Regreso a casa por Alexis Álvarez Lara
I
Desde que llegué aquí, paseo entre las tumbas y los nichos. Me vigila un ejército de santos mutilados y ángeles sin cabeza. Conozco bien el lugar. Dos o tres veces al año mi mamá y mis tías se organizaban para visitar a mis abuelos. Lo hacían como se planea ir de vacaciones a la playa. No era raro escucharlas hablar con sus muertos, quejarse con ellos de los vivos que ni por equivocación se paraban por ahí. La limpieza era parte importante del ritual, quitar la hierba nacida entre las grietas, dejar flores frescas y encender veladoras nuevas. Yo las miraba sin moverme, quieto en un rincón para no molestar a nadie.
Aquí son muchos los que, como yo, también están solos. Los he visto deambular, salir de las tumbas abandonadas. La mayoría son muertos solitarios, que salen de las criptas más antiguas y de la parte donde se encuentra la fosa común. Entre todos nos acompañamos: la soledad repartida entre todos se hace menos pesada. Yo estoy acostumbrado. Crecí en una casa rodeado de adultos, lo que no significa verdadera compañía si no se tiene con quien jugar. Las cosas no cambiaron en nada. No hay ninguna diferencia entre antes y ahora.
II
De mi familia, solo mis tías venían de vez en cuando. A pesar de los regalitos que dejaban, enfurecía al escucharlas hablar mal de mamá y decir cosas peores de Laura. Para desquitarme movía los floreros de lugar o apagaba las velas.
—Entiendo que no quiera pararse por aquí —decían—, ¿con qué cara? Pobre niño.
En realidad, no había sido culpa de nadie, mucho menos de Laura. Al principio fueron leves dolores de estómago, náuseas y vómitos, según el doctor parecía un problema con la vesícula, extraño para un niño de mi edad. Mamá se dividía entre bajarme la temperatura con trapos de agua fría en la frente y vigilar a Laura, encerrada sin comer ni ver a nadie, inmóvil sobre su cama, menos pesada que una sombra. El colchón apenas dibujaba su silueta.
Los síntomas se agravaron, los estudios que ordenó el doctor de poco sirvieron. La fiebre no cedió, ya no podía retener nada en el estómago, y entonces comencé a toser sangre. Al mismo tiempo Laura rompió con los puños los cristales de las ventanas de su cuarto. Se rebanó la piel de las manos y las muñecas. La encontraron de rodillas, bañada de sangre de la cintura para abajo, todavía con pedazos de vidrio enterrados.
Terminamos juntos en el hospital. Los paramédicos pudieron detener la hemorragia y salvarle la vida. Yo llegué inconsciente. No volví a abrir los ojos, pero en ningún momento dejé de escuchar lo que pasaba a mi alrededor. Mamá se mudó al área de terapia intensiva del hospital, dividida entre sus hijos, hasta que decidió apagar los aparatos que me mantenían con vida. Papá fue el último en llegar a despedirse. Me costó reconocer su voz, era muy diferente a la que siempre escuché por teléfono.
III
Nunca me dieron miedo los cementerios, al contrario, siempre encontré en ellos un encanto y una paz que pocos lugares pueden provocar. Me gusta andar entre las tumbas leyendo los nombres en las lápidas, divertido con los más extraños: Nicodemo, Leovigilda, Ildefonso; sorprendido por la cantidad de muertos que comparten el nombre de Perpetuidad. Cuando estaba vivo nunca conocí a nadie llamado así. Aunque es divertido colarse a los entierros y darle la bienvenida a los nuevos o espantar a los que entran a buscar un rincón para besarse, con todo eso, ya comenzaba a aburrirme.
Jugaba a poner mis manos sobre el cemento fresco de una lápida recién colocada cuando las vi llegar. Esta vez no hubo risas, mi mamá y mis tías venían acompañadas de un silencio incómodo que, instalado entre ellas, las mantenía distantes. Laura prefirió esperarlas en el auto. Corrí para abrazarlas, pero solo conseguí mover algunas hojas secas y provocarles un escalofrío. Noté que a mamá le costó acercarse a la tumba, leer mi nombre grabado en la piedra, el breve espacio entre la fecha de mi nacimiento y la de mi muerte. La vi llorar. No me gustó. Fue entonces cuando decidí regresar a casa.
