Cultura

Unicornio Por Esto: Jardín de palabras

Habebeh Arias Gáber presenta un cuento de corte anecdótico sobre la relación de un hombre con la medicina botánica y su cercanía casi mágica con la naturaleza, incluso, en el día de su funeral.
"Agustín no era común; lo recuerdo ensimismado, con temas de plática peculiares, siempre misterioso y algo reservado, como si guardara secretos que nunca supo cómo compartir". / Especial

Era común encontrarlo rodeado de flores y plantas. A diferencia del resto de la gente citadina, que es hasta el día de nuestra muerte, cuando nos encontramos rodeados de coronas y arreglos florales. Hoy, la naturaleza que rodea el ataúd de mi abuelo también está de luto.

Los velorios nunca han sido mis lugares favoritos, pero este se siente diferente. No sólo la gente está triste, pareciera que el florero con nardos del vestíbulo, el breve jardín de la entrada y el ahuehuete de la esquina acompañan a la gente en su luto. Está lloviendo y parece haber una sintonía entre el clima y la melancolía de mi familia. El aire denso y húmedo parece guardar los suspiros contenidos de los presentes. Que, a pesar de estar en medio del caos de la ciudad, esta sala de velación es un húmedo y silencioso bosque en llanto.

A mi alrededor, veo a la familia llorar por el difunto y despedirse dolorosamente mientras se asoman al ataúd. Yo no. No me siento lista para llorar por alguien que vi pocas veces en mi vida. Me siento incómoda, perdida en la formalidad de este adiós, buscando la manera en que, según yo, pase desapercibida mi ausencia de dolor. Intento y logro enfocarme en recordar a mi abuelo y esas pocas veces que estuve con él, esas escasas visitas a su casa, un lugar diferente, lleno de olores y colores ajenos a lo que estaba acostumbrada.

Agustín no era común; lo recuerdo ensimismado, con temas de plática peculiares, siempre misterioso y algo reservado, como si guardara secretos que nunca supo cómo compartir. Siempre listo para una conversación, que muy rara vez sucedía.

Sus creencias, aunque a menudo extrañas para mí, parecían regirse por una lógica interna tan sólida como las raíces de los árboles que cultivaba. Recuerdo su negación rotunda hacia la ciencia: los doctores, los medicamentos, las vacunas, y cualquier explicación que estuviera fuera de lo que bien aprendió en su pueblo y nunca olvidó. Ese conocimiento, adquirido y atesorado, salvó incontables veces la vida de mi familia y, seguramente, de muchos conocidos. Parecía tener una relación cercana con la tierra, una complicidad que iba más allá de la mera comprensión común.

Recuerdo pocas visitas a su casa, pues no era común ir hasta allá. Por un lado, el recorrido era largo y fastidioso, como si nos adentráramos a un rincón olvidado donde el tiempo pasaba más lento. Por otro, creo que papá no se sentía del todo cómodo ahí.

Las visitas las recuerdo como una consulta médica: mi abuelo sentado en un sillón, nosotros cuatro en otro, dirigiéndose a papá, cuestionándolo sobre nuestra salud. Era un ritual, casi ceremonial, en el que los silencios pesaban tanto como las palabras. Eran comunes los monólogos extensos sobre las tonterías que nos daban a comer ahora, lo mucho que había cambiado la vida de los jóvenes, y su disgusto sobre las vacunas que, según él, solo buscaban debilitar la vitalidad de las nuevas generaciones. Para ese entonces, yo no entendía nada, ni me importaba lo que decía. Solo sabía que iba a salir de ahí sintiéndome mejor.

En casa con mi abuelo vivía Berenice, una señora agradable, de estatura media y tez morena. Su largo cabello entrecano iba sujetado por una larga trenza con listones de colores. La relación de esta señora con mi abuelo iba más allá de su matrimonio; compartían una complicidad única. Había una sintonía que se sentía en cada gesto, en cada mirada cómplice. Sus movimientos y manera de interactuar parecían en exceso coordinados, como si una melodía invisible marcara el compás en el que realizaban las tareas comunes del hogar. A su lado, mi abuelo, rígido en sus convicciones, parecía encontrar paz en esa conexión muda que los unía. Ahora, puedo entender por qué no resultó del todo exitosa la relación de mi abuela con él y, en cambio, esta señora llevaba casi toda la vida a su lado.

En aquella visita, después de ponernos al día con nuestras vidas y de papá repetirle varias veces mi nombre y el de mi hermana, mi abuelo procedió a revisarme. Yo iba en tercero de preescolar y tenía una gripa que parecía haberse quedado estacionada en mi cuerpo desde hace meses. Mi abuelo le preguntó a papá si me había dado algún tipo de medicamento y él le contestó que sí, los que había recetado el doctor, mientras enlistaba casi en orden alfabético todas las marcas de las medicinas. Mi abuelo molesto, decidió dejarlo hablar solo y me pidió que lo acompañara al patio.

