Cultura

Pedro de la Hoz

Unos echan de menos las salas de concierto y los teatros, las visitas a museos y galerías, o simple y llanamente el deseo de darse al aire libre un baño de sol o de lluvia en medio de la multitud. Otros extrañan las pasarelas en las que empresarios parecidos a panteras rugientes, diseñadores desorbitados y modelos que han hecho de la anorexia una profesión de fe, fuerzan las tendencias del consumo de lo que se calza y viste.

La enfermedad causada por el SARS-Cov-2 ha venido a trastocarlo todo y la industria de la moda no es excepción. En suspenso los principales eventos de la temporada, cierre de las boutiques de lujo, confinamiento de los protagonistas, paro del personal auxiliar; lo poco que se mueve de ropas de marca y diseños exclusivos da vergüenza proclamarlo.

En lugar de trajes que dejan al descubierto las espaldas de las modelos y de accesorios enjoyados en cuellos, brazos, orejas y dedos, el uniforme de estos tiempos es la hermética escafandra que pone a salvo a los médicos y paramédicos que luchan por salvar a los enfermos críticos de la Covid 19. Una solución práctica en varias salas de cuidados intensivos apunta a desbancar el anonimato: a la altura del pecho de las cubrebatas se lee el nombre del especialista escrito en letras rústicas de molde.

Las mascarillas cubren los rostros hasta hacerlos irreconocibles. Con todo hay quienes se las arreglan para conferirles un toque de singularidad: mascarillas que remedan los bigotes de Dalí, rayados rasgos felinos, dibujados con flores o emojis; mascarillas en la onda del pop y el arte óptico.

Personal médico y gente común en varios países quejándose de carencias de medios de protección –reflejo de la crisis de la doctrina neoliberal del sálvese quien pueda–, mientras la firma Louis Vuitton saca al mercado una mascarilla negra ornamentada con enormes dientes blancos a 85 dólares la unidad y Urban Outfiers lanza mediante franquicia una serie con la lengua de la marca Rollings Stones.

A principios de marzo, cuando se veía venir el pico de la Covid 19, el último evento francés, la Fashion Week de París hirió sensibilidades al promover las fotos de celebridades como Gwyneth Paltrow y Bella Hadid con mascarillas deslumbrantes y únicas. En países subdesarrollados duele más el despropósito: ahora mismo en Perú la empresa New Line Sports anuncia “diseños exclusivos, mascarillas personalizadas, sólo pedidos, según el diseño y el color del cliente”. Imaginen los precios.

El impacto de la pandemia se ha reflejado en las revistas de moda. Así lo cuenta un artículo en el diario británico The Guardian: “Las revistas que tradicionalmente han servido al escapismo y al glamour de sus lectores están luchando con la forma de equilibrar este papel histórico con la necesidad de no aparecer fuera de sintonía con los tiempos. Los desafíos se ven agravados por los problemas logísticos de producir imágenes bajo las reglas de distanciamiento social. ImranAmed, editor en jefe de Business of Fashion, dijo que los reportajes editoriales y publicitarios han llegado a un punto muerto. Carol Ayees, quien dirige una agencia establecida para maquilladores y peluqueros, informa que las empresas se detuvieron casi de inmediato”.

Más adelante el artículo comentó: “Otras estrategias alternativas incluyen modelos que aprovechan al máximo las habilidades de selfie en Instagram al tomar autorretratos, a menudo en teléfonos inteligentes, y fotógrafos que conviven con un cónyuge, pareja o hijo adulto que ofrecen posibilidades creativas en casa”. Ya se dice que las sesiones de fotos de moda a escala de sets cinematográficos, con equipos numerosos de asistentes, puede que nunca regresen.

En las páginas de las revistas cobran cada vez más espacio los diseños de ropas para estar en casa. Stay home se ve como una oportunidad para volver a números favorables en la industria de la moda.

La portada de Vogue, para el verano, resulta elocuente: una rosa roja. Se agradece esta muestra de sensatez y pudor. La edición británica de la publicación había planificado desplegar portada y reportaje gráfico interior con imágenes de M.I.A.

De momento han indicado a sus reporteros y columnistas redactar materiales que enaltezcan al personal sanitario. M.I.A., cuyo verdadero nombre, de procedencia tamil, es Mathangi Arulpragasam, lleva algún tiempo ganando notoriedad en el mundillo del rap en Gran Bretaña no tanto por lo que canta como por la manera de hacerse notar a toda costa. Ganó adeptos cuando encabezó una campaña para reciclar ropa en desuso, pero se granjeó una sonora repulsa al pronunciarse contra la vacunación de la población infantil. Los argumentos no pueden ser más estúpidos: las instituciones sanitarias no debían obligar a los padres a vacunar los niños, pues tienen el derecho ciudadano a la libre elección. Los editores de Vogue consideraron sería una burrada darle una tribuna a M.I.A. en tiempos de coronavirus.

Pareciera una toma de conciencia la que se desprenden de las declaraciones de Sara Maino, italiana que dirige Vogue Talents: “Somos criaturas de hábitos con una mentalidad de manada, siempre seremos influenciados por las acciones de los demás. Pero quizás este encierro global tendrá un beneficio: el estancamiento de la industria de la moda distendida podría provocar una sensación de realización en los compradores por la irrelevancia real de ser un ávido seguidor de tendencias. Es posible que hayamos aprendido, aunque no lo reconozcamos realmente, el hecho de que la vida y la sociedad como la conocemos son frágiles, que somos afortunados de tener salud, familia, hogar y comida”.

Lamentablemente está la otra cara de la moneda. La de los fabricantes de ropa, trabajadores explotados, que se rompen el lomo en las líneas de las que salen las piezas pret-a-porter. En Asia calculan graves afectaciones para los 65 millones de personas que viven de lo que se gana en las factorías, muchas de ellas paradas ante la baja de la demanda derivada de la pandemia. Para estas personas y sus familias, salud, hogar y comida se presentan como quimeras.