Cultura

Georgina Rosado Rosado cuestiona al feminismo hegemónico con un recorrido por la concepción del género en la cultura maya

Es difícil imaginar el espacio y el tiempo fuera de los conceptos aprendidos en nuestra cultura occidental, que mira el Norte desde el Sur, cuando la vida natural se rige por la salida del Sol y su ocaso, tal cual se representaba en los códices prehispánicos. Esta confusión nos mantiene desorientadas, perdidas en un arriba y abajo, conceptual e ideológico, donde lo superior se encuentra en el Norte y lo inferior en un Sur, dualidad geográfica, ideológica y política que nos traspasa. Tampoco comprendemos mucho el concepto cíclico del tiempo de los mayas, donde nuestras vidas están sujetas a las grandes fuerzas y energías emanadas de la naturaleza y del cosmos. Y donde ningún libro bíblico da permiso a los hombres para dominar a todos los seres vivos del planeta, incluyendo a las mujeres, desviar los ríos, contaminar los lagos o destruir los bosques. Por el contrario, la Pachamama, Madre Tierra, de acuerdo a los grupos indígenas de Sudamérica, debe ser objeto de veneración, agradecimiento y respeto. 

Son estas mismas limitaciones, de nuestra cosmovisión occidental, lo que nos dificulta definir el género en una etnia como la maya donde las fuerzas de la naturaleza, llamadas deidades o ídolos por los conquistadores, no son excluyentes, sino que más bien se funden y separan, en elementos que incluyen lo masculino y lo femenino. Cabe recordar que en el Popol Vuh, libro sagrado de los mayas quichés, a K’ucumatz, se le menciona como padre y madre de la vida y la creación, corazón del cielo, es decir, tienen una naturaleza femenina y masculina.

El llamado Dios del maíz, planta, pero también fuerza o energía, que se fertiliza a sí misma y por lo tanto en su representación de cruz verde alza sus brazos al cielo y puede vestirse de femenino o masculino. Para entender a las cruces verdes debemos partir de su origen histórico. Bartolomé de Las Casas, señala: “En el reino de Yucatán, cuando los nuestros lo descubrieron, hallaron cruces, y una de cal y canto, de altura de diez palmos, en medio de un patio o cercado muy lúcido y almenado, junto a un muy solemne templo, y muy visitado de mucha gente devota, en la isla de Cozumel” (Apologética Historia Sumaria, Serie historiadores y cronistas de Indias 1, Instituto de Investigaciones Históricas Universidad Autónoma de México, México Vol. 1, 1967, p.  648). 

Esas cruces que representaban a la fuerza sagrada del maíz se fusionó con las cruces cristianas, lo que, durante la llamada guerra de castas dio origen a las famosas tres cruces verdes que se veneraban y aun veneran en la sociedad cruzo’ob, realidad que sorprendió a los hombres occidentales y que fue descrita de la siguiente manera: “Se decía que esas tres eran las hijas de la cruz, y la que estaba tallada en el árbol era la madre de las cruces. Las vestían con huipil y faldas, como correspondía a su sexo, y las adoraban con cintas y vivísimos colores. Para el macehual no había contradicción en que las cruces fueran a la vez femeninas, Dios y la Santísima Trinidad; eso era una de sus personales adaptaciones del catolicismo” (Reed, Nelson, La guerra de castas de Yucatán, Ediciones Era, México, 1971, p. 141).

Como podemos observar, el pensamiento de los mayas no aceptaba la posibilidad de seres puros; todo lo existente, aún los dioses, era una mezcla de las esencias de lo masculino y lo femenino. El predominio de una de ellas determinaba la clasificación y el grado de pertenencia de cada uno de los dos campos taxonómicos. Las identidades de género se movían a lo largo de un continuo cambiante, donde el factor concluyente era el logro y el mantenimiento del equilibro.” (La parte femenina del cosmos, López Austin Arqueología mexicana, la mujer en el mundo prehispánico, Volumen V, núm. 29, enero-febrero, México, 1998).

