Cultura

José Díaz Cervera

Para decir lo que no es, hay que aprender a pensar lejos de la ausencia.

¿Cómo, entonces, se extiende una palabra en la imaginación y la desborda, rompiendo nuestra voz y convirtiéndola en una estación de nuestras manos?

Porque decir lo que no es, no es dejar de decir; no es enmudecer ni fertilizar nuestra ansiedad. Es solamente un acto de fe donde las palabras se fecundan sin otro objeto que el de sancionar nuestras miserias.

Estamos rotos. Algo escurre como un líquido aceitoso bajo nuestros sueños; una sustancia sin color y sin olor: tosca, triste, comburente. Estamos rotos, desmandados entre nuestros temores y la soledad de los espejos, buscando nuestros pies para adivinar nuestras pisadas.

De pronto, sin embargo, nos asalta nuestra sombra; nos abruma su luz y nos demora con su inocencia monstruosa, con su ignorancia. La sombra pregunta por el desierto y rompe su memoria; la sombra pregunta por la muerte y rompe su memoria; la sombra pregunta por el mar y aparece el vacío.

Entonces, repasando la desnudez, ensayamos a pensar en la muerte, pero lo hacemos –otra vez– lejos de la ausencia.

Vivimos en las orillas de las cosas.

Morimos en las orillas de la orilla.

Nos contiene una música hecha de saliva que sólo se escucha detrás de nuestra imagen cuando se refleja en la ceguera del tiempo.

Cuando abrimos las manos, atrapamos el vacío que hay en el silencio de una gota de agua.

Es mudo nuestro asombro cuando el vacío se desdice. El vacío es el temblor, la muerte, la ceniza.

Sucede que el vacío está colmado de sí mismo.