El pasado 19 de enero se conmemoró la fecha en que uno de los maestros de la literatura universal, Edgar Allan Poe, cruzó el umbral hacia este mundo. Figura emblemática del romanticismo estadounidense, más crudo y mórbido que el del europeo anhelo de la unión humana con el absoluto, creó personajes que padecían el terror desde dentro. La corriente en Europa, sin embargo, no estaba exenta de patetismo.
Es bueno ponernos en contexto respecto al Romanticismo europeo en general. Cito in extenso a Francisco Javier de la Plaza: «A menudo considerado como una tendencia posterior al Neoclasicismo, el Romanticismo se origina casi simultáneamente y se desarrolla luego en buena medida como su contrafigura, como una reacción contra los ideales de la Ilustración. Surgido con mayor fuerza en los países del Norte, sobre todo en la Alemania aún no unificada, se extenderá rápidamente por Europa y América. El Romanticismo potenciará el amor a la Edad Media, especialmente la gótica, la reivindicación de las tradiciones populares y las peculiaridades locales, la libertad del creador, el genio individual, la primacía exasperada de los sentimientos, de los sueños, de la pasión, la contemplación de la naturaleza como una fuerza desencadenada, la nostalgia de lo infinito, lo lejano, lo sublime, lo enfermizo, a veces hasta lo macabro, la ruina, el fragmento» (2002; p. 95).
Se estipula entonces, ante todo, una heterogeneidad del pensamiento que encontrará sus manifestaciones en todo ámbito de lo artístico, así como de lo político e inclusive de lo social.
El punto de quiebre con la razón ilustrada inicia en dos momentos: la declaración de la autonomía de su carácter (desprendida de cualquier autoridad que haga su propósito inauténtico) y la crítica venida de ella misma. Ambas situaciones las protagoniza Kant (Berlin, 2000). La coordenada que prefiero ilustrar aquí está en Lo bello y lo sublime:
“Si en un ser que tiene razón y una voluntad, fuera el fin propio de la Naturaleza su conservación, su bienandanza, en una palabra, su felicidad, la Naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la criatura para encargarla de realizar aquel su propósito”. (Kant, 2016; 87)
Si no es la razón la guía apropiada, pero queda la voluntad, el camino será resultado de un enérgico momentum. ¿Cómo ha de irse a la naturaleza ahora, si no hemos de observarla protegidos por un cristal? Kant ofrecerá, ante todo, un descanso parecido al agnóstico. Aunque la razón sea llevada a sus límites, nunca hallaríamos «fundamento alguno significativo para suponer un ser antepuesto a todas las causas de la naturaleza, un ser del que, a la vez, pudiéramos decir con motivos suficientes que tales causas dependían de él en todos sus aspectos» (2014; 592). La puerta a lo incomprensible mediante el intelecto queda abierta. Las consecuencias se verán reflejadas a partir de entonces y hasta nuestros días.
Los alcances de lo humano sienten la potencia de su multiplicación durante estos periodos románticos –conviene, consensan los autores y autoras al intentar categorizar este movimiento, hablar de ‘romanticismos’, puesto que se desarrolla de distintas maneras y a partir de diversas causas a lo largo y ancho de los países europeos–. La imaginación, el genio y la naturaleza se reconvierten a la luz de la emotividad, matizada hasta cierto punto de frialdad en los estrictos márgenes de la Academia. Los ideales de la Ilustración, basados primordialmente en el uso de la razón para la representación y elucubración del ámbito humano, tendían hacia lo moralizante. La figura del erudito será prontamente contrarrestada con la del bohemio, un punto y aparte de la sociedad mojigata (Voltaire significó apenas un fingimiento en muchas ocasiones). El humano romántico quedará ensimismado en todo un mosaico de liberaciones, entre ellas, el de la emotividad rampante, el del amor desbocado que, muy a menudo, se encuentra con otra situación límite de la vida: la muerte.
