Por Ariel Avilés Marín
Las antiguas ciudades griegas eran, cada una, un estado independiente. La cabeza del gobierno de cada una de ellas era un rey, cuyo dominio estaba limitado a su ciudad. Agamenón, era rey de Micenas; su hermano Menelao lo era de Esparta; Jasón lo era de Tesalia y Príamo reinaba en Troya. Cada ciudad tenía vida independiente y regía en ella la voluntad del soberano. Esta independencia indiscutible de las ciudades pervive hasta nuestros días, y ahora la conocemos como Autonomía Municipal y está consagrada en el artículo 115 de la Constitución General de la República. Las funciones de los reyes griegos, en sus respectivas ciudades, era lo más semejante a las actuales funciones de un alcalde, con una esencial diferencia, a los alcaldes de la actualidad los elige el pueblo con su voto, mientras que la corona de los reyes griegos era heredada de padres a hijos. Esta situación de funciones paralelas, entre el rey de una ciudad griega y un alcalde de la actualidad, tal parece que está causando un efecto negativo en algunos de las y los ciudadanos que están ejerciendo estas funciones en este momento; algunos de ellos se están sintiendo verdaderos reyes de su ciudad-estado.
En estos días de contingencia sanitaria, nos está tocando atestiguar, desde nuestro forzado encierro, una serie de sucesos que nos alarman profundamente. Tal parece que la tensión de la contingencia, la necesidad del aislamiento, está sacando a flote algunas pasiones, y no todas ellas positivas o loables. Así como estas contingencias sacan a relucir lo mejor de todos nosotros, como la solidaridad, la caridad o la empatía más profunda; así mismo, las cosas más obscuras y negativas, también se hacen presentes en la comunidad con resultados verdaderamente pavorosos. ¡Qué triste es ver al hermano contra el hermano, al hijo contra los padres, al discípulo contra el maestro! Y más alarmante aún es escuchar las razones que se esgrimen y tratan de justificar estas irracionales actitudes. Ahí están, como ejemplo, las agresiones a los trabajadores de la salud; y no realizadas por gente de baja condición social, sino por gente de clase acomodada, gente con estudios, gente de la que no se debería esperar estas acciones; mas, como dijo Galileo: “E pur si muove”. Ahí tenemos a una elegante señora que baja de un coche lujoso, para arrojar café hirviente a una doctora que está abordando su coche, a la salida de muchas horas de fecundo trabajo por la sociedad. ¡Más que lamentable!
Uno piensa que está ante noticias que más corresponderían a la Edad Media, que al S. XXI. En vez de organizar alguna acción solidaria con los enfermos, nos enteramos de que en una localidad del interior del estado, la comunidad quiere quemar a los afectados. Como si de la ejecución de una sentencia del Santo Oficio de tratara. Los ejemplos negativos se multiplican día con día, y son muy pocos los que, como Antonio Osorio, van arriesgando su vida todos los días por sus semejantes. Estos sucesos nos hacen perder la fe en la humanidad, y eso es muy grave. Entre las acciones negativas, y además ilegales, nos merece atención especial las de algunos alcaldes, que van de leves a muy graves. Por aquí y por allá, van surgiendo desatinos como levantamiento de muros de piedra en los caminos de acceso a una población, filtros de entrada a otras, anuncios de estados de excepción, toques de queda, y otras lindezas; decisiones tomadas sobre un desconocimiento de las leyes de este país, de las funciones señaladas a un alcalde por las leyes correspondientes a sus funciones y, lo más grave, que reflejan el concepto que sobre su persona, sus responsabilidades y los límites de sus atribuciones tienen los primeros ediles de las comunidades. ¡Y están totalmente equivocados!
Nuestros señores alcaldes, se nos están erigiendo en verdaderos reyes de sus ciudades-estado, como si en la antigua Grecia estuviéramos viviendo. Olvidan que, entre el ciudadano y las autoridades, la ley marca una profunda y esencial diferencia. El ciudadano común y corriente puede hacer todo aquello que la ley no le prohíba; en tanto que cualquier autoridad, del nivel que se trate, sólo puede hacer lo que la ley le permite expresamente. ¡Escuchen, señores alcaldes, por favor!: ¿Qué necesidad hay de repetir incansablemente LA REPRESIÓN NUCA HA SIDO SOLUCIÓN DE NADA? Además, alcaldesas y alcaldes, tienen pendiente una lectura obligada, una aleccionadora obra de Lope de Vega: Fuenteovejuna. El aguante y la tolerancia de un pueblo, también tiene sus límites, no tensen la soga por encima de su resistencia, porque siempre se revienta por lo más delgado. Y la comunidad unida no lo es. Tenemos trágicos y sangrientos ejemplos en nuestra historia local, la mal llamada “Guerra de Castas”, la más impactante.
Durante el Porfiriato, el llamado “Jefe Político”, opacó la figura de los alcaldes, y su erección partió de una decisión unilateral del dictador. La Revolución Mexicana devolvió a los alcaldes la plenitud de sus funciones, de sus funciones, no de sus decisiones sin sustento legal; hay que señalar la diferencia. En muchísimos municipios del interior del estado existen personas que muchas veces han sido, y vuelto a ser, alcaldes de sus comunidades; esta permanencia, en ocasiones, por la costumbre del ejercicio del poder los va asumiendo en verdaderos patriarcas de su comunidad y van perdiendo objetividad en el ejercicio de sus funciones; aunque en muchos casos los impulse una buena intención, pero la tratan de imponer sobre el criterio y sentimiento de su comunidad. Los acontecimientos recientes, en algunas comunidades, nos hacen temer el peligroso retorno del patriarca, personaje que nuestra historia nos muestra totalmente rebasado y enterrado. Nadie puede hacer girar al revés la rueda de la historia. ¡No es posible ni deseable, el retorno del patriarca!