Cultura

Ficciones del silencio, el cuento de Beatriz Espejo que habla de los anhelos inalcanzables

Beatriz Espejo

Texto publicado en Cuentos reunidos, Fondo de Cultura Económica 2004

-Ana, cállate

-Ana, no digas bobadas

-Ana, ¿por qué siempre dices estupideces?

La voz ronca del hermano menor rugía imperiosa a la menor provocación en las conversaciones y Ana callaba como avergonzándose de cometer una falta. Si no era el más joven, era uno de los mayores.

Yo presenciaba muda la escena porque los niños bien educados guardan silencio y ni siquiera mi papá, tan patriarcal y democrático, decía nada acostumbrado a una consigna establecida.  Ana debía oír y callar confinada a una soledad sin lenguaje, aunque el intercambio de frases y palabras estuviera muy animado y el padre de todos, o sea mi abuelo, hubiera traído hasta la mesa anécdotas de su juventud que lo transportaran a regiones nostálgicas.

Cuenta aquella historia de tu novia Soledad que te dejó por don Juan. Quiero oírla, pedía Ana. Los demás protestaban, y para qué te metes y les das cuerda ¡Si serás tonta! Te encanta que repita sus mismos cuentos y los hemos oído mil veces. El abuelo no hacía caso y empezaba sus ritornelos. Importaba más olvidarse de que ya era viejo.

La memoria le hacía creer que aún estaba en la política o los negocios y en posición de casarse con una muchacha huérfana y bella que lo aceptara quizás por interés y le diera ocho hijos. Ocho hijos. Ana causaba los mayores problemas. No es que fuera una mala muchacha. No. Es que había pescado sarampión. Y con el calor de Mérida, a mitad de una fiebre altísima, aprovechando algún descuido de su madre salió al patio, se quitó la ropa, metió un dedo en su ombligo; el dedo gordo en su boca y despatarrada bajo una lluvia torrencial de las que inundan calles estuvo horas bajo el chubasco sin que nadie se diera cuenta.

Desde entonces, explicaban, se echó a perder. Creció diciendo tonterías exasperantes, se entercaba, no aceptaba órdenes y en las reuniones familiares metía la pata cada vez que intentaba intervenir. Por eso cuando la callaban a coro obedecía avergonzada y sonreía como bobalicona con sus labios pintados de bermellón mostrando dientes que hubieran sido lindos si no hubiera permitido que algún dentista desprestigiado le pusiera unos horrorosos casquillos de oro alrededor de los frontales.

Después de la complicada operación apareció con su sonrisa fulgurante y casi causó infartos masivos a cada uno de sus parientes. Además, Ana sufría un acné necio que la Pomada de la Campana no mitigó hasta dejarle hoyos en las mejillas. Trataba de disimularlos usando demasiado maquillaje. Lo bueno de la varicela o de la viruela loca es que sólo da una vez; pero el acné de Ana le duró la vida entera.

No te rasques ni trates de exprimir los barros, aguanta la tentación o te quedarán señales, le advirtieron; pero nunca escuchaba consejos y por eso había ganado fama su terquedad. Sin embargo, nadie la calificaría de fea perdida con su pelo rubio que le llegaba a los hombros, su grupa de yegua fina y sus piernas torneadas. Las cruzaba por las tardes, sentada en la terraza que daba al mar. Por entonces hacía tiempo que el abuelo se había mudado a Veracruz para fundar una cordelería.

Ana hacía crochet y bordaba sábanas o carpetas destinadas a su ajuar de novia. Algunos manteles venían a retazos en La Familia que coleccionaba sin faltar número, lo cual le impedía el riesgo de dejar incompleta su labor. Si no podía hacerlo ella misma, mandaba comprar la revista y no la soltaba hasta leerla de punta a rabo. Incluso sabía los nombres de la redacción y los repetía como si fueran sus amigos.

