Dormir de un lado predilecto. Desde que tengo memoria duermo siempre del lado derecho, con mi cabeza sobre el brazo, mirando hacia el sur. Nunca supe si prefería dormir en esa posición para soñar mejor o para no soñar. Lo cierto es que, a veces, soñaba cosas que al día siguiente no sabía cómo contar. Muchas veces, en mis sueños, aparecían animales que me daban miedo o me gustaban mucho. Digo que me gustaban por no decir que me causaban extrañamiento; quería saber las razones detrás de sus acciones, lo que veían o no, antes de generar sus estrategias de supervivencia o de ataque. En ese entonces tenía las enciclopedias de casa de mi abuela y, en ellas, resolvía las dudas que me surgieran sobre esas cuestiones o cualquieras otras. Sin embargo, ahí nunca pude encontrar la manera de explicar cómo los sueños me construían mientras el mundo estaba en pausa.
Descubrí la literatura cuando en lugar de salir a jugar con mis vecinos me quedé adentro de la casa, mientras mi abuela tomaba el fresco en la puerta. Ella solía escuchar discos de gente que recitaba poemas memorables, trágicos; el primer poema que recuerdo haber escuchado fue “El seminarista de los ojos negros”. Sin darme cuenta, un día ya estaba diciéndolo por lo bajo mientras hacía cualquier cosa. Comencé a buscar más poemas y entonces fue cuando encontré que algunos autores escribían sobre las cosas que soñaban de esa forma y quise intentarlo. Escribí poemas, los primeros, sobre los animales que aparecían en mis sueños: lobos, peces, pájaros. Sin embargo, a pesar de todo, los sueños y los animales son cosas que nunca se terminan de entender ni de explicar. La escritura, en este sentido, representa una posibilidad de explicarme todo lo que sin ella no podría o no quisiera entender.
Un día, cuando era adolescente, leí un verso que a la fecha llevo a todas partes: “tengo en mí todos los sueños del mundo”. A lo largo de Tabaquería, de Álvaro de Campos que a su vez es Fernando Pessoa, descubrí que hacer poemas se parece mucho a la adivinación, una suerte de instinto con miras a la supervivencia de la realidad, que a ratos nos aplasta. Diría Huidobro que “un poema es una cosa que nunca es, pero que debiera ser”. Así los sueños y los poemas se hermanan en la eterna posibilidad que lo objetivo permite como una ruptura o un descanso. La escritura de lo que sea se nutre de ambas cosas, al igual que los sueños que nos asaltan, quizás de formas menos esperadas que antes.
Cuando comencé a escribir la poesía significaba la forma en la que prefería para explicarme cosas; con el paso de los años se ha vuelto la única forma en la que puedo hacerlo. En mi vida la poesía es necesaria para la supervivencia, decía Rosario Castellanos. El pulso por sobrevivir es lo que nos hermana con esos otros animales que habitan el mundo. Igual y la poesía no es nada que pueda cubrir nuestro cuerpo o nuestra casa frente al desastre que representa la realidad, pero es algo que sostiene, más allá de lo humano, lo vivo dentro de nuestro cuerpo. El animal dentro del animal: nuestro corazón.
Para soñar las cosas no se requiere el sueño, sino el seguimiento del instinto del animal que nos habita. Escribir es la traducción de lo que soñamos sin la necesidad de estar dormidos. Hacer, con las palabras, lo mismo que el pájaro hace cuando construye un nido: un lugar para el refugio de lo que somos, en donde nuestro animal pueda extender su vulnerabilidad sin algún temor. En suma, escribir es construir un hogar para el animal que sueña mientras habitamos el mundo. Sin embargo, la escritura no se ciñe únicamente al instinto de conservación y de refugio; los animales también cazan, atacan, se defienden de lo que amenaza su tranquilidad. En un discurso Raúl Zurita dice que la poesía, yo cambiaría hacia la escritura, nos hace llegar al fondo de nosotros mismos: a nuestras zonas de luz pero también a nuestras zonas de odio, violencia y crimen. Somos animales prismáticos y la escritura significa la descomposición de nuestras caras luminosas y ensombrecidas.
El ejercicio de la escritura, en este sentido, tampoco es luminoso todo el tiempo. Es muy fácil juntarse con otros, deslegitimar el ejercicio de los que piensan diferente. Es fácil cerrar los círculos para los que vienen después o tratar de engañarlos para que se queden dónde están: darles la mano pero ponerles el pie cuando apenas inician. Es fácil vivir de viejas glorias y establecerse en una aparente legitimidad.
