Pedro de la Hoz
“¿Mexicano? Por supuesto, pero me interesa todo lo que pasa en este mundo que para mí, volviendo al revés las palabras de Ciro Alegría, no es ancho ni ajeno”. Lo dijo sin ánimo de teorizar, como la cosa más natural. También dijo: “Soy un trabajador del canto. Trabajo en lo que más me gusta y creo necesario. Las canciones no se venden, se comparten”.
La conversación tuvo lugar en La Habana en mayo de 2002. Oscar Chávez había viajado una vez más a la isla antillana, en la ocasión para recibir el Premio de Honor Cubadisco, el más importante de la industria fonográfica en ese nivel. Ciro Benemelis, fundador del evento, había establecido una provechosa alianza con el argentino mexicanizado Modesto López, presidente de la editorial Pentagrama, a la que pertenecía Oscar.
Este ofreció un concierto en la Casa de las Américas. De los apuntes de aquella cita reproduzco lo que entonces escribí: “Este es un cantor irreductible. En Casa, Oscar recorrió las más diversas estaciones históricas y actuales de la auténtica canción popular mexicana, en compañía de Los Morales, trío que merece párrafo aparte por su versatilidad, virtuosismo y apego a la tradición. Nada fue ajeno al ejercicio de Oscar en su recital: corridos norteños y boleros de pura cepa, testimonios de denuncia y resistencia, coplas del buen amor, huapangos y sones jarochos, la antigua Flores negras y la filosa Siempre me alcanza la danza, que define la poética del cantor. Una poética que nos permite afirmar que el canto de Oscar es nuestro canto”.
Suscribo hoy palabra por palabra la apreciación de entonces. Puede que se corra la voz de que Oscar Chávez causó baja a los 85 años de edad, en la capital mexicana, atacado por el temible virus Sars-Cov-2. En efecto, el trovador marchó el último día de abril. Habrá que correr, sin embargo, otra voz mucho más fuerte y multiplicada para proclamar a los cuatro vientos la consistencia de un legado que nadie nos podrá arrebatar.
Sus canciones me alimentaron desde 1967. En Cuba la Casa de las Américas había convocado el Encuentro de la Canción Protesta, que compartía espacios entre Varadero y La Habana. El concepto era, para la tribu adolescente, una novedad. Cantantes que protestaban, o sea, denunciaban realidades sociales y defendían ideas políticas de avanzada, en tiempos de guerrilla y contrainsurgencia, invasiones yanquis y movilizaciones populares.
Pero pronto nos dimos cuenta de que dicho concepto reducía el espectro de los protagonistas del movimiento. Daniel Viglietti, Alfredo Zitarrosa y Los Olimareños en Uruguay, Víctor Jara y los Parra en Chile, Nicomedes Santa Cruz en Perú, Alí Primera en Venezuela, y el veterano Carlos Puebla y los entonces novísimos Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Noel Nicola en Cuba, por citar a unos pocos, abarcaban mucho más desde la juglaresca. Ya lo dijo Oscar en el diálogo que sostuvimos en 2002: las canciones no se venden, se comparten. En buena lid, se entregan; no se consumen; siembran ideas, no tonterías; van a lo hondo, no quedan en la superficie; rescatan valores, no los despilfarran; y entienden la belleza sin artificios ni maquillajes. Mucho más pertinente fue hablar de la Nueva Canción latinoamericana.
El sabía de las dificultades de hallar canales, en los marcos de la industria hegemónica del entretenimiento, para que el arte que defendía llegara a la gente. Y las venció a base de talento, perseverancia y compromiso. Sin concesiones.
Había que oírlo entonar La casita y observar la reacción del público. En uno de los conciertos que dio en el Auditorio Nacional, le acotaban con datos la actualización de los versos de la pieza. Es una obra donde la sátira política empata con un dejo de amargura. Cada vez que la escucho viene a mi mente una pintada que Alfonso Arau retrató en su filme Calzoncin inspector: “Viva la Revolución”.
En esa línea habrá que oírlo también en un álbum delicioso por el punzante humor expresado en formas musicales de puro sabor popular: Parodias políticas (1975), Allí incluyó La casita junto a otras perlas como Nocturno a un diputado y El corrido del pan y la tortilla.
Se puede pulsar la rabia contenida en Se vende mi país. Pocas coplas en América Latina resume con tanta contundencia la tragedia del modelo neoliberal que ha arrasado con recursos naturales y erosionado soberanías, “por un pinche puñado de dinero”. Pareciera una visión demasiado apocalíptica hasta que el trovador enarbola como principio: “Yo no lo vendo, no, / porque lo quiero. / Yo no lo vendo, no, /mejor me muero”. Su voz dista de ser personal, encarna la dignidad de muchos más de los que se piensa.
Otro Oscar se dio a querer, el de las cuatro canciones con versos de José Martí –la mejor para mí, La niña de Guatemala, pero ojo con la fusión de guajira y huapango de Yo tengo un amigo muerto-; las canciones esenciales de amor –quién quisiera decir al oído de la amada o el amado Por ti-; y el que con suma humildad incorporó a su repertorio piezas representativas de la tradición continental. Como el tremendo bolero Perdón, del puertorriqueño Pedro Flores, el cual en su día fue una gema en las voces de Benny Moré y Pedro Vargas.
En nuestro encuentro de 2002 sólo hubo un momento de tensión, cuando le dije que no me gustaba su celebrada Macondo. Hizo silencio y más tarde respondió: “Te pasa lo que a mí, prefiero el original (Cien años de soledad) y no la copia”.
Tocado días atrás por la muerte de su colega español Luis Eduardo Aute, Oscar escribió los siguientes versos: “Quién va a escuchar tu latido / hasta el último sonido / de tu pintura y canción. /Qué harás con el corazón / de tanto amigo querido”. Bien le caben a Oscar esas palabras en su entrada definitiva a la casa grande, la de la patria que Martí llamó Nuestra América.