Cultura

¡Todos queremos a Juan! 90 años de García Ponce, dramaturgo yucateco

El pasado 22 de septiembre se cumplió un año más del natalicio de Juan García Ponce, importante dramaturgo de Yucatán
En la primera obra teatral del dramaturgo yucateco el factor autobiográfico está muy presente / Especial

*Prólogo del libro “El canto de los grillos” de Juan García Ponce, recién publicado por Ediciones Odradek, el cual fue leído por su autor en el marco del 90 aniversario de su natalicio celebrado el jueves 22 de septiembre de 2022 en el Centro Cultural José Martí. Agradecemos al editor Alfonso D´Aquino por las facilidades otorgadas para la difusión de esta novedad editorial.

“Mi pueblo es el centro del mundo,

El canto de los grillos se vuelve a escuchar…

El canto de los grillos, de Juan García Ponce, es una obra dramática en tres actos que da cuenta de los avatares de una familia yucateca, cuya parsimonia se ve interrumpida por la llegada de una visitante de la Ciudad de México. Los personajes que pululan por sus páginas son una muestra representativa de ciertos tipos y tópicos que, a la larga, irán convergiendo en un conflicto de índole moral y generacional, en el que la tensión de la historia se verá acicateada por ese choque entre los usos y costumbres de la provincia en contraste con los modos del ser capitalino.

Desde un inicio, la obra nos va presentando a los protagonistas, los cuales tras unas pocas líneas de diálogo van perfilando sus propios caracteres: Ana, la hija poco agraciada que busca tener un novio a toda costa; Aída, su madre, indolente y despistada; Miguela, la nana metiche y ayuda doméstica; Roberto, el primogénito indeciso y dependiente de las mujeres a su alrededor; Sylvia, la esposa de Roberto, originaria de la capital y hastiada por el estatismo de la vida en Mérida; Georgina, amiga de Sylvia, quien llega desde la Ciudad de México para trastocar el statu quo de la sociedad yucateca; Luis, amigo de la familia, aparente pretendiente de Ana; y finalmente Evenilde, la tía chismosa y beata que funge como cabeza de familia.

Llama la atención que haya tantos personajes femeninos y solo dos masculinos, con lo cual el autor subraya una característica propia de la sociedad yucateca, dominada por un matriarcado histórico, a diferencia de otras regiones del país. No es casualidad que el Primer Congreso Feminista de México se haya realizado en Mérida en 1916, y que Yucatán sea de los estados con mayor participación femenina en la política, con una representatividad por encima de la media nacional.

En pocas palabras, lo que García Ponce retrata es una familia en donde las mujeres mandan, ya sea por tradición o por otras circunstancias. Y será precisamente entre las venerables mujeres yucatecas y las jóvenes capitalinas en donde surgirá el conflicto dramático, contrastando su forma de pensar y comportamiento ya entrado en la modernidad de mediados de siglo XX, con la moralina católica de las damas meridanas de clase media y cierto abolengo, que se rehúsan a que los tiempos cambien. Algo que el autor conocía muy bien, siendo él mismo perteneciente a una de esas familias de la “casta divina” (de ascendencia española), y en las que era usual tener nanas, sirvientas y cocineras a su servicio. Los jóvenes de estas familias por lo general hacían sus estudios en la ciudad de México o en el extranjero, aunque invariablemente terminaban regresando al terruño primordial.

Tal es el personaje de Roberto, apocado e inseguro, que a pesar de los ruegos de su esposa Sylvia, no se decide a tomar una posición laboral que le implicaría abandonar el seno familiar: “Quién sabe… No es tan fácil como tú piensas. Puede irme muy mal. Aquí, al menos, conocemos a todo el mundo… México es muy diferente.”

Desde luego, siendo la primera obra teatral de García Ponce, el factor autobiográfico está muy presente, pues el dramaturgo escribe sobre lo que mejor conoce, esos intríngulis sociales que desencadenan habladurías y juicios de valor por parte de propios y extraños. No es casualidad que se relate la existencia de un padre ausente porque se ha conseguido a una amante, como ocurrió en su propio caso (aunque luego vendría la reconciliación), o que aparezca una nana de origen maya que ha trabajado toda la vida con la misma familia.

Aquí vuelve a aparecer el tema de las clases o castas en Yucatán, que lamentablemente ha cambiado muy poco en todos estos años que nos separan de la obra. Lo cual no ocurre con ciertos términos locales o regionalismos que hoy en día se antojan anacrónicos, como la utilización de las palabras “endenantes”, “chumados”, etc.