Había bajado el Sol y el aire se sentía más fresco. El cementerio estaba a punto de cerrar.
—Vámonos, niñas —gritó mi tía, la mayor.
Mientras recogían sus cosas, aproveché para colarme dentro del auto. Nos despedimos de la tumba y avanzamos rumbo a la avenida principal que divide el cementerio. Al dar vuelta, el auto entró en una calle idéntica a la anterior.
—Ya doblaste por aquí —reprendieron a Laura.
La luz se apagaba y las sombras subían como enredaderas, entre los mausoleos agrietados con un patinado de moho. Las ramas de los almendros, transformados en largos brazos negros, amenazaban con alcanzarnos. Lo que al principio eran risas por las vueltas sin sentido, pronto dio paso al miedo.
—Sigue derecho —dijo mamá—, a algún lado vamos a llegar.
Topamos con el largo muro que delimita el terreno, demasiado lejos de la entrada principal. Todo sería tan fácil si el auto se pudiera atravesar la pared y salir directo a la calle, pensé.
—Ya nos alejamos. —dijeron a coro las tías— Regrésate, se está haciendo de noche.
Una de mis tías se asomaba por la ventana intentando descifrar ese sombrío laberinto en el dábamos vueltas en círculos y daba la impresión de cerrarse, poco a poco, alrededor del auto. Laura, temblando, sostenía el volante enterrándole las uñas. En un impulso metió reversa, retrocedió varios metros, luego se detuvo y el motor se apagó de golpe. Giró la llave para arrancar. Tras varios intentos no respondió. Regresé la mirada hacia afuera y de entre los pequeños pasillos que separan las tumbas miré un hombre mayor y una niña que caminaban hacia nosotros. Ellos podrían ayudarnos a encontrar el camino. Detrás aparecieron más personas, todas vestidas de blanco. Salían de las fosas. Mi mamá y mis tías preocupadas por hacer andar el auto y salir de ahí no veían la multitud que nos acechaba.
No se les veía la cara, cubiertos por una delgada tela transparente que difuminaba sus rasgos, como envueltos en humo. Eran muchos y muy rápidos. Todos con su atención sobre mí, movían sus manos intentando agarrarme, ponerse en mi lugar. Los había visto hacerlo antes, irse colgados de la gente, de los autos, para poder salir.
Los gritos de mi hermana me hicieron creer que había visto el gentío. La oscuridad se arrastraba veloz por todo el cementerio, como una serpiente gigante devoradora de luz. El aire dentro del auto comenzaba a sentirse más frío.
—¿Qué te pasa? —gritó mamá con los nervios despedazados.
—Hay alguien ahí. —Aterrada, Laura escondía la cabeza en el volante, la voz era un hilo escapando de su garganta—. Viene caminando entre las tumbas.
La luz de una linterna se movía de un lado a otro. Uno de los veladores, un hombre mayor, alumbró dentro del auto y con los nudillos golpeó el cristal del lado del copiloto. No sé si fueron los rezos de mis tías o la presencia del anciano, pero los aparecidos se evaporaron. Como quien despierta de una pesadilla a mitad de la noche, el auto encendió repentinamente y avanzamos rumbo a la salida siguiendo al velador.
—No son los primeros que se pierden buscando la salida —aseguró el viejo mientras abría el portón para dejarnos salir.
Me despedí diciéndole adiós con la mano. Él devolvió el gesto, mientras el auto se alejaba lo vi hacerse pequeñito. Durante el trayecto nadie dijo una palabra. Quise hacer algo para que no estuvieran tan calladas, pero todavía les duraba el espanto. Ya en casa encontraría la forma de mostrarles que regresé con ellas. No quería que se sintieran tan solas; aunque esas demostraciones de mi presencia las asuste un poco.
Las blancas mueven primero por J. R. Espinoza
Coloco mi mano izquierda alrededor de su cuello. Con la derecha levanto el cuchillo.
—¡Hazlo ya!”—, me suplica. Lo clavo con fuerza en su pecho, una, dos, siete veces. Deja de moverse.
Esta mañana me levanté como todos los treces de octubre y limpié la casa. Almorcé con Gary huevos con frijoles y nos pusimos a ver una película juntos. La misma rutina durante seis años. Preguntas como: “¿por qué estás tan amoroso conmigo?, ¿por qué puedo faltar a la escuela?, ¿por qué sólo viene este día?”, había dejado de hacerlas con el tiempo. Lo único que sabía era que celebrábamos su triunfo contra el cáncer. Una victoria para la vida.