En su casa había creado un vivero, pequeño en tamaño, pero la cantidad de flores y plantas era tan variada y extensa que parecía mayor a lo que mi vista podía percibir. Allí, en ese espacio de quietud y vida, me sentí envuelta por un olor dulce y húmedo que parecía transportarme a otro lugar. Mi abuelo me presentó a las plantas con solemnidad, como si fueran viejas amigas que estaban ahí para ayudarme. Creía que lo hizo al aire y siendo una niña, me pareció un juego divertido. Puedo asegurar que hubo una reacción en las plantas. Le contestaron la presentación. Después me pidió que escogiera tres; las que llamaran más mi atención. No recuerdo su aspecto, pero su olor ha estado presente desde entonces. Las cortó con sutileza y cariño, parecía pedirles permiso para proceder. Casi podría jurar que les susurraba cosas en secreto, como si existiera un lenguaje entre ellos que yo no podía comprender.

Al entrar, pidió a doña Berenice que me prepara un té con las flores que había elegido. Cuando estuvo lista la infusión, papá pidió probarla antes; ya que, por regla de mamá, tenía que probar todo lo que mi hermana y yo ingiriéramos. Mi abuelo se negó rotundamente, alegando que de lo contrario yo no me curaría, puesto que esas flores me habían elegido y no a él. Papá, al verlo muy alterado y totalmente decidido a no permitirlo, prefirió dejarlo pasar.

En el té sentí un sabor dulce, un sabor que ahora recuerdo como único, distinto a cualquier cosa que hubiera probado antes y probablemente hasta ahora. Seguro ahora me parecería empalagoso, pero en ese entonces, como niña, me pareció delicioso. Parecería que su preparación hubiera sido a base de miel. Sin embargo, no recordaba haber visto a Berenice agregar ningún ingrediente adicional a las flores que elegí. Cuando le pregunté que por qué sabía tan dulce, me dijo que era la simple amabilidad con que lo había preparado mi abuelo y las ganas que tenía de que me curara. Al día siguiente, como si de un hechizo se tratara, ya no había rastro alguno de resfriado en mi cuerpo.

Algunas otras veces regresé a su casa de visita, pero fue hasta el día en que tuve un accidente y terminé con la ceja partida escandalosamente, que volví a tener la inquietud y tal vez, certeza, de que en esa casa ocurrían cosas fuera de lo común.

En esa ocasión, mi madre se encontraba histérica por aquel accidente, ya que no quería que fuera al hospital a que me costuraran y me dejaran una cicatriz horrible en el rostro; por lo que papá decidió hablarle a mi abuelo para ver si podía ayudarnos en algo. Inmediatamente, al llegar a su casa, mi abuelo comenzó a desmoronar unas pastillas parecidas a una aspirina gigante, su consistencia era viscosa y brillante. A mí me causó un poco de asco, pero el dolor que sentía, no me permitió siquiera quejarme.

Mi abuelo limpió la herida con un paño que remojó en un líquido extraño con olor a flores y alcohol. Después, espolvoreó el polvo resultado del menjurje viscoso sobre mi ceja expuesta. En ese momento, la hemorragia se detuvo, y explicó a mis papás que tendrían que ponerme todos los días ese polvo, hasta que la herida cicatrizara por completo.

Justo cuando ya íbamos de salida, llegó Berenice con una muñeca de trapo para mí. Me dijo que la había confeccionado para que me ayudara a soportar el dolor, no solo de ese día, sino para aquellos dolores que provoca a ratos la vida. También serviría para conciliar el sueño con facilidad cuando volviera a pasar por momentos difíciles. En ese momento no entendí la metáfora, solo me importaba no tener la herida en mi ceja y volver a jugar. La muñeca estaba rellena de una mezcla de tierra, plantas, flores, y raíces secas, que emanaban un peculiar olor natural. Si cerraba los ojos y juntaba la muñeca a mi nariz, no podía evitar entrar en un estado de tranquilidad e inmediatamente me dormía. En el pecho, por la parte derecha de la muñeca, había una pequeña piedra de cuarzo perfectamente tallada y pulida, en forma de corazón. Uno real; no como aquellos que se dibujan inocentemente en los cuadernos escolares y, si se ponía a la muñeca en contra luz, brillaba de distintos colores como si tuviera un pedacito de arcoíris guardado al fondo.

De repente, vuelvo otra vez a la sala con el ataúd enfrente de mí. Ese salto a mis recuerdos fue un intento por comprender a ese hombre que yacía, y por el cual, no sentía gran interés hasta ese momento. Aunque ya es tarde, decido acercarme a la caja fúnebre y asomarme a la abertura del ataúd para ver una última vez al muerto. Con miedo, voy recorriendo lentamente cada centímetro de su cara y logro enfocar mi mirada en sus facciones. Los ramos de flores a sus espaldas, proyectan una sombra real en el rostro de mi abuelo: cada pétalo, cada raíz y cada tallo parecen estar tatuados en su piel. Entonces comprendo que él, y la naturaleza, siempre fueron uno, y que ese olor a tierra mojada en su cuerpo, nunca fue casualidad.