Cultura

UNICORNIO: Performance, cuando el arte descubre encrucijadas y tiende puentes

Radical y auténtico, Guillermo Gómez Peña, escritor y activista, hace una apología del performance, en un bosquejo poético mapa del arte en el nuevo siglo
El cuerpo humano, nuestro cuerpo, y no el escenario, es nuestro verdadero sitio para la creación / Especial

En defensa del arte del performance

(Fragmento)

Durante veinte años, muchos periodistas, miembros del público y parientes me han hecho las mismas dos preguntas de diferentes maneras: ¿Qué es “exactamente” el arte del performance? Y ¿qué es lo que hace a un artista de performance ser, pensar y actuar como tal? En este texto, intentaré responder estas preguntas de manera elíptica, creando un bosquejo poético de un performero parado sobre el mapa del arte del performance en el nuevo siglo, según como yo lo percibo. Para ser congruente con mi propia práctica estética, al tiempo que intento responder a estas espinosas preguntas, atravesaré constantemente las fronteras entre la teoría y la crónica; entre los escabrosos terrenos de lo personal y lo social (entre el “yo” y el “nosotros”), con la esperanza de descubrir algunas encrucijadas y puentes interesantes. Trataré de escribir con toda la pasión, el valor y la claridad que pueda, y de hacerlo para lectores no especializados, pero le pido amablemente al lector que preste atención: la naturaleza resbaladiza y en permanente transformación de este ‘campo’ nos dificulta en extremo trazar definiciones simplistas. Como me comentó el teórico Richard Schechner después de leer la primera versión de este texto: “El ‘problema’, si es que hay un problema, es que el campo del performance ‘en general’ resulta demasiado grande y abarcador. Puede ser, y es, aquello que dicen que es quienes lo están haciendo. Al mismo tiempo, y por la misma razón, el campo ‘en específico’ es demasiado pequeño y lleno de subterfugios; es tan pequeño como la praxis misma del que lo desempeña”. En este sentido, en el presente texto intentaré articular exclusivamente mi visión.

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Puesto que me opongo a los discursos dominantes, especialmente aquellos que son involuntarios y engendrados por mi propia psique, estoy plenamente consciente de que mi voz dentro de este texto es sólo una entre una multitud de subjetividades. De ninguna manera, intento hablar por otros, establecer fronteras y puestos de control en el mapa del performance, ni declarar fuera de la ley a ninguna práctica artística que no sea capturada por mi cámara. Si el lector detecta algunas contradicciones conceptuales e inconsistencias en mi escritura (especialmente en el uso del peligroso pronombre “nosotros”, o en la ubicación caprichosa de alguna frontera), le ruego me perdone: soy un vato contradictorio, como lo son la mayoría de los performeros que conozco.

Para concluir esta introducción, deseo agradecer, de manera atenta, a Richard Schechner, Adrian Heathfield, Carolina Ponce de León, Marlene Ramírez-Cancio y Nara Heeman por haber desafiado de manera tan inteligente las versiones previas de este texto, sugiriéndome que abriera más puertas y ventanas; así como a Rebecca Solnit y Kaytie Jonson, por su inconmensurable paciencia al revisar mi extraña sintaxis e incongruencias conceptuales en inglés. (La versión original fue escrita en inglés). Algunas versiones previas de este texto han aparecido en Art Papers así como en un catálogo titulado Live culture publicado por Tate Modern Museum (Londres). Por ultimo quisiera agradecerle a Silvia Peláez por su paciencia extrema al intentar que mi texto cruce in reverse la frontera del lenguaje para ser publicado en español.

LA CARTOGRAFÍA DEL PERFORMANCE

I. EL MAPA

(Primero, dibujemos el mapa)

Yo me veo a mí mismo como un cartógrafo experimental. En este sentido, puedo aproximarme a una definición del arte del performance trazando el espacio “negativo” (entendido como en la fotografía y no en la ética) de su territorio conceptual: Aunque en algunas ocasiones nuestro trabajo se sobrepone con el teatro experimental, y muchos de nosotros utilizamos la palabra hablada, stricto sensu, no somos ni actores ni poetas. (Podemos ser actores y poetas temporales pero nos regimos por otras reglas, y nos sostenemos en una historia diferente.) La mayoría de los artistas de performance también son escritores, pero sólo un puñado de nosotros escribimos para publicar. Teorizamos sobre el arte, la política y la cultura, pero nuestras metodologías interdisciplinarias son diferentes de las de los teóricos académicos. Ellos utilizan binoculares; nosotros usamos radares. De hecho, cuando los estudios académicos sobre el performance (Performance Studies) se refieren al “campo del performance”, con frecuencia se están refiriendo a algo distinto; un campo mucho más amplio que comprende todo lo que involucra a la representación y la escenificación de la cultura, incluyendo la antropología, las prácticas religiosas, la cultura popular, y aún los eventos deportivos y cívicos. Nosotros también somos cronistas de nuestro tiempo, pero a diferencia de los periodistas o comentaristas sociales, nuestras crónicas tienden a ser polivocales y a apartarse de la narratividad y a ser polivocales. Si bien utilizamos el humor, no estamos buscando la carcajada como lo hacen nuestros primos los comediantes. Nos interesada más provocar la ambivalencia de la risita nerviosa y melancólica o las sonrisas dolorosas, aunque siempre es bienvenido un estallido ocasional de risa plena.