Todos los elementos anteriores contribuyen a que la obra tenga una atmósfera opresiva, la cual refleja el hartazgo y la mirada de los personajes capitalinos que precisamente son introducidos para radiografiar, bajo otros ojos, lo que ocurre en una pequeña ciudad de provincias, donde hasta la fecha todos se conocen y donde el deporte estatal por antonomasia es el chisme y la maledicencia (otra posible interpretación del cantar de los grillos), mismos que no dejan vivir a Sylvia, la principal víctima de este drama; así lo expone a su amiga Georgina, quien no termina de entender qué es lo que le sucede:

Sylvia: (Llorando) No soy tonta… no soy tonta… Es que tú no sabes… ¡Es espantoso! ¡Espantoso!... Yo ya no puedo más… No es sólo ella: son todos. ¡Todos!

Y es que es innegable que la tía Evenilde funge como la principal fuerza inamovible, ya que sus valores morales y religiosos, así como el hábito comunicativo que cultiva con otras ancianas igual de mochas, aquellas que no encuentran una mejor ocupación para pasar el tiempo que acudir a la iglesia todos los días y hablar de los demás, se puede reflejar en el siguiente diálogo, cuando reprende al personaje de Ana (las cursivas son mías):

Evenilde: No. Espérate. Todavía no termino. ¿Puedes decir que no es verdad que se han…? (Duda).

Sí, que se han emborrachado juntos. ¿Y puedes decir que no has ido junto con tu hermano y su esposa, a pasear en coche, ya casi amaneciendo, a la zona… la zona de… de tolerancia? ¿Y puedes negar que esto se ha repetido todas las noches, desde que esa muchacha llegó de México? ¿Verdad que no puedes? Personas decentísimas, que de casualidad pasaban por allí, te han visto. ¿No es cierto? ¡Contesta!

El diálogo anterior resume muy bien la habilidad de García Ponce para satirizar a la sociedad yucateca, pues aunque se ha dicho que esta es una obra pesimista y que lleva al desencanto -y de cierto modo, lo es-, no está exenta de cierto humor corrosivo, como el del propio Juan, que así extiende una carta de amor hacia su propia tierra, pero en la cual no pierde la oportunidad de señalar sus vicios, su hipocresía y el anquilosamiento de una población que se resiste a cambiar y adaptarse a la época. La tía Evenilde, de nuevo, evidencia lo anterior cuando sentencia en uno de sus diálogos que “la moral es mucho más importante que la educación”.

En ese sentido, El canto de los grillos, clasificada en su momento como una obra costumbrista o regional, es una pieza dramática universal, heredera de Chejov y Tennessee Williams, a quienes García Ponce leyó y de los que probablemente extrajo la idea de que una provincia es todas las provincias, y que los relatos propios de un pueblo pueden ocurrir en casi todos los pueblos del mundo. Aunque claro, lo anterior no fue entendido así por la crítica especializada en las lides escénicas del altiplano, que no tardó en calificarla y denostarla como una pieza eminentemente tradicional o provinciana.

Nace un nuevo dramaturgo yucateco

Corría el año 1955 cuando un joven Juan García Ponce de 22 años deambulaba por los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras para asistir a las clases de composición dramática que, por aquel entonces, se impartían en un rincón apartado de la biblioteca. La cátedra originalmente impartida por Rodolfo Usigli, le había sido heredada a uno de sus pupilos, Jorge Ibargüengoitia, quien fue uno de los primeros en elogiar a Juan, deseoso como lo estaba, de convertirse en escritor.

Pero Ibargüengoitia no tardaría mucho en partir hacia Nueva York gracias a la beca de la Fundación Rockefeller -misma a la que años más tarde García Ponce se haría acreedor en el periodo comprendido entre 1960 y 1961-. En su lugar, Luisa Josefina Hernández habría de quedarse con la clase, embelesando a sus alumnos: “Era extremadamente seductora como mujer y muy teórica como maestra”, habría de escribir Juan, muchos años después en sus memorias.

A lo largo de 1956, García Ponce seguiría escribiendo y ensayando, puliendo los diálogos y la estructura dramática bajo su supervisión. Ese año probaría ser el más fructífero para el escritor en tanto dramaturgo en ciernes, ya que durante ese aprendizaje pergeñó sus obras más señeras, El canto de los grillos y La feria distante, aunque la segunda sería montada en 1957, antes que la primera, gracias a la guía de Luisa Josefina, quien habría de aconsejarle que cambiara el orden de algunas de sus escenas.