A las doce y media llegaba mamá. Su cabello había pasado del negro al gris en los últimos años. Aun así, se veía llena de fuerza, con su blusa azul marino y su pantalón beige.
Le di a Gary algunos billetes.
—Para que pagues la comida y el resto para los juegos.
Era tradición que mamá lo llevase a la pizza. Gary me abrazó y se adelantó al auto. Pensé en un chiste que escuché en un stand up. No recuerdo la historia, pero terminaba con: “Si quieres que tu hijo adolescente te abrace, dale dinero. No falla”.
—¡Te amo! —le grité a la distancia, él ya estaba arriba de la camioneta y se despidió de lejos.
—Me saludas a Emily —dijo mamá. Al principio se emocionaba de verme salir con alguien, pero poco a poco captó que nuestros encuentros no eran románticos. Ese sexto sentido que tienen las madres para saber cosas que no se han dicho. Quizás ese mismo don le advirtió no indagar más a fondo. Salí al patio a ver que dieran vuelta a la esquina. Revisé mi reloj: 12:45 pm.
Entré a casa, directo a mi habitación. Saqué el tablero de ajedrez del cajón de mi buró y dispuse todo para una partida. Fui por pepinos al refrigerador, los lavé y los llevé junto con la tabla de picar, algunos limones y Tajín.
A la una en punto entró la muerte con un vestido que dejaba al descubierto sus hombros. Siempre de negro; los zapatos y el bolso a juego. Me preguntaba por qué muchas sectas le llaman: la niña blanca. “Debe ser por su piel”, me respondí. La recibí con un beso en la mejilla.
—Te ves muy linda, Emily.
—Gracias, me arreglé para verte.
Tomó una rebanada de pepino y la metió en su boca. Hizo gestos por lo amargo del limón, agarró poco más de la mitad de las rebanadas y las apartó hacia su lado de la mesa. Vertió Tajín sobre ellas y comió un segundo pedazo. “¿Sabías que el snack favorito de la muerte es el pepino con limón y Tajín?”, había querido decirle a alguien tantas veces.
—Tú comienzas —dijo al tomar su lugar, siempre pedía las negras.
Moví mi peón a E4, lo que ella replicó con su peón E5, justo frente al mío, como indicándome que esta vez iría con todo. Mi caballo saltó a G3 y el de ella a C6 como en una especie de juego espejo.
—No has usado tu defensa siciliana.
Mi alfil avanzó a C4 y ella contestó con el suyo en C5.
—¿Qué tal tu año, Agustín?
—Muy bien. Gary salió con promedio de 9.6 de la secundaria y acaba de entrar al bachillerato con especialidad en computación.
Protejo con mi peón en C3.
—¿Computación? Creí que tomaría contabilidad; ya sabes, como tú.
Ella toma su otro caballo y lo coloca en F6. Rompe el espejo.
—Dudo que quiera ser contador, a ese chico le encantan las computadoras.
Coloco el peón delante de la reina en D3.
—¿Qué tal el tuyo? —le pregunto.
—Repetitivo. Llevo mucho tiempo en este trabajo, la verdad es que ya me siento cansada. Aunque hubo un par de cosas interesantes. Por ejemplo, conocí a Magnus Carlsen.
Mueve su caballo a G4.
—Me estás cuenteando.
—No sé por qué te sorprende, tarde o temprano conozco a todo el mundo.
—Pero él sigue vivo.
Percibo que estoy por perder una torre.
—Se le atoró un hueso de pollo, ¿puedes creerlo? Comía alitas en su casa. Estaba por llevármelo cuando vi quién era. Le hice un trato. Jugaría con él hasta ganarle, y a cambio le sacaría el hueso de la garganta. Fue muy gracioso, porque como no podía hablar sólo asintió con la cabeza.
—¡Qué bien! —mentí—. Y, ¿cuántas partidas jugaron?
—Ocho o nueve.
“Bueno, con sólo ocho o nueve partidas, no pudo haber aprendido tanto”.
La primera vez que jugué con ella le gané al encerrar su rey con mi reina y las dos torres. Fue tan sencillo que creí no cumpliría con su parte del trato. Después regresaba cada año por la revancha, cada vez más avispada. De eso hacía cinco años.