Seguía las instrucciones del punto matizado, elegía la gama de colores entre el montón de hilos que atesoraba en cajitas alargadas bajo el logotipo de La Cadena y pegaba cada pieza con encajes. Así pasaba sus tardes. Se dormía amodorrada por el ruido de la mecedora. Abandonaba la canastilla de hilos sobre el suelo y tela y agujas sobre el regazo.

De esta manera tomaba su siesta y el fresco sin reparar, a fuerza de ser tan conocidas, en la luz de una transparencia casi insoportable y en las sombras de los pilares proyectadas contra los mosaicos blancos y negros del piso. Los canarios, que no sabían volar aunque les abrieran las jaulas que colgaba en las paredes y cambiaba de lugar según las horas del día y los diferentes cuartos de la casa donde se encontraba, dejaban de revolotear la fiesta de sus plumas amarillas, de columpiarse dentro de sus prisiones respectivas y disfrutaban con ella el sueño de los inocentes.

Despertaban si pasaba un avión al momento de bajar el tren de aterrizaje para descender en el puerto. ¡Ah! ¡Cómo le gustaban a mi tía Ana los aviones aunque nunca viajara! Le parecía que el ruido de sus motores proclamaba aires de libertad como la Marsellesa.

Olvidaba sus labores y caminaba hacia la baranda hasta verlos desaparecer descendiendo en la lejanía. Y el chofer contaba que muy seguido pedía que la llevara al aeropuerto. Alguna vez me invitó y fui con gusto creyendo que disfrutaríamos espectáculos de circo. Encontramos personas con equipajes que hacían grandes alardes cuando descubrían a sus conocidos; a otras personas que presentaban boletos y entraban a la sala de espera, a vendedores de lotería o de seguros. Ana se quedaba horas alelada diciéndoles adiós con la mano. Casi nadie se daba por enterado y los que se daban cuenta le respondía por compromiso. Parecía una criatura, más pequeña que yo, y al mismo tiempo una mujer en edad de tomar las riendas de su destino.

Yo no sé qué tanto les veía a los aviones ni lo que pensaba al verlos volar y desaparecer de regreso escondiéndose entre las nubes, porque el vocabulario de Ana tenía pocas palabras y sus comentarios eran simples. Se fijaba en cosas raras. Por ejemplo, eso de los aviones que con su ir y venir se volvieron parte del paisaje acostumbrado para los demás.

Ningún otro habitante de la casa reparaba en su aparición furtiva. Le fascinaba también la tonada de los vendedores que al atardecer ofrecían tamales de elote con carne de puerco. Encontraba chistoso el sonsonete de su pregón y lo repetía cuando se acordaba como si no tuviera algo mejor que repetir. Tamaaales de elote con carne de puercooo. Ánda grítalo, a que no puedes gritarlo de la misma manera, me decía. Yo no comprendía fenómenos que estaban muy arriba de mi precoz inteligencia, si es que mi inteligencia fue precoz. Movía la cabeza desdeñando lo que se suponía un reto y me iba con mi música a otra parte.

Confieso que cuando llegaba hasta la terraza y la miraba meciéndose, bordando sin parar o durmiendo con la boca medio abierta y el brazo derecho colgante lleno de pulseras con monedas y dijes de oro, tenía sentimientos contradictorios sin saber la razón. Quizá me predisponía la bulla de los hermanos que no la dejaban hablar, como si   Ana los avergonzara puesto que, a pesar de leer y escribir, el certificado de primaria fue para ella algo inconseguible.

No pudo manejar un automóvil, se reía más de la cuenta y nunca sostuvo diálogos interesantes. Eso era una especie de secreto a voces comentado en silencio. Además, si algo le molestaba de verdad subía el tono de sus protestas; sin embargo, jamás la oí gritar según decían. La oí callar bajo una avalancha de gritos fraternos. Y en lo que a mí se refería no tuvo otro gesto aparte de divertirme con sus hechuras o sus posesiones. Sacaba del ropero aretes de diamantes, collares de perlas y un solitario magnífico que le había regalado para su fiesta de quince años.  O  desdoblaba ante mi asombro sus bordados dignos de cualquier ocasión, manteles para doce o dieciocho personas, con las servilletas a juego.