En este ambiente, el desarrollo de nuevas formas literarias resultó ser el medio idóneo para emancipar un estilo de narración propio, así como para explorar los límites de la búsqueda romántica cuando se encuentra, finalmente, ante el objeto de su deseo, como lo es la consumación de un amor absoluto. Las cuitas del joven Werther visibilizan una importante reformulación estética del género epistolar, donde, aunque se conserva gran parte de su estructura, diversos cambios en la asimilación del texto son desarrollados en coherencia con el pensamiento romántico en formación hacia el final del siglo XVIII. Desarrollemos brevemente esta idea.
Para cuando el Sturm und Drang (‘Tormenta e ímpetu’, un movimiento artístico precursor del romanticismo, destacado por la exacerbación de la emotividad frente a la horma del racionalismo neoclásico) pone las manos sobre la epístola como género literario, un sentimiento de subversión de las formas clásicas estaba en vías de consolidarse. La carta como una forma clásica implicaba mecanismos de apelación bien específicos, en los cuales el destinatario y el emisor están siempre determinados y enunciados con claridad, dotando el canal de comunicación de solidez, sin resquicios para la pausa reflexiva y dramatizada –así como la tensión y cierto grado de misterio– que tan visible encontramos en Las cuitas del joven Werther.
Pocos personajes literarios han sufrido tanto como el joven Werther. La famosa obra de Goethe vería la luz en 1774, en el seno del Sturm und Drang y como parte de la búsqueda de una nueva y briosa expresión literaria, ad hoc con el sentimiento de crisis del colectivo europeo, absoluto en apariencia y dramático y desgarrador en la práctica (Lacoue-Labarthe, 2012).
El cambio drástico en la apreciación del género tiene que ver con la afrenta del movimiento encabezado por Goethe, esa contra la norma racional impuesta a la escritura. Dicho de otra manera, el Sturm und Drang reacciona «contra el orden institucional, a raíz de su rechazo al extremado afán de normativización en la construcción, clasificación y recepción de los textos» (Krasniqi, 2014; p. 42). Pero la estructura epistolar seguirá siendo identificable como tal en la producción literaria romántica, iniciada con Goethe y llevada a sus últimas consecuencias técnicas, probablemente, con el Frankenstein de Mary Wollstonecraft. Que sea posible discernir con claridad una novela-epistolario se debe a que:
“lo que no cambia es la estructura del género, considerada como clásica, por razones históricas, pero cambia el estilo, porque también lo hace el sujeto histórico y (a consecuencia de ello) algunas funciones sociales de la carta. Se proyecta en ella el discurso del sujeto liberal, que representa una temporalidad nueva. Así, la carta como género, discursivo y literario, representa una continuidad histórica” (Krasniqi, 2014; p. 258)
Así, lo que se pretende es más un equilibrio entre la estructura apelativa de la epístola y la posibilidad de contener en ella las perspectivas del nuevo individualismo romántico. La anarquía romántica no es total. Esta relación simétrica entre forma y propósito llegará mediante dos factores fundamentales, uno de ellos vinculado al ámbito de lo social, que integran la epístola al abanico de lo literario: el aumento de recursos literarios (o «literaturización») en el contenido de las cartas y una revaloración del carácter privado de la correspondencia para ser pensada como un texto abierto al público (Krasniqi, 2014).
Al concebir la privacidad de la carta como una obsolescencia clásica, la epístola debió responder a las nuevas necesidades de interpelación. Habría ahora un emisor para múltiples destinatarios. El espectro de la comunicación textual debió ampliarse significativamente para subsistir. Cambia entonces el interlocutor, por lo que el canal comunicativo debe adecuar sus posibilidades al nuevo propósito. Un canal optimizado –en esta ocasión, uno escrito, literario– deviene en mayor número de posibilidades discursivas. Aquí se encuentra la base del fenómeno social que suscitó la obra de Goethe. Encontraremos en las epístolas de Werther, por ejemplo, meditaciones prolongadas, intercambios de destinatarios y relaciones de otros sucesos y documentos como parte de la narración principal, prácticas un tanto insondables para el sentido convencional de la carta, mecanismos que potencian el mensaje que llegó a los lectores en un tipo especial de intimidad espontánea.