—Debieron jugar por lo menos doce —dije al momento que capturaba uno de sus alfiles.
—Ocho o nueve mil —reveló antes de comerse mi reina—. Jaque.
De un momento a otro se había convertido de un juego nivelado a una posición ventajosa para ella. No sólo había capturado mi pieza más fuerte, sino que ponía en peligro a mi rey. Bloqueé su ataque refugiándome tras mi caballo, que no era lo más conveniente, puesto que lo clavaría, pero era la mejor de las opciones a mi disposición.
—Vi también a tu exmujer.
—¿A Isabel?
—Cáncer. La recogí en agosto —dijo tras capturar mi última torre.
—Ahora no tendré que mentirle a Gary: su madre está muerta —pensé en todas las veces que soñaba despierto. Ella entraba por la casa, me pedía perdón, yo la besaba y le decía que sí, se la presentaba a Gary y éramos felices—. Te… Te dio un mensaje para nosotros… Para Gary.
—Agustín, esperas demasiado de las personas. Capturé su caballo y ella uno de mis peones. Los siguientes minutos imperó el silencio. El único sonido era el de las piezas al rozar el tablero de madera y el crujir de los pepinos en la boca de Emily.
—Es de caballeros rendirse, es claro que ganaré.
Emily tenía razón. Con cuatro peones, un alfil y un caballo, no tenía oportunidad contra su reina, torre, caballo y alfil. Más tres peones, que no había desarrollado aún.
—¿Qué pasa si me rindo? ¿Gary debe ir también?
—Un trato es un trato. Los dos o ninguno. ¿No lo recuerdas? Lo recordaba muy bien. Las quimioterapias no funcionaban.
Yo estaba a un lado de su cama en el hospital, viéndolo calvo y deteriorado, cuando Emily entró a la habitación. De inmediato supe quién era. Se mostró impasible ante mis suplicas, hasta que le dije:
—Hagamos un trato —a la muerte le gustan las apuestas.
—¿Qué clase de trato? —dijo, dejándome escuchar su voz suave y refinada.
—Ajedrez —improvisé al ver el tablero en la mesita. Había jugado con Gary.
—No sé jugarlo, pocas personas mueren al jugar ajedrez. En cambio, se me da muy bien el paracaidismo, carreras de autos y boxeo.
—Yo te enseño.
—¿Harías eso por mí?
Le sonreí. Emily me resultaba agradable. De haber sido una mujer, una viva y normal, quizás le hubiese dado gusto a mamá. Pero ella era la muerte y trabajaba todo el día, todo el año, salvo el 13 de octubre de una a tres de la tarde. Ese día come pepino picado y juega ajedrez.
—Hay otra opción —dijo tras eliminar mi último caballo.
—Tú dirás.
—Si tuvieras un deseo, ¿qué pedirías?
—¿Justo ahora?, ganar.
—Por favor, sabes que si ganas volveré el próximo año. Piénsalo, ¿qué pedirías?
La miré a los ojos, buscando algún indicio del porqué de su pregunta. Pero sólo encontré oscuridad. Reflexioné unos segundos.
—Dejar de jugar por la vida de mi hijo cada año.
—Yo desearía descansar en paz.
—¿Descansar?
—No siempre he sido la muerte. Estarás de acuerdo conmigo en que los humanos tomamos decisiones muy tontas por amor.
—No te lo discuto —respondí. Ahora ella me sonreía.
—Yo amaba a este sujeto y él no me dijo que era la muerte. No, hasta que agonizando me reveló su plan. Y es que para odiar mucho tuviste que haberlo amado mucho. Me enamoró y se acostó con mi hermana. Yo estaba cegada por la ira. Y mientras moría, me confesó la maldición que el adquirió al matar a un hombre, que a su vez mató a otro llamado Caín, este último asesinó a su hermano. El recolector de almas es un asesino convertido en empleado.
—Entonces…
—Así es, no hay manera de que se salven ambos, pero quizá aún pueda vivir tu hijo. Jaque mate.
Tomo el cuchillo de la mesa al tiempo que me abalanzo sobre ella. Coloco mi mano izquierda alrededor de su cuello. Con la derecha levanto el cuchillo.
—¡Hazlo ya!—, me suplica. Lo clavo con fuerza en su pecho, una, dos, siete veces. Deja de moverse.