Linos adecuados para la hora del café, con sus servilletas a juego; individuales, con sus servilletas a juego. Sábanas y fundas matrimoniales y chiquitas dignas de camas y de cunas principescas con sus colchas a juego, unas rosadas y otras azules o blancas para los bebés que Dios quisiera mandarle porque le gustaban las familias grandes aunque sus reuniones se convirtieran en una cena de negros y los hermanos varones llevaran la batuta. No he visto tantas maravillas desaprovechadas como las que me enseñaba llena de orgullo mi tía Ana. Porque si una prima se casaba o celebraba bautizos, ella prefería comprarle algún regalito antes de sustraer piezas a su tesoro. Lo enlazaba con un futuro telenovelero en que los sinsabores se acabarían tan pronto el cura otorgara su bendición.

Durante una temporada parecía gozar la felicidad desatada. Tenía brillos inusuales nacidos de su interior. Apenas lograba contenerlos. Padecía en plena salud las fiebres de la viruela loca. Se reía con su risa bobalicona y bordaba horas extras. ¿Te parece que debería tejer chambras?, me preguntaba. ¿Para quién?, respondía con mi pragmatismo infantil digno de primeros ministros. ¡Ah, uno nunca sabe! aseguraba misteriosa como la pitonisa de Apolo que se expresaba en frases enigmáticas destinadas a buenos entendedores; pero Ana era soltera, su barriga permanecía plana y nadie anunciaba natalicios próximos. Irónica le propuse que también hiciera mamelucos. Lo creyó buena idea y se puso a buscar en sus revistas patrones y sugerencias para confeccionar modelos novedosos.

Por esa época empezó a salir con distintos pretextos dejando tras sí una estela de perfume. Iba al salón de belleza, estrenaba vestidos y escribía cartas con letra torpe y faltas ortográficas sobre papeles de buena calidad comprados en el centro. Las apariencias no engañan. Me decía, con una frase socrática, una frase que nada tenía en común con sus pregones y que siempre he tomado en serio.

Sus salidas favoritas no sólo se destinaban al aeropuerto, recorrían también los terrenos cercanos al Parque de Béisbol. Jamás atravesaba las puertas para entrar, pero le pedía al chofer que le diera vueltas alrededor del dichoso parque y contemplaba con admiración hasta las cuarteaduras en la pared. Su cara tomaba expresiones beatíficas. Regresaba con pasos que no tocaban el suelo y se dirigía hacia una mesa lateral junto al sofá de la sala donde ponían los periódicos. Buscaba la sección deportiva para repasarla con ojos ávidos.  ¿De cuándo acá tanto interés por los atletas?, le preguntaba yo puesto que ambas nos habíamos declarado incapacitadas voluntarias para los deportes. Entonces me daba respuestas muy extrañas como la sibila de Delfos y sin necesidad de vapores azulinos que la pusieran en trance; pero que tal vez se relacionaban con su comportamiento inexplicable.

Alguna tarde entré a la terraza y, en lugar de encontrarla bordando como acostumbraba, desde allí pude verla caminando hacia la esquina. Platicaba entusiasmada con un mulato alto, bien trajeado. La tomaba por la cintura y le decía cosas al oído que la encantaban. Guardé el descubrimiento como si fuera algo que a nosotras dos pertenecía, o mejor a nosotros tres si tomábamos en cuenta al mulato. Y cuando quise preguntarle con quien se citaba por las tardes mientras los demás tomaban la siesta, me contestó que mi comportamiento parecía de una espía como los de las películas de guerra, que no me daría explicaciones de ninguna especie y que dejara de molestarla; luego fue directo a su mecedora, recogió su labor de donde estaba y se puso a mirar el mar.

