Cultura

Música en el Quirinale por las víctimas de la pandemia

Pedro de la Hoz

En vísperas de la Fiesta Nacional de la República Italiana (2 de junio), la sede estatal del Palacio Quirinale fue testigo de un acto cultural conmovedor: el concierto de homenaje a las víctimas de Covid 19 en una nación devastada por la epidemia.

La solemnidad del momento, difundido por la radio y la televisión públicas, estuvo signada por la atmósfera austera prevaleciente a la caída de la tarde en los jardines de la edificación, las distancias entre los músicos de la orquesta del Teatro de la Opera de Roma con sus rostros resguardados por mascarillas, y la presencia de un único espectador en el público, el presidente Sergio Matarella, quien antes de comenzar el concierto dirigió un mensaje a la nación acerca de los retos impuestos por la pandemia en el orden material y moral y la necesidad de apelar a la unidad de los italianos para restaurar el tejido social, económico y cultural.

A cargo de la encomienda estuvo el maestro Daniele Gatti, experimentado conductor titular de la Opera de Roma, con una selección que ilustró el poder evocativo y sanador de la música, mediante un exigente repertorio ajustado a las circunstancias –sólo una parte de la sección de cuerdas– y al propósito de la velada.

En punta, Adagio y fuga en do menor K. 546, de Wolfgang Amadeus Mozart, partitura datada en Viena el 27 de junio de 1788, en la cual el precoz genio salzburgués retomó en su segunda parte una fuga para teclado escrita en 1783.

Es increíble que alguien haya podido concretar tanta elevada música, consagrada por la posteridad, en medio de apremios asfixiantes como los que Mozart padeció en el verano de 1788. Si sólo se tratara del adagio y fuga, hablaríamos de excepcionalidad, pero nos estamos refiriendo a un período en el que, luego de asistir al estreno vienés de la ópera Don Giovanni, salieron de su talento privilegiado la Sinfonía no. 39 y una sonata para piano, y presumiblemente comenzara a esbozar la Sinfonías no. 40 y 41.

Endeudado, sin encargos jugosos, ni suscripciones favorables a sus obras, Mozart pidió auxilio a un hermano masón para que le ayudara a pagar el alquiler de la vivienda donde moraba con Constanza y la pequeña hija. Algún que otro investigador ha abierto un signo de interrogación en cuanto a la motivación de Mozart para rescatar, con nuevo empaque, una pieza suya anterior o revivir las lecciones de estilo aprendidas de Bach y Handel –compositores a los que estudió muy bien para dar el salto hacia la madurez–, pero en realidad no hubo misterio. La rápida escritura de la pequeña obra maestra estuvo compulsada por la oportunidad de responder lo más pronto posible a la petición del editor Franz Anton Hoffmeister, que la publicó antes de finalizar el año y pagó por ello.

Gatti fue consecuente al incluir en la ofrenda el Concierto no. 11 op. 3, de Antonio Vivaldi, ejemplo de la altura alcanzada por el preste en el manejo del concerto grosso en la escuela barroca veneciana. La partitura integra la serie publicada en 1711 en Amsterdam bajo el título L’ estro armónico, contentiva de doce conciertos. El undécimo sigue siendo una opción audaz por la intensidad de su textura y el empuje melódico, al margen de que un oyente informado sepa lo que significó en su época al dejar atrás el modelo fijado por Corelli para este tipo de composición.

Asimismo, el director pensó bien al asumir una pequeña pero emotiva obra de uno de los grandes autores operísticos de Italia y el mundo, Giacomo Puccini. El autor de Tosca, La boheme y Madama Butterfly escribió en una noche de enero de 1890 un cuarteto de cuerdas al que puso por nombre Crisantemi (Crisantemos), golpeado ante la noticia del repentino deceso del segundo hijo del rey Víctor Manuel II. Como quiera que por esos días componía otra de sus paradigmáticas óperas, Manon Lescaut, estrenada tres años después, aprovechó el cuarteto para colocarlo como música de fondo en el momento de la muerte de la protagonista.

Dos nombres de la modernidad musical europea figuraron en el concierto, el vienés Anton Webern y el estonio Arvo Pärt, con Langsamer Satz (literalmente, Movimiento lento) y Canción de Silouan, respectivamente. La primera no es desconocida para las audiencias habituales, que no dejan de ponderar la emoción contenida en una obra tonal de un autor que en la segunda década del siglo pasado –la partitura fue escrita en 1905, al conjuro de una ilusión amorosa– practicó la ortodoxia dodecafónica bajo el influjo de su maestro Arnold Schoenberg.

La pieza de Pärt es de una parquedad sobrecogedora en sonidos y silencios. Al estonio lo asocian al minimalismo, pero pienso que escapa a cualquier tópico. Retirado por una temporada del mundo, prácticamente ejerciendo de manera voluntaria un voto de silencio, Pärt descubrió su nuevo lenguaje musical. Como él mismo notó, su composición se convirtió en un acto sagrado: “Tuve que sacar esta música del silencio y el vacío”, dijo. A ese espacio invita la Canción de Silouan, inspirada por un texto de Staretz Silouan (1866-1938), monje del monasterio de San Panteleimon en el monte Athos.

Para cerrar, Johann Sebastian Bach, piedra sillar de la música occidental de concierto, con una de sus más entrañables obras, el Aria de la Suite orquestal no.3 BMV 1068. Solemne y de una íntima grandeza, deja en el espíritu un estado de gracia duradero. Como el que palpita en todo ser humano que anhela que la nueva normalidad sea mucho más que la derrota de la enfermedad y nos compulse a reformar la vida en nuestras sociedades.