Muchos de nosotros somos exiliados de las artes visuales, pero rara vez hacemos objetos con el fin de que sean exhibidos en museos o galerías. De hecho, nuestra principal obra de arte es nuestro propio cuerpo, cubierto de implicaciones semióticas, políticas, etnográficas, cartográficas y mitológicas. A diferencia de los artistas visuales y de los escultores, cuando nosotros creamos objetos, lo hacemos para que sean manipulados y utilizados sin remordimiento durante el performance. En realidad no nos importa si estos objetos se gastan o se destruyen. De hecho, cuanto más utilizamos nuestros “artefactos”, más “cargados” y poderosos se vuelven. El reciclaje es nuestro principal modus operandi. Esto nos diferencia, en forma dramática, de la mayoría de los diseñadores de vestuario, utilería y escenografía que rara vez reciclan sus creaciones.

En ocasiones, accionamos en la esfera cívica, y probamos nuestros nuevos personajes y acciones en las calles, pero en un sentido estricto no somos “artistas públicos”. Las calles resultan meras extensiones de nuestro laboratorio de performance; galerías sin muros. Muchos de nosotros nos consideramos activistas, pero nuestras estrategias de comunicación y lenguajes experimentales son considerablemente distintos de aquellos utilizados por los activistas políticos.

En resumen, nosotros somos lo que otros no son, decimos lo que otros no dicen, y ocupamos espacios culturales que, por lo general, son ignorados o despreciados. Debido a esto, nuestras múltiples comunidades están constituidas por refugiados estéticos, políticos, étnicos y de género.

II. EL SANTUARIO

Para mí, el arte del performance es un “territorio” conceptual con clima caprichoso y fronteras cambiantes; un lugar donde la contradicción, la ambigüedad, y la paradoja no son sólo toleradas, sino estimuladas. Cada territorio que un artista de performance boceta, incluyendo este texto, resulta ligeramente distinto del de su vecino. Nos encontramos en “este” terreno intermedio, precisamente porque nos garantiza libertades espaciales que a menudo se nos niegan en otros espacios donde somos meramente insiders temporales. En este sentido, somos desertores de la ortodoxia, embarcados en la búsqueda permanente de un sistema de pensamiento político y una praxis estética más incluyentes. Es un viaje solitario y mal comprendido, pero nos fascina.

“Aquí”, la tradición pesa menos, las reglas pueden romperse, las leyes y las estructuras están en constante cambio, y nadie le presta demasiada atención a las jerarquías o al poder institucional. “Aquí” no hay Gobierno ni autoridad visible. “Aquí” el único contrato social que existe es nuestra voluntad para desafiar modelos y dogmas autoritarios, y continuar empujando los límites de la cultura y de la identidad. Es precisamente en las afiladas fronteras entre culturas, géneros, oficios, idiomas, y formas artísticas, en las que nos sentimos más cómodos, y donde reconocemos a nuestros colegas. Somos criaturas intersticiales y ciudadanos fronterizos por naturaleza -miembros e intrusos al mismo tiempo- y nos regocijamos en esta paradójica condición. Justo en el acto de cruzar una frontera, encontramos nuestra emancipación…temporal.

A diferencia de las fronteras impuestas por un estado/nación, las fronteras en nuestro “país del performance” están abiertas a los nómadas, los emigrantes, los híbridos y los desterrados. Nuestro país es un santuario temporal para otros artistas y teóricos rebeldes expulsados de los campos monodisciplinarios y las comunidades separatistas. El performance también es un lugar interno, inventado por cada uno de nosotros, de acuerdo con nuestras propias aspiraciones políticas y necesidades espirituales más profundas; nuestros deseos y obsesiones sexuales más oscuras; nuestros recuerdos más perturbadores y nuestra búsqueda inexorable de libertad. En el momento en que termino este párrafo, me muerdo la lengua al descubrirme demasiado romántico. Sangra. Es sangre real. Mi público se preocupa.