De esa fecha también data Alrededor de las anémonas, una obra que permaneció inédita hasta el 1997, cuando fue rescatada por Roger Campos Munguía en Obras de un escritor yucateco sobre su tierra, una antología editada por la Universidad Autónoma de Yucatán. Ese mismo año habría de estrenarse bajo la dirección de Nancy Roche y por el grupo teatral “La Farándula”.

Pero a El canto de los grillos le aguardaba un destino singular, aquel que habría de sellar el pacto del escritor hacia su propia vocación dentro de la literatura, sin importar el género del que se tratase, al ganar el Premio de Teatro Ciudad de México, el cual recibió del propio Adolfo Ruiz Cortines, presidente de la república en aquel lejano 1956. La obtención de este galardón sería el espaldarazo que el incipiente dramaturgo necesitaba para terminar de convencerse de que, contrario a lo que había vaticinado su padre con la frase “te vas a morir de hambre”, todavía tenía un porvenir como futuro orfebre de las letras. Máxime si en dicho certamen, había participado el propio Ibargüengoitia: “Jorge también había participado en ese concurso con Ante varias esfinges. Derroté a mi maestro. ¿Qué orgullo? No. Ante varias esfinges, que después leí, era mucho mejor”.

El libro de El canto de los grillos sería publicado por la UNAM en 1958 y el 30 de abril de ese mismo año, Salvador Novo realizó el montaje de la obra de García Ponce, mismo que habría de estrenarse como parte de la función inaugural -y oficial- del Teatro Orientación, dentro del Centro Cultural del Bosque (aunque este recinto comenzara sus actividades en 1957 con la obra infantil El mundo de las maravillas, dirigida por Manuel Lozano).

Hasta aquí pareciera que el ascenso de Juan García Ponce en el mundillo de las letras nacionales era imparable, si no fuera por la recepción tibia o francamente negativa que recibieran sus dos obras estrenadas hasta el momento. En el caso de la obra que nos atañe, Armando de María y Campos escribió en el Novedades el 4 de junio de 1958 lo siguiente:

Y en seguida se abrió la cortina para que gustáramos de las primicias como autor de un nuevo valor de la dramaturgia nacional, Juan García Ponce, viendo y escuchando su fresca y limpia comedia El canto de los grillos, que obtuvo un primer premio en concurso convocado por el Departamento del Distrito Federal hace dos años, y que lo reveló como un autor ancho, hondo y de sólido porvenir. Lo reveló, digo, porque publicada esta comedia premiada por la Universidad Nacional, los amantes del teatro la conocimos antes de verla representada. Magnífica comedia de costumbres provincianas si se tiene en cuenta que es obra primeriza.

A cada obra será justo siempre juzgarla en la hora en que fue escrita, y como primera producción de Juan García Ponce, escrita por lo menos hace tres años, en los umbrales de su adolescencia, no tiene pero que ponérsele en cuanto a su arquitectura y desarrollo esquemático. Tiene un primer acto claro en su exposición, el segundo está lleno de interés porque en él se anudan varias anécdotas que el tercero resuelve en forma lógica dentro del plan que previamente se trazó el autor. Esto, por cuanto se refiere a la construcción de la comedia dramática de García Ponce.

Poco después, en la revista Letras Nuevas de julio-agosto de 1958, José Emilio Pacheco parece salir a la defensa de esta obra, por lo que podemos intuir que otras críticas negativas han aparecido en medios nacionales, sin que se aluda a ellas directamente o podamos contar con la referencia precisa:

García Ponce se presentó al público de México con La feria distante, pieza que tuvo un destino tan infortunado como injusto. Ahora, cuando ya fue llevada a escena por Salvador Novo, leemos la primera obra larga de García Ponce, El canto de los grillos […] Para nosotros, el mérito principal de El canto de los grillos es la verdad que habita a todos sus personajes; en esta obra no se desplazan sombras inhumanas ni tipos desgastados, estamos siempre frente a seres auténticos, palpables, cuyos problemas son importantes por ser ciertos y humanos. Tal vez el tema de El canto de los grillos no sea nuevo en nuestra escena. Antes de Juan García Ponce varios autores han escrito obras en que se enfrentan los mundos en pugna que son la capital y la provincia, la juventud y la ancianidad, pero este autor ha sabido profundizar amorosamente en esos conflictos, nimios si se quiere, pero jamás intrascendentes; y en forma no brillante ni genial, pero indiscutiblemente metódica y certera, nos entrega la síntesis de un mundo que no podemos desdeñar como ajeno.

