento de esas mismas creaturas, todo ello en la medida en la que están insertos en los párrafos meramente narrativos.
Las voces de quienes ahí aparecen se alternan sin impedimento con el tono del narrador omnisciente que, de manera general, cuenta la trama en tiempo presente y solo en ciertas acotaciones se permite la narración en pasado histórico. Por encima de todo, amó el lenguaje. Como bien decía: “No hay malas palabras, solo malas intenciones”.