Celebrarnos como escritores, poetas, cuentistas, por ejemplo, me parece egoísta. Uno no puede decir soy esto, porque el ejercicio de la escritura no se realiza en la necesidad de vanagloriarse sino de reconocerse vulnerable ante las circunstancias. Más allá del género que se escriba, la escritura es un lugar para que nuestro corazón se reconozca en toda la vulnerabilidad, en su instinto de conservación o en su instinto de ataque, de resistencia ante las condiciones opresoras del espíritu humano. Decirse poeta, escritor el uno al otro es sólo una mentira que socialmente queda muy bien.
La escritura es otra cosa que, aunque debe socializarse, no exige motivo de festejo social. Escribir, es ante todo, un acto de resistencia, de recreación, de creación y, en cuya misma práctica se inserta la celebración y la denuncia. Ejercer la escritura como un oficio es una responsabilidad para quien lo hace. Sin embargo, la ocasión que nos reúne a este encuentro, es la escritura misma. Nos reconozcamos o no en las escrituras ajenas, lo que sí me parece un motivo para celebrar es el puente que tiende la escritura con el otro. El animal que habita nuestro cuerpo se mira de frente con los otros y nos sabemos ciervos, aves, lobos, peces, animales que sueñan a veces y tratan de explicarse lo que sucede en sus íntimos ecosistemas. La escritura nos une a los otros y, en una bella contradicción, nos reafirma como personas. La escritura nos desdobla hasta ese fondo de prismático animal que todos tenemos adentro del corazón. En este sentido, prefiero decir que antes que escritora, poeta o Irma, soy un animal que sueña y que sólo trata de explicarse el mundo y sobrevivirlo por medio de la escritura.
Reunidos aquí, todos nosotros, al final del cuerpo, corazones animales, celebremos este puente que nos ha tendido la escritura para encontrarnos. Celebremos siempre, pues, que la escritura nos permita avanzar sobre su intuición adivinatoria hasta el día que, inevitablemente, tengamos certidumbre de las cosas. Sólo el día que hayamos entendido todo lo de nuestro adentro y lo de nuestro afuera, quizás escribir ya no nos hará falta. Y dejaremos, entonces, que otros animales llenos de asombro nos cuenten todos los sueños del mundo contenidos dentro de su corazón.
Isabel Cetina Castillo
Inició todo en febrero de 2020. Había rumores sobre la llegada de un virus al país, algunos medios comentaban que no era tan grave, mientras que otros, hablaban de su alta capacidad de contagio y mortalidad. En medio de ese ambiente de desconfianza recuerdo un momento específico: abordar un camión por la tarde, después del trabajo, y con el sopor del cansancio del día, el transporte era acompañado por las noticias en la radio enumerando casos, ciudades y medidas de precaución. Todos y todas para esas fechas comenzábamos a usar mascarillas, aunque hacía unos días que se debatía su uso, si era eficaz para proteger o no. Mi imprudencia hasta antes de la pandemia era tocarme el rostro con una frecuencia relativa, recién tomaba conciencia de ello y muchas veces me descubrí controlando ese vicio de sentir mi piel.
Hacía unos días que el estruendo del feminicidio de Ingrid Escamilla teñía de sangre al país (desgraciadamente un número más en las cifras históricas que nos hablan de otra guerra, la que se hace para mantenerse viva en este país), quien fue brutalmente asesinada por su pareja y luego fue revictimizada en redes sociales cuando se compartieron las dantescas imágenes de su cuerpo inerme y lleno de sangre. Qué sordo, qué violento se vuelve el mundo, qué insensible, qué loco y vacío. Entre pandemias invisibles y pandemias cotidianas.
En medio de incertidumbre, escenarios del fin del mundo con gente comprando gel, cubrebocas y voceos en las calles que nos pedían quedarnos en casa. No dimensionaba lo que estaba por ocurrir: atrincherarnos en nuestros hogares, como en un bélico escenario, esperando un bombardeo, nos descubrimos. El escepticismo nos embargaba, un ambiente de ensoñación e incredulidad ¿Así se siente vivir un hecho histórico monumental? La dimensión de la distancia comenzaba a adquirir su peso real, pero, tras las muertes de amigos queridos se hizo real. El virus estaba presente, el virus se llevaba a nuestros amores, se llevaba parte de nuestra vida. Se llevaba la normalidad, el abrazo, la economía, la esperanza, el mundo como lo conocíamos y con ello, gran parte de nuestras tardeadas, salidas a tomar un café, a leer un libro o un poema en la tertulia.