Cómo romper, las dualidades, si existen en todas las culturas, nos guste o no, sino más bien, su concepción excluyente, dicotómica e incluso enfrentada. Concibiendo lo que las occidentales llamamos género, lo femenino y lo masculino, como elementos que se encuentran presentes en todas las fuerzas y energías del universo, pero también en nuestros cuerpos, aunque en diferentes proporciones.

Es como la naturaleza nos lo dicta, ya que todas las personas tenemos hormonas femeninas y masculinas, aunque en diferente proporción y en algunas resultan equiparables. Nos lo dicta también la realidad social, donde los géneros se construyen, en primera instancia, en la observancia de nuestros sexos, pero nuestra orientación sexual e identidad no siempre coincide con la biología porque en ella intervienen elementos culturales, psicológicos, diversos y cambiantes. En una realidad que, como en la cosmovisión antigua maya, todos, todas y todes, reproducimos elementos psicológicos y culturales de ambos géneros, siendo que las expresiones de esa dualidad, sus combinaciones o diferenciaciones, son tan diversas como lo podemos ser las personas.

Debemos reconocer que, en la época prehispánica, incluso en la religión sincrética de los cruzo’ob, se comprendía de manera diferente la relación entre lo que hoy llamamos géneros. Que esta concepción tenía como consecuencia la posibilidad de que las mujeres pudieran gobernar, ser transmisoras de la voluntad de esas fuerzas que hoy llamamos divinas, heredaran linajes y ocuparan un importante lugar en sus sociedades.

Admitir que mucho antes que surgieran los feminismos y que las mujeres blancas occidentales alzaran la voz por nuestros derechos, mujeres de África, Abya Yala (América) y en diversidad de territorios del planeta, ya ocupaban un lugar justo e igualitario en sus comunidades. Y que nuestra perspectiva teórica metodológica, es decir la llamada perspectiva de género, podría no ser la mejor herramienta para entender otros contextos cultuales y étnicos. Que incluso nuestras luchas no siempre han coincidido. Por ejemplo, en 1871, cuando los cruzo’ob eran comandados por una mujer, María Uicab, reina y santa patrona de los mayas rebeldes en su nación autónoma, ubicada en lo que hoy es Quintana Roo, las maestras ilustradas, precursoras del feminismo yucateco, escribían poemas de alabanza a las tropas yucatecas que tenían como misión invadir su territorio y de ser posible asesinarla. Lo anterior consta en la revista La Siempreviva y en los informes militares de la época.

Aunque hay que recodar, por supuesto, que el feminismo socialista de Elvia Carrillo Puerto tejió alianzas con las mujeres mayas y ponderó a mujeres como Felipa Poot, que al igual que la Santa Patrona María Uicab, lideraba la lucha por los derechos de las mujeres, por la libertad de su pueblo y el fin de la esclavitud, que pese a los discursos oficiales existía en las haciendas junto con otras formas de dominio sobre las comunidades mayas.

Sí, por supuesto, podemos descolonizar el feminismo y también hacer alianzas entre mujeres de diferentes orígenes y etnias, pero antes debemos de dejarnos de ver como la etnia superior y considerar como hegemónicas nuestras teorías y discursos, de mirarnos como salvadoras de quienes nos pueden enseñar, más que aprender de nosotras.  Hay que ponderar políticas públicas donde ellas, las mujeres mayas, no sean objeto sino sujetas, que las dirijan y no solo atiendan sus necesidades. Que en las estructuras de poder se nombren mujeres realmente mayas, que hablen su lengua materna y estén vinculadas a sus comunidades, no blancas citadinas, disfrazadas con elegantes ternos, para que su incorporación sea real y no absurda pantomima.

Las mestizas, aún imbuidas de una cultura occidental, debemos reconocer otros saberes, otras cosmovisiones o cosmopercepciones, no para rechazar lo aprendido o renegar de lo que somos, sino para establecer un verdadero diálogo entre nosotras, nosotros, nosotres, que no reproduzca la violencia o los sistemas de exclusión que impone el patriarcado, pero si reafirme y fortalezca el afán de lucha, el compromiso por lograr un feminismo descolonizado y un mundo donde la paz sea producto de la justicia y el derecho a la diversidad, algo contrario al discurso moralista, vacío e hipócrita de los conservadores de derecha.