III. EL CUERPO HUMANO

Tradicionalmente, el cuerpo humano, nuestro cuerpo, y no el escenario, es nuestro verdadero sitio para la creación y nuestra verdadera materia prima. Es nuestro lienzo en blanco, nuestro instrumento musical, y libro abierto; nuestra carta de navegación y mapa biográfico; es la vasija para nuestras identidades en perpetua transformación; el ícono central del altar, por decirlo de alguna manera. Incluso en los casos en que dependemos demasiado de objetos, locaciones y situaciones, nuestro cuerpo sigue siendo la matriz de la pieza de arte.

Nuestro cuerpo también es el centro absoluto de nuestro universo simbólico –un modelo en miniatura de la humanidad (humankind y humanity son la misma palabra en español: humanidad) – y, al mismo tiempo, es una metáfora del cuerpo sociopolítico más amplio. Si nosotros somos capaces de establecer todas estas conexiones frente a un público, con suerte otros también las reconocerán en sus propios cuerpos.

Nuestras cicatrices son palabras involuntarias en el libro abierto de nuestro cuerpo, en tanto que nuestros tatuajes, perforaciones (pierciengs), pintura corporal, adornos, prótesis, y/o accesorios robóticos, son frases deliberadas.

Nuestra identidad body/corpo/arte-facto debe ser marcada, decorada, pintada, vestida, culturalmente intervenida, re-politizada, trazada como un mapa, relatada, y finalmente documentada. Cuando nuestro cuerpo está herido o enfermo, inevitablemente nuestro trabajo cambia. Frank Moore, Ron Athey, Franco B y otros han dado muestra de esto con su obra, de una forma hermosa e implacable.

Nuestros cuerpos también son territorios ocupados. Quizá la meta última del performance, especialmente si eres mujer, gay o persona “de color” (no anglosajona), es descolonizar nuestros cuerpos; y hacer evidentes estos mecanismos descolonizadores ante el público, con la esperanza de que ellos se inspiren y hagan lo mismo por su cuenta. Aunque respetamos profundamente nuestros cuerpos, curiosamente no nos importa ponerlos en constante riesgo. Es precisamente en las tensiones del riesgo donde encontramos nuestras posibilidades corpóreas y raison d’etre. Aunque nuestros cuerpos son imperfectos, frágiles y de apariencia extraña, no nos importa compartirlos completamente desnudos con el público, ni ofrecerlos sacrificialmente a la cámara de video. Pero debo aclarar una cosa: no es que seamos exhibicionistas (por lo menos no todos los somos). De hecho, siempre resulta doloroso exhibir y documentar nuestros imperfectos cuerpos, intervenidos por la cirugía mediática, cubiertos de implicaciones políticas y culturales. No tenemos otra opción. Es casi un “mandato” a falta de un mejor término.

IV. NUESTRO “TRABAJO”

¿Acaso nosotros tenemos trabajo?

Quizá nuestro trabajo sea abrir un espacio utópico/distópico temporal, una zona ‘desmilitarizada’ en el cual el comportamiento “radical” significativo (no superficial) y el pensamiento progresivo son permitidos, aunque sólo durante el tiempo de duración de la pieza. En esta zona imaginaria, tanto al artista como a los miembros del público se nos permite asumir posiciones e identidades múltiples y en continua transformación. En esta zona fronteriza, la distancia entre “nosotros” y “ellos”, el yo y el otro, el arte y la vida, se hace borrosa e inespecífica.

Nosotros no buscamos respuestas; simplemente hacemos preguntas impertinentes. En este sentido, para usar una vieja metáfora, nuestro trabajo podría consistir en abrir la caja de Pandora de nuestros tiempos, justo en medio de la galería, el teatro, la calle, o frente a la cámara de video, y dejar que los demonios dancen. Otros mejor entrenados –los activistas y los académicos- tendrán que lidiar con ellos, luchar contra ellos, domesticarlos o intentar explicarlos.

Una vez que el performance se termina y el público se va, nos queda la esperanza de que se haya detonado un proceso de reflexión en sus perplejas psiques. Si el performance es efectivo (no dije “bueno” sino efectivo), este proceso puede durar varias semanas, incluso varios meses, y las preguntas y dilemas encarnados en las imágenes y rituales que presentamos pueden seguir rondando los sueños, recuerdos y conversaciones del espectador. El objetivo no es “gustar de” ni siquiera “comprender” el performance, sino crear un sedimento en la psique del público.