Recordemos que el desarrollo de esta novedosa relación epistolar entre emisor-receptor queda intercedida por el espíritu romántico que adviene ya en el siglo XVIII, desde el cual los artistas «se desilusionaron del mundo y lo representaron como un paraje irracional donde era imposible en principio encontrar una solución» (Berlin, 2000; p. 96). Algo muy relevante en el rumbo a observar las cualidades características de la epístola romántica es nada más que lo siguiente: «El texto es un producto artificial proveniente de una realidad: el sujeto» (Krasniqi, 2014; p. 126).
El romanticismo dota de energía necesaria a los artistas para rehabilitar el género de la carta con diversos elementos discursivos, pero es también la condición para fincar su carácter narcisista e histórico (Krasniqi, 2014). Por ello, el destinatario de las cartas románticas pierde relevancia frente al supuesto emisor, y más aún con respecto al mensaje. Puede omitirse en el texto casi por completo a quien recibe las cartas a la vez que ellas cobran un alto grado de apelación. Se concibe una retórica que favorece únicamente a quien enuncia. La falta de una responsiva a las epístolas, en Werther, por ejemplo, convierte un supuesto diálogo bipartito en una «conversación entre ausentes» (Krasniqi, 2014; p. 268). El sujeto romántico habla con frecuencia al vacío. Las cartas a menudo estarán, así, más próximas a la confesión que como parte de un diálogo activo entre dos partes.
La carta de Werther fechada para el 20 de diciembre es un ejemplo significativo de esta conversación entre ausentes:
“Agradezco, querido Guillermo, que tu amistad haya entendido tan bien lo que yo quería decir. Tienes razón; lo mejor que puedo hacer es irme […] sin duda era mi destino apesadumbrar a las personas a quienes hubiera querido hacer felices. Adiós, mi queridísimo amigo; el cielo ponga en ti sus bendiciones. Adiós”.
En dos aspectos se conforma la ausencia de la epístola romántica: la ausencia de un interlocutor que de hecho añada su perspectiva al desarrollo de la diégesis, una ausencia textual, y otra que se desprende del malestar del individualismo romántico («individualismo significa polemismo, externo e interno, y ese polemismo invita a rendir cuentas de la responsabilidad personal» (Beltrán, 2017; p. 234), una indeseada consecuencia de la intensidad que no es otra cosa más que la ausencia de resoluciones y un estado perenne de crisis.
Combinadas estas características, se adquiere una epístola con un intenso contenido reflexivo, donde gracias a la falta de un interlocutor explícito, el personaje romántico, individualista, se enfrenta a sí mismo rumbo a un destino normalmente fatal. Un ejemplo vistoso es la carta del 15 de noviembre, donde se mencionan consejos que nunca leemos, de un personaje que no conocemos más que por mención, y al joven Werther confrontado con las consecuencias de sus decisiones:
“Te agradezco, Guillermo, por el interés que manifiestas y por los buenos consejos que me das; pero te ruego que no te alarmes, que me dejes encarar la crisis. A pesar de mi abatimiento, me siento aún con fuerza para llegar al final”.
Aún en el plano de la ausencia, detengámonos una vez más en cómo el joven Werther interactúa con sus propias vivencias. En el apartado ‘Del editor al lector’, donde gracias a la ruptura del estilo epistolar se adquiere una perspectiva desde la tercera persona, damos una panorámica general del sentimiento trágico del protagonista, aunque sin desprendernos de él por completo:
“Durante el camino sus pensamientos tomaron este sentido: “¡Ah!”, se decía, apretando los dientes; “he ahí rota esa unión, tan íntima, tan cordial, tan auténtica. ¿Qué ha pasado con aquel tierno interés, con aquella confianza tranquila que se antojaba inalterable? Hoy es sólo hastío e indiferencia. El más pequeño asunto interesa a ese hombre más que su mujer. ¡Una mujer tan adorable! ¿Pero sabe él apreciarla? ¿Sospecha remotamente lo que vale? ¡Y ella le pertenece, es de su propiedad! ¡Oh!, lo sé de sobra. Debía haberme acostumbrado ya a esta idea y, no obstante, me desespera y acabará por darme muerte”.