[…] En resumen, es la obra de un dramaturgo al que la crítica de los autores que se enriquecen desvirtuando nuestra realidad o escribiendo para el lucimiento de las exóticas, ha tratado con un rigor desusual (sic) y, anulando sus méritos, ha exagerado sus ineludibles defectos. Sin embargo, pese a sus detractores, creemos que García Ponce tiene un brillante futuro en nuestra escena.

Es el propio director de la obra, Salvador Novo, quien nos da la pista de por qué un sector de la crítica fue poco menos que severa ante el segundo montaje de Juan, tal y como lo escribió en el periódico Novedades, más tarde recogida en sus memorias publicadas por Conaculta en 1997:

La liebre saltó el lunes por donde menos se pensaba que saltaría. Wilberto Cantón publicó en Cine Mundial la crónica más ensañada contra el que llamó “un mal refrito, El canto de los grillos”. Contó la obra, burlándose de ella; puso verde al autor, la escenografía, la dirección, la actuación, el teatro “inhóspito”. Tomó cumplida, recalentada y amplia venganza contra un Juan García Ponce que en la Revista Universitaria de México había osado hace tiempo criticar su Nocturno a Rosario.

Lo anterior llama la atención, no sólo por la sorpresa de Novo, sino porque las ácidas palabras provienen de Wilberto Cantón, yucateco de nacimiento, director y dramaturgo consagrado, que reaccionó de una forma mezquina -justificada o no- a una crítica que el también meridano había firmado en 1957 en la revista de la Universidad de México:

Wilberto Cantón ha decidido limitar sus obras a una estricta explotación comercial. No puede interpretarse en otra forma la declaración de sus intenciones hecha con manifiesta vehemencia a través de “Nocturno a Rosario”, la obra que ha estrenado en la Sala Chopin.

[...] Pero ya es tiempo de preguntar si, en México, no se ha llegado a despojar al teatro de su verdadera condición profesional para llevarlo a un plano de mero sensacionalismo donde el talento, la sensibilidad y el propósito de enfrentar al público a una verdad no cuentan, y sólo se exigen, como requisitos indispensables para triunfar, la malicia mercantil y la habilidad administrativa.

Con un desenfado notable, los autores “profesionales” mexicanos convierten su mediocridad en ambición comercial y denigran así a una profesión que supone la entrega más desinteresada. En ese teatro profesional (que, en México, mientras más falso y truculento es más “profesional”) ha aparecido Wilberto Cantón con su “Nocturno a Rosario”.

Saltan los grillos y estalla la polémica

Como vemos, la manera en la que fueron recibidas las dos primeras obras de García Ponce bien podría ser debido a su inexperiencia en las lides teatrales, aunque todo parece apuntar a que fue por motivos extra-escénicos, pues tampoco es un secreto que en aquellos días tanto en suplementos como en revistas los diversos grupos literarios e intelectuales libraban una batalla encarnizada por detentar los cotos de poder, un día sí -y otro también-, como parte de la sucesión natural y belicosa entre generaciones. Más tarde, la de Medio Siglo o Casa del Lago, encabezada por el mismo Juan, ocuparía los principales espacios culturales en los medios impresos, al grado de que Luis Guillermo Piazza habría de acuñarles el mote de “La mafia”.

No obstante, el 12 de enero de 1957, en su Diario Público, Salvador Novo da cuenta del germen que fructificó en la colaboración con el novel dramaturgo yucateco: “Juan García Ponce es un chamaco de 18 años, muy amigo de Héctor Mendoza y que siempre venía con él a La Capilla. Me trajo su obra, la leí. Está muy bonita, y me encantaría dirigirla”.

Más tarde, el 7 de septiembre de 1957, Novo vuelve a referirse al tema de la polémica garciaponciana: “…las historias, tanto de El canto de los grillos, cuanto de La feria distante, manejan caracteres y atmósferas provincianas, de clase media, que el joven autor se tiene por lo visto bien clachados, y en cuyos pequeños problemas y frustraciones deleita su penetrante análisis, plasma una síntesis”. En esa misma anotación, Novo achaca la debacle de La feria distante al director de la puesta en escena, Ignacio Retes, quien “riega el tepache en su afán incontenido de servirse de las obras para el malabarismo en la producción”.