V. EL CULTO A LA INNOVACIÓN

El campo del arte del performance está obsesionado con la innovación y con el presente, especialmente en los países primermundistas, donde con frecuencia la innovación se percibe como sinónimo de transgresión, y como antítesis de la historia. El performance se define a sí mismo en contra del pasado inmediato y siempre en diálogo con un futuro inminente y especulativo. La mitología dominante dice que los performeros somos una tribu excéntrica de pioneros, innovadores y visionarios. Esto nos plantea un tremendo reto. Si perdemos contacto con los temas sociales y las tendencias culturales del momento, fácilmente podemos llegar a estar “fechados” de la noche a la mañana. En otras palabras, si no producimos propuestas frescas e innovadoras constantemente y no buscamos nuevos marcos y lenguajes para nuestras teorías e imaginería, seremos deportados al país del olvido, mientras que otros treinta, mucho más jóvenes y salvajes, estarán esperando en la fila para reemplazarnos.

La presión que existe para comprometerse con este proceso continuo de reinvención (y en los Estados Unidos de “packaging”) fuerza a algunos artistas a renunciar a la competencia salvaje, y a otros a adoptar un estilo de vida rocanrolero –esto es, sin los bienes cortesanos y la fama exagerada de los roqueros. Aquellos que logramos sobrevivir a menudo nos sentimos como roqueros frustrados. No hay absolutamente nada romántico en nuestra forma de vida. Sólo a un puñado se le concede el privilegio de tener varias reencarnaciones, como a Bowie y a Madonna, en el mundo inmisericorde del pop.

VI. “KIT” PARA LA SOBREVIVENCIA DE LA IDENTIDAD

El performance nos ha dado una lección extremadamente importante que desafía a todos los esencialismos: No estamos atrapados en la camisa de fuerza de la identidad. Tenemos un repertorio de identidades múltiples y deambulamos constantemente entre ellas. Sabemos muy bien que con el uso de elementos de utilería, maquillaje, accesorios y vestuario, en realidad podemos reinventar nuestra identidad ante los ojos de los otros, y nos fascina experimentar con este tipo de conocimiento. De hecho, el juego de invertir las estructuras sociales, étnicas y de género es parte intrínseca de nuestra praxis cotidiana, y asimismo lo es el travestismo cultural. En el performance, al asumir la personalidad de otras culturas y al problematizar el proceso mismo de representar a otro o de hacerse pasar por el otro puede ser una estrategia efectiva de “antropología inversa”. No obstante, en la vida cotidiana, como víctimas potenciales del racismo (hablo como chicano en los Estados Unidos), asumir la personalidad de otras culturas puede, literalmente, salvar nuestra vida. Para darle un ejemplo al lector: cuando mis colegas chicanos y yo cruzamos fronteras internacionales, sabemos que para evitar ser enviados a inspección secundaria, podemos usar sombreros y chaquetas de mariachi y así reinventarnos instantáneamente como friendly Mexicans ante los ojos racistas de la ley. Funciona. Pero incluso entonces, si no somos cuidadosos, nuestra aura puede denunciarnos.

VII. SOÑANDO EN ESPAÑOL

Soñé en español que un día había decidido nunca más hacer performance en inglés. A partir de ese momento, me dediqué a presentar mis ideas y mi arte estrictamente en español y sólo para públicos estadounidenses atónitos que no entendían nada. Mi español se hizo cada vez más retórico y complicado hasta el punto en que perdí todo contacto con mi público. A pesar de los ataques de los críticos racistas, me empeciné en hablar español. Mis colaboradores se molestaron y empezaron a abandonarme. Eventualmente me quedé solo, hablando español, entre fantasmas conceptuales angloparlantes. Afortunadamente[4] me levanté y pude hacer performance en inglés otra vez. Escribí en mi diario: “Los sueños tienden a ser mucho más radicales que la ‘realidad’. Por eso están más cerca del arte que de la vida.”

VIII. EL CUERPO IRREMPLAZABLE

Es posible que nuestros públicos experimenten, vicariamente, es decir, a través de nosotros, otras posibilidades de libertad estética, política y sexual de la cual carecen en su cotidianidad. Quizá esta sea la razón por la que, a pesar de innumerables predicciones durante los últimos treinta años, el arte del performance no ha muerto, ni ha sido sustituido por el vídeo, las nuevas tecnologías o la robótica. A principios de los noventa, el performero australiano Sterlac advertía que “el cuerpo humano (se estaba) volviendo obsoleto”, comentario que afortunadamente no se ha vuelto realidad. ¿Por que? Sencillamente resulta imposible “sustituir” la magia inefable de un cuerpo pulsante, sudoroso, inmerso en un ritual vivo frente a nuestros ojos. Es una cuestión chamánica.