Un momentáneo alejamiento de la perspectiva de Werther permite al lector concebir la ausencia en el doble plano que mencionamos hace algunos párrafos, que opera aquí bajo la permutación de interlocutores (ahora es el editor quien habla directamente al lector, ordenando los textos de Werther, y no ya el propio Werther emitiendo textos a Guillermo). Hay ausencia de un interlocutor partícipe de la historia (el interlocutor sólo es mentado), y hay también ausencia de resoluciones para el malestar del protagonista. Esto es un elemento utilizado previamente en la obra de Goethe, por ejemplo, en la carta del 20 de enero de 1772, cuando el destinatario es Carlota (pero ella no está presente. Sólo es enunciada). Por lo demás, se trata de una carta más próxima a la confesión que a la relación de hechos:
“Necesito escribirte, mi querida Carlota, aquí en un rincón de una posada de aldea, donde me refugié para escapar de una tempestad […] social y soñamos horas enteras con una felicidad pura, en medio del campo. ¡Ah! ¡Cuántas veces, Carlota, la he forzado a admirarte! ¿Forzado? No: su admiración es auténtica. ¡Tiene tanto gusto en oír de Carlota! ¡La quiere tanto! ¡Oh, si yo estuviera sentado a tus pies, en aquel gabinete seductor y apacible, con los niños corriendo alrededor nuestro! Cuando te molestara el ruido, les reuniría y los haría guardar silencio contándoles algún cuento pavoroso. El sol desciende con majestuosidad detrás de las colinas llenas de nieve; la tempestad ha terminado, y yo… debo regresar a mi jaula. ¡Adiós! ¿Está Alberto a tu lado? ¿Qué digo? Dios perdone mi pregunta”.
El alejamiento de la perspectiva individualista del personaje principal, en el caso del apartado ‘Del editor al lector’, así como el cambio de destinatario en la carta del 20 de enero, nos permite observar de mejor manera el tono confesional de sus contenidos. Confesiones, además, cargadas de arrepentimiento y de abnegación, motores últimos del suicidio de Werther, un sujeto romántico llevado al límite de la escisión entre su deseo y la templanza de sus actos. Explica Beltrán Almería:
“En la confesión o rendición de cuentas no hay héroe ni autor. Están fundidos en uno […] para crear esa escisión entre su yo yo-en-el-pasado y su yo-ahora necesita de la presencia de otro, un juez, el juez que habría de juzgarme como yo me juzgo”. (2017; p. 232)
La presencia de este juez, que hemos de entenderlo como el interlocutor del personaje dentro del texto, como hemos dicho, es latente, pero difusa. A veces es Guillermo; otras tantas, Carlota, la señorita de B., o el texto de Ossian (en una relación más simbólica). Sin embargo, todos estos interlocutores no hacen más que añadir espacio a la construcción del sentimiento trágico al no interceder activamente en el desarrollo del personaje protagonista. El flujo de pensamiento de Werther –elemento posibilitado gracias a la reinterpretación del género epistolar– adquiere mayor relevancia gracias a una epístola caracterizada por conformarse unilateralmente, y es él el protagonista indiscutible de un drama que inaugura una modernidad en constante conflicto consigo misma.
En suma, digamos que la epístola romántica se manifiesta con el mismo rostro de formato fechado, pero sufre cambios profundos que tienen su origen en la renovada concepción del individuo. Centrada en sí misma, la carta queda posibilitada para integrar elementos heterogéneos que contribuyan a la construcción de un personaje espontáneo, que se defina en clara oposición a lo que le disgusta (como lo es la templanza de Alberto, o la labor monótona con el embajador), y oriente el rumbo de sus acciones hasta la última consecuencia. Si el interlocutor que responde a las cartas es removido, es por el favor hecho a la expansión estética de un formato que ya era íntimo. La intimidad, sin perder su formato, tan idónea y oportuna para el momento histórico de la introspección, se vuelve pública: una maravillosa condición paradójica que da lugar a narraciones igualmente adversas, como la de Werther. La epístola romántica es, pues, una forma muy exquisita de voyerismo.