Sería su propia guía y mentora, Luisa Josefina Hernández, quien en el suplemento México en la Cultura del periódico Novedades, nos daría en 1957 las pistas tras las cuales es posible entender y aquilatar, en su justa medida, las obras primerizas del yucateco, calificadas inicialmente y tras una lectura superficial, como pertenecientes a la tradición del teatro costumbrista mexicano -por no decir regional-. Así lo consigna en su “Carta a Juan García Ponce”:

A principios de este año -1956- me sorprendió con El canto de los grillos. La pasión del diálogo como puro comentario había desaparecido, el coro estaba reducido a dos personajes, justificados porque representan el sentido común en un grupo de seres a quienes en cierto modo les falta. Pero lo que más me gustó fue el enfoque de los problemas y el tema de la obra. Por fin había salido de usted mismo para ver, con ojos de crítico, un ambiente cuyo mecanismo conoce y unas personas a quienes comprende y juzga.

Este ambiente y estas personas tienen el mérito de no ser parte de una excepción y de no estar inutilizados con el sello de la peculiaridad. Corresponden a una realidad de nuestro país, y lo que es más importante, a una realidad descuidada por la mayor parte de nuestros autores dramáticos; es el drama de nuestra clase media provinciana que agoniza sin saber siquiera la enfermedad que la acosa. Están allí la ignorancia, las tradiciones malentendidas, la falta de ambiciones… todo presidido por la carencia de verdaderos recursos espirituales que le hacen imposible a esta clase la esperanza de una vida mejor.

Sea como sea, por esas ironías y vueltas de madeja que sólo el tiempo puede deparar, en 2015 en Yucatán se volvió a montar Alrededor de las anémonas de García Ponce, en el Festival de Teatro “Wilberto Cantón”, nombrado en honor de aquel paisano cuya crítica vengativa y destructiva en gran parte fuera responsable de que éste declinara por muchos años de continuar en la senda teatral que tantos éxitos -y sinsabores- le había propinado.

Lo que acontece en la obra El canto de los grillos, en el que una familia yucateca sostiene una pugna moral y generacional, pareció cobrar vida fuera de las lides escénicas, al grado de que el dramaturgo e investigador teatral Fernando Muñoz Castillo, en un artículo publicado en marzo de 2017 en el diario POR ESTO!, en el cual reseñó la última temporada de Alrededor de las anémonas, sostiene la tesis de que este trabajo de García Ponce adscrito a una “trilogía meridana” permaneció inédito hasta 1997 debido precisamente a las críticas demoledoras de sus dos primeras obras, las cuales tampoco se reeditaron sino hasta ese mismo año.

A todo lo anterior a lo que habría que agregar la decepción y el desinterés del propio Juan, que para inicios de la década de los sesenta había partido hacia Nueva York gracias al reconocimiento de la malograda El canto de los grillos, que fue aplaudida y presenciada nada menos que por la primera dama, María Izaguirre de Ruiz Cortines:

…y me dio acceso a una beca otorgada por la Fundación Rockefeller, que me permitió pasar, en compañía de mi mujer, un año en Nueva York y otra larga temporada en Europa con el espléndido y vago pretexto de ver teatro […] Aunque el teatro ya no me interesaba mucho entonces, perdía agradablemente tres mañanas a la semana en el Actors Studio, escuchando chismes y quejas de actores y gozando con las absurdas enseñanzas sádicas de Lee Strasberg, uno de los personajes más pretenciosos y ridículos que he conocido en mi vida.

Nunca vi una representación ni en Broadway ni fuera de Broadway que me convenciera por completo, pero tenía a mi alcance todo el mundo de la pintura en los museos y galerías, el inagotable campo abierto de las librerías, el espectáculo de la ciudad y, sobre todo, una enorme cantidad de tiempo libre.

Su siguiente obra dramática, Sombras, apareció en 1959 en la Revista Mexicana de Literatura, y permaneció por muchos años desconocida, hasta que fue montada por José Cortázar en 1975 y no fue reeditada sino hasta 2021 por parte de Ediciones Odradek, que así rescató su cuarta dramaturgia. Doce y una trece, apareció en 1964 y fue estrenada diez años después bajo la dirección de Juan José Gurrola; su última incursión teatral fue en 1982, año de aparición de Catálogo Razonado, y que fue presentada ante el público en 1989 una vez más de la mano de Gurrola.

En ese entonces, la aparente pérdida de uno de los nuevos talentos del teatro mexicano contemporáneo a la postre habría de resignificarse en una ganancia para las artes visuales, en su calidad de crítico e impulsor de aquella camada de pintores que hoy conocemos como “La Ruptura” y, sobre todo, en un innegable valor agregado para la literatura nacional de la segunda mitad del siglo XX, que encontraría en el Juan García Ponce narrador, crítico y ensayista a su principal líder intelectual.

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JG