Esta fascinación por el performance en vivo también está conectada a la poderosa mitología del artista de performance como antihéroe y encarnación de la contracultura de su tiempo. A nuestros públicos no les importa realmente que Annie Sprinkle no sea una actriz preparada ni que Ema Villanueva o La Congelada de Uva no sean bailarinas entrenadas. Los públicos asisten al performance precisamente para ser testigos de nuestra experiencia única, y no para aplaudir nuestro virtuosismo.

Cualesquiera que sean las razones, el hecho es de que ningún actor, robot o encarnación virtual (avatar) es capaz de sustituir el singular espectáculo del cuerpo-en-acción del artista de performance. Sencillamente no puedo imaginar a una actriz contratada re-presentando las intervenciones quirúrgicas de Orlan. Cuando somos testigos de Sterlac demostrando un nuevo bodysuit robótico o un juguete de alta tecnología, después de quince minutos tendemos a prestarle más atención a su cuerpo sudoroso que a su armadura robótica o a sus extensiones prostéticas. La parafernalia es sorprendente, de acuerdo, pero el cuerpo humano sumado a la identidad mítica del artista de performance que se encuentra frente a nosotros, permanece en el centro mismo del evento.

Recientemente, la artista cubana de performance Tania Bruguera se ha embarcado en un proyecto extremadamente temerario: abolir la presencia física del performero durante el performance mismo. Por adelantado, ella le pide a los curadores que encuentren a “una persona normal”, no necesariamente vinculada con las artes, para que la sustituya durante el performance. Cuando Tania llega al lugar del proyecto intercambia su identidad con la persona elegida y se transforma en una simple asistente para la realización de los deseos de su colaboradora. Los curadores se quedan boquiabiertos.

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IX. EN DESACUERDO PERMANENTE CON LA AUTORIDAD

Sí. Estoy en desacuerdo con la autoridad; sea esta política, religiosa, sexual o estética, y constantemente estoy cuestionando las estructuras impuestas y los comportamientos dogmáticos donde quiera que los encuentre. En cuanto alguien me dice qué debo hacer y cómo debo hacerlo, se me eriza el cabello, me hierve la sangre, y empiezo a imaginar formas sorprendentes para desmantelar esa forma particular de autoridad. Comparto este rasgo de mi personalidad con la mayoría de mis colegas. De hecho, los performeros siempre andamos buscando el reto que implica desmantelar a la autoridad abusiva.

Quizá porque en nuestro campo tan empobrecido tenemos poco que perder, aunado al hecho de que literalmente somos alérgicos a la autoridad, nunca pensamos dos veces el hecho de ubicarnos en la línea de fuego y denunciar la injusticia social donde la detectemos. Así, sin pensarlo dos veces, siempre estamos listos para arrojarle un pastel al rostro de un político corrupto; hacerle una seña obscena al arrogante director de un museo, o poner en su sitio a un periodista impertinente, sin importar las consecuencias. Con frecuencia, este rasgo de personalidad nos hace parecer antisociales, inmaduros y excesivamente dramáticos ante los ojos de los demás, pero no podemos evitarlo. Es una cuestión visceral y, en ocasiones, un verdadero estorbo.

X. ALIARSE CON LOS DE ABAJO

Vemos nuestro futuro probable reflejado en los ojos de los indigentes, de los pobres, los desempleados, los enfermos, y los inmigrantes recién llegados. Nuestro mundo se traslapa con el de ellos.

A menudo nos sentimos atraídos hacia aquellos que apenas sobreviven en las peligrosas esquinas de la sociedad: prostitutas, borrachines, lunáticos y prisioneros son nuestros hermanos y hermanas espirituales. Sentimos una fuerte hermandad espiritual con ellos. Desafortunadamente, con frecuencia se ahogan en las aguas en que nosotros nadamos, son las mismas aguas, pero se trata de diferentes niveles de inmersión.

Desde el punto de vista ideológico, nuestros políticos no están motivados necesariamente. Nuestro humanismo reside en la garganta, la piel, los músculos, el corazón, el plexo solar y los genitales. Nuestra empatía por la orfandad social se expresa a sí misma como una forma visceral de solidaridad con aquellos pueblos, comunidades o países inmersos en la opresión y en las violaciones de los derechos humanos; con aquellas víctimas de las guerras impuestas y políticas económicas injustas. Por desgracia, como me señaló hace poco Ellen Zacco: “(nosotros) tendemos a hablar por ellos, lo cual es muy presuntuoso”. No puedo menos que estar de acuerdo con ella.

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