Su pensamiento trepó arriba de los celajes porque no se fijó en los aviones que cubrían su ronda acostumbrada o en el pregón del tamalero. Ni siquiera colgó de la pared a sus canarios y los dejó en el patio achicharrándose bajo el calor de agosto. Pensaba en su intimidad y no quería enterarme. Pero como yo había entrado y salido de la terraza unas dieciséis veces mi presencia la obligó y de pronto dijo. ¿Crees que Martín vaya en avión a México? ¿O que lo manden por tren junto con todo su equipo? ¿Quién es Martín?, repuse. Un campeón bateador. Ha ganado muchos juegos para el Aguila. Le llaman El Maestro. También puede ser pitcher. Tiene carreras limpias admitidas y otras cobradas en ponches; además es mi novio y nos vamos a casar. Pero eso a ti no te importa, contestó como retahíla y a punto de enojarse de veras.

Las carreras limpias admitidas, los ponches y los pitchers me resultaban ciencias ocultas. Y lo mismo debieron resultar para Ana, salvo que se lo explicara con detalle y paciencia infinitas el tal Martín. Creí oportuno cambiar tema y le pregunté qué había pasado con su pulsera del Centenario porque desde hacía un par de días no la usaba. Se la presté a una señora que me tira las cartas para saber mi futuro, dijo sin prestarle mayor atención al asunto. Entonces le dije que a mi abuelo no le gustaban esas adivinas y que iba a enojarse mucho al enterarse de que ella andaba por ahí dando sus joyas a cualquier desconocido.

Mira, chiquita, vas a callarte o en mi vida volveré a dirigirte la palabra y no te dejaré mis alhajas cuando muera, me amonestó con una cara seria y fea que nunca le había visto. Si quieres te acompaño a recoger tu pulsera puesto que sólo la prestaste, insistí previendo un escándalo en que los hermanos se arrebatarían la palabra para llamarla tonta; pero Ana había entrado ya en sus rutinas y me preguntó si Dihigo se ponía con hache o sin hache porque le bordaría una toalla de manos en algodón egipcio con el nombre completo y un par de cupidos a los lados.

Todo en blanco que es el color más elegante, aunque a los cubanos quizás les guste más el rojo fuego, comentó mientras planeaba ya otra de sus creaciones. Yo nunca había leído ese nombre escrito, sólo se lo había oído al chofer que también era fanático del béisbol y la dejé con sus dudas y su labor en la mente.

Las cosas siguieron igual, y las prendas de Ana siguieron desapareciendo una tras otra por arte de la maga intérprete del Tarot. Jamás pude delatarla. Quizás así recuperé su confianza porque un día me confió, Martín ya es estrella de su equipo y se irá en avión para jugar varios partidos; pero antes pedirá mi mano y tal vez viaje con él.

Todo esto sucedió durante un verano en que estuvimos allá dos meses de vacaciones. Se reanudaron las clases y regresamos. No escuché los gritos; ni supe bien lo que pasó. Nadie me contó detalles y se me olvidó preguntarlos. ¿Por qué iban a informarme? ¿Para qué inmiscuirme en problemas de gente grande? Creo que mi abuelo se opuso con todas sus fuerzas indignado de que a un negro y por añadidura pelotero se le ocurría convertirse en su yerno. ¡De seguro el tipo buscaba dinero! ¿Qué hombre de razón se fijaría en Ana si no fuera interesado? Era un extranjero indeseable y arribista. ¿No había el hombre ese conversado con la muchacha?  ¡Y las joyas! ¡Quién las tenía! ¡El anillo del brillante era lo más valioso! ¡Claro, se lo había robado con falsas promesas! Y quién sabe cuántas otras cosas más se habrán dicho en medio de una furia familiar.   ¿A estas alturas cómo recordarlas? Pero es casi seguro que Martín no atravesó las puertas de la casa, como Ana tampoco franqueó las del Parque de Béisbol. Lo más probable es que se negaran a recibirlo, mi tía no conoció los aviones por dentro y no hubo súplicas ni llantos que cambiaran esa decisión tan sabia. Ya lo dije antes, no supe bien lo que pasó; pero recuerdo con mucha claridad algunas voces:

-Ana, cállate.

-Ana, no digas bobadas.

-Ana, ¿por qué siempre dices y haces estupideces?

 

 

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LV