La salud mental se convirtió entonces en un tema de grave envergadura. Más ahí de saber que era necesario cuidarnos se volvió el malestar crónico de la desesperanza. La soledad cuando es impuesta y no auto recetada trae grandes dolencias para el corazón y para la mente. Ante ello, como una puerta de salida, re apareció el arte, re aparecieron las letras, como un sendero que conectaba de pupila a pupila, dos vidas, es decir, dos islas, una a cada lado quizá de la calle, del vecindario, de la ciudad o incluso de país a país. Y así, en medio de un mundo que se virtualizaba a causa de las distancias necesarias, re descubriría el arte de escribir, el arte de leer, el arte de rescatarme ya sea a través de un poema, una carta o un cuento. Viviendo quizá, no lo sé, todo aquello que ya no podría vivir en quien sabe cuánto tiempo o dejando testimonio de mis días. Encontrando en la hoja en blanco un confidente, un testigo de mi existencia, un panfleto o cartel de protesta, un remanso de paz, un paisaje, un corazón.
Y descubriendo también que cuando se tiene por necesidad el escribir no existe otra manera de vivir sino a través de nuestras palabras, de nuestra vida. Tantas veces me encontré respirando de esa manera que aprendí a reconocer mi medicina-palabra.
¿Cómo sanar al mundo con las palabras? ¿Cómo sanar a un mundo herido de enfermedades, necesidades y guerras invisibles? Sólo escribiendo para sanar las heridas propias, sólo se puede sanar al mundo cuando estamos soñando con una realidad que no se ha inventado. Los mundos justos se sueñan primero. El arte se convierte en arma de guerra ante el conformismo y la palabra en su principal armamento para conectar voluntades.
La resiliencia aparece como esa voz dulce que nos dice que todo, esta pandemia y oWtras más, pasarán y el corazón, con que se hace esta hoguera, permanecerá en estas letras inconformes y llenas de amor.
¡Qué escribir sea siempre la medicina que sane al mundo y al que escribe!
¡Feliz día del escritor y la escritora!
Muchas letras, mucha vida.
Ricardo Guerra de la Peña
Lamento no poder acompañarles de manera presencial por razones pandémicas, pero quiero creer que soy un poco menos aburrido por este medio.
Durante el confinamiento estuve escribiendo mi primera novela. El verdadero motor creativo fueron las fechas límites de la beca para las entregas y el miedo constante de que, en algún momento, los tutores descubrieran que era un impostor.
Antes de la pandemia escribía sentado frente a mi computadora en completa soledad. Durante la pandemia continúe escribiendo solo y frente a mi computadora, así que no hubo nada respecto a este fenómeno que modificara mi proceso creativo. Quizá solamente el hecho de ya no poder trabajar en cafeterías, como a veces solía hacer, pero fue algo que solucioné poniendo sonidos de cafetería de fondo en mi computadora. Sonidos con los que incluso mejoré la experiencia ya que están diseñados para que las conversaciones de fondo no se entiendan. Logré concentrarme aún más porque en las cafeterías reales siempre me quedada colgado de algún chisme sabroso. También me ahorré la cantidad ridícula de cosas que suelo pedir porque me avergüenza pasarme horas con una misma bebida. Estos sonidos de fondo están hechos para ayudar a dormir, pero yo los utilicé para escribir, parece que también son útiles para soñar despierto. No, la pandemia no afectó mi proceso creativo y fue todo menos estimulante, eso me parece medio psicópata, pero tengo que aceptar que en algún momento tuiteé algo como: “Me siento culpable porque escribo mejor cuando estamos en semáforo rojo”.
La pandemia no afectó mi manera de escribir, pero sí acerca de lo que escribía. Como mi novela es una autoficción, fue inevitable que el covid y sus estragos no estuvieran presentes. Creo que en un mundo sin covid, la novela no se habría logrado tan bien. La pandemia fue un ruido de fondo que me permitió profundizar aún más, y es que creativamente para mí no hay nada más estimulante que sentir a la muerte respirándome en la nuca. Pienso que, para crear, algo en nosotros debe de morir. Es un tributo letal que ofrezco a la hoja en blanco, ya sea atascándome con dulces y galletas, con cuatro sellos de advertencia, o fumando una cajetilla de cigarros. No me sorprende, ante la adversidad y el constante recordatorio de los frágiles que somos es cuando creo que mejor escribimos.
No tuve una obligada convivencia familiar porque pasé la pandemia en un departamento minúsculo, acompañado de Yogui, un gato que encontré apenas una semana antes de que nos confináramos. Algunos encuentros familiares, que fueron únicamente durante los domingos, ayudaron a alimentarme mejor de lo que comía durante toda la semana y también a alimentar la novela. Como se trata de una autoficción, sentarme a comer con mi familia, era también sentarme a comer con los personajes de mi novela. Debo decir que ni mi familia, amigos o Yogui, ni ninguna presencia, que no sea la muerte, tiene un impacto positivo en mi creatividad, aunque si se encuentran en la misma habitación desde la que escribo, solo su respiración ya me es intolerable. Por eso solo puedo escribir acompañado de los que ya no respiran, mis muertos.
Respecto a la última pregunta acerca del bloqueo de escritor, puedo decir el encierro y la soledad impuesta exacerbó mi depresión y me hizo más difícil lograr sentarme a escribir, pero no hubo texto o entrega que no enviara a tiempo, incluyendo este texto. Hubo muchas cosas relacionadas con mi escritura que me perdí: los viajes de los encuentros del FONCA, mismos encuentros que nuevamente como becario, ante las nuevas variantes, probablemente volveré a perder; una premiación, presentaciones y tallerear con mis alumnos de manera presencial. Honestamente para mí lo único importante es lo que sucede frente a mi computadora, desde donde les escribo. Aunque muten nuevos virus o nos ataquen los aliens, continuaré escribiendo. Aquí estoy seguro y soy feliz.
Rápido, si la vida te lo pide
Me siento motivado con algunos autores que comenzaron su carrera literaria con una edad avanzada. Tal es el caso de Erri De Luca, quien trabajó en fábricas como obrero por muchos años de su vida antes de comenzar a escribir narrativa; o Balam Rodrigo, en México, quien tuvo muchas otras ocupaciones antes de convertirse en poeta.
Me gusta saber, y eso me ha quitado muchas noches de insomnio, que no estoy tarde. Que nadie lo está para la literatura, para los que quieren contar historias del mundo. La confidencialidad entre uno y su biblioteca crece cuando lo que esperas no sea vanidad a cambio. Estoy todavía en el camino largo sin apresurarme, sin empujones. No sabemos cuándo iremos a morir, tal vez cruzando la calle como Roland Barthes, o yo qué sé.
Lo más importante para aprender de este oficio es ir reuniendo libros físicos o electrónicos. Leer a tu ritmo, lento, si es que así lo prefieres; o rápido, si la vida te lo pide. Escribir no es casi nunca un oficio desagradable. Me ha dado cosas que no he podido imaginar y me ha conectado con la gente que realmente me importa; mi familia, mis amigos y hasta conmigo mismo. No hay que perder la razón, eso sólo genera dolores imaginarios. No hay que darle importancia a la gente que te ignora, a la que habla mal de ti, a la que juzga. No escuches esas voces que están de sobra. Abre el oído mejor a una buena historia y escríbela.
Para terminar y celebrar el Día del Escritor en Yucatán, quisiera compartir a los lectores predilectos que últimamente me han acompañado durante la pandemia. La piel de un escritor, de Alonso Cueto; Las genealogías, de Margo Glantz; En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust; Cuentos reunidos, de Amparo Dávila; Registro de causantes, de Daniel Sada; El contrario de uno, de Erri De Luca; El Amante, de Marguerite Duras; De donde son los músicos, de Severo Sarduy, entre muchos otros que voy descubriendo cada día.
Irma Torregrosa. (Merida, Yucatán, 1993). Licenciada en Comunicación Social. Premio Peninsular de Poesía José Díaz Bolio 2012 y Premio Hispanoamericano de Poesía San Román 2017. Profesora en el Centro Estatal de Bellas Artes, en Mérida.
Isabel Cetina. (Mérida, Yucatán). Feminista, activista, gestora cultural, pintora y escritora. Ha participado leyendo su poesía en diversos recintos culturales y educativos. Actualmente es miembro de la Asociación Literaria y Cultural de Yucatán ( ALICY).
Ricardo Guerra de la Peña. (Ciudad de México, 1992). Becario del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) 2019-2020. Becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) 2017-2018. Ganador del Premio Estatal de Cuento Corto “El Espíritu de la Letra”, Yucatán, 2015. Mención honorífica en el Premio Nacional de cuento Joven FILEY 2015. Segundo lugar en el 17º Concurso Nacional de Cuento “Letras Muertas” 2016, organizado por la UNAM en homenaje a Rufino Tamayo. Segundo premio en el 51º concurso nacional de cuento de la revista Punto de Partida 2020. En diciembre del 2019 la Secretaria de la Cultura y las Artes del Gobierno del Estado de Yucatán le otorgó un reconocimiento por su destacada labor y aportación literaria más allá de nuestras fronteras estatales y nacionales. Actualmente se encuentra trabajando en su primera novela “El inconcluso” e imparte un taller intensivo de narrativa en línea.
Daniel Sibaja. (Mérida, Yucatán, 1997). Licenciado en Literatura Latinoamericana por la Universidad Autónoma de Yucatán. Egresado técnico en el área de Letras por el Centro de Educación Artística “Ermilo Abreu Gómez”. Es autor de la colección de cuentos Montejo Boulevard (La Comuna Girondo, 2019; Edición digital, 2020) y Opiniones públicas (Sangre ediciones, 2021).