Cultura

Unicornio Por Esto: Las grietas de la vida son puertas de salida

Aída López Sosa presentó el libro Puerta de salida, de la autora Elsa d'solórzano, el viernes pasado en el centro cultural José Martí, y a continuación comparte su apreciación y un cuento de la obra.
"Las puertas metafóricas, esas que en la imaginación abrimos o cerramos después de atravesarlas, son más complejas pues en ocasiones estando afuera nos sentimos encerrados". / Por Esto!

Pocas veces un autor justifica su obra y el título de esta. Elsa D’Solórzano en el prefacio confiesa la inquietud que le ocasionan las puertas de salida en particular, esas que se encuentran en los lugares públicos como el cine, el hospital o un restaurante, sin embargo, la fobia, como la mayoría, la desarrolló en la infancia mientras viajaba en un tren, lo que resulta interesante, pues con esta ansiedad narra las 10 historias que conforman Puerta de salida. Vale la acotación, ya que no es un tema menor el de las puertas, pues desde los romanos estos umbrales debían de ser resguardados de uno y de otro lado, para ello Portus y Janus tenían dos caras, una que miraba hacia adelante y otra hacia atrás. La simbología de las puertas es universal, cualquier persona en el mundo sabe para lo que sirven y no se necesita de mayor instrucción para usarlas. Las puertas metafóricas, esas que en la imaginación abrimos o cerramos después de atravesarlas, son más complejas, pues en ocasiones estando afuera nos sentimos encerrados y sabemos que al cruzarlas ya no volveremos a ser los mismos.

 La narradora en “Resquiescat in Pace”, desde la primera persona y situado en Buenos Aires, Argentina, nos lleva por los senderos del Cementerio de la Recoleta, la morada final de ciertos personajes prominentes como Eva Perón. La protagonista focaliza su mirada, como si fuéramos mirando con la lente de una filmadora, en las puertas de los mausoleos, ya que son un espejo de la atención o el abandono de la familia. El paseo es descriptivo e inquietante. La epifanía nos devuelve al mundo de los muertos.

 “Candela” se autonombra una mujer por el lugar en el que perdió su nombre. Un día decide salir a buscarlo y es a través del viaje imaginario y emocional que nos desvela con sutilezas el maltrato al que siempre ha estado expuesta, valiéndose de la fantasía como mecanismo de defensa que terminará por inmovilizarla. La acción habita en su mente y la metáfora final es poética. Contada en tres partes, la autora va intensificando el sentimiento hasta llegar a lo alto de la cresta desde la cual, sin remedio, tendrá que descender para volver al mismo punto, pero ya no será la misma.

“Lux pétrea” es un cuento situado en Chile, contado en tercera persona y construido a través de diálogos elaborados con pericia para llevarnos al desenlace inesperado. Una investigadora, en apariencia víctima de violencia vicaria, ocupa su tiempo en la documentación de piedras para la escritura de un artículo para una revista científica. Reconfortada por los versos de Emily Dickinson no pierde las esperanzas de que un día su marido le devuelva a su hijo. La vuelta de tuerca es asombrosa.

“Diez minutos” es un relato donde la sincronía de eventos y entrecruce de personajes desencadenan en apenas los diez minutos que marca un reloj de bolsillo con leontina de la época del ferrocarril, eventos catastróficos. Una pareja desavenida, un cumpleaños, deudas y un casino son los elementos con los que la autora construye una historia redonda y vertiginosa. Nada ni nadie sale sobrando. El tiempo es lo más valioso. Los segundos pueden hacer la diferencia entre la vida y la muerte.

“El pretexto es la lluvia” está narrado en primera persona por un personaje masculino que ha ido de menos a más, es decir, de no ser nadie a ser un reconocido pintor, a quien su arte lo llevará a conocer a una mujer que guarda un secreto pero que él aceptará sin reparos, esperanzado de que la luvia la regrese, al menos, eso desea después del primer encuentro sexual. Con la técnica narrativa en dos tiempos y espacios, la autora construye historias alternas en un ir y venir entre el pasado y el presente.

“Miércoles” es un relato de vejez y la pérdida de memoria como consecuencia. En la línea del cuento “Luz pétrea”, la confusión y la distorsión de la realidad encauzan acciones equivocadas. El deterioro cognoscitivo, ya sea como mecanismo de evasión o daño neuronal, llevan a los personajes a errar en la búsqueda de seres muertos, pero que en su imaginación siguen vivos. Los recuerdos son tan vívidos, que decantan en una búsqueda recurrente como estrategia de negación para protegerse emocionalmente ante la pérdida dolorosa.

 “Veneno azul” cuenta el proceso de una mujer con cáncer de seno cuyo marido la abandona por la intolerancia a verla sufrir. El viaje a Cuba para un tratamiento médico alternativo con el veneno del escorpión azul y la lectura de mano por parte de una anciana, le darán la solución a su enfermedad. Un aparente asesinato sacará la ira de la enferma, pero la sorpresa en azul no estará precisamente en el arácnido. Una vez más, la autora sorprende por el ingenio con el que cierra la historia.

“Tierra virgen” es un cuento de adolescencia ubicado en un internado religioso de Monterrey donde, por supuesto, la preparación de alimentos es el pan nuestro de cada día. Pan para el que hace falta más que una receta para elaborarlo, porque lo importante es el horno de barro, cuya construcción requiere conocimiento ancestral y tierra virgen, o sea, jamás cultivada ni construida, algo difícil de conseguir por esos lares. La prosa humorística es un remanso en este punto del libro y el final seguramente le sacará una sonrisa al lector.

 “Números romanos” es una bella metáfora de edad madura, esa que se mide en números romanos porque son enteros, sin fracciones. La protagonista intenta evadirse un domingo después de una noche de fiesta. Sus intentos por desconectarse del mundo son infructuosos. Sólo desea estar sola con sus recuerdos y con la música que la devuelve a su juventud hippie. La única certeza que tiene es que en algún momento la alcanzará uno de los jinetes del apocalipsis a sus seis décadas. Sólo un hecho inesperado de una de sus amigas la sacará de su aislamiento.

“Puerta de salida”, el último cuento de la colección y que da título al libro, es la historia, en Ciudad de México, de una pintora llamada Artemisa como la diosa griega, por lo que en esta línea está acompañada por Eros y Tánatos, quienes se disputan la vida y la muerte de la artista deprimida por el desamor de una mujer. Cuando suena la alerta sísmica no le da tiempo de evacuar el edificio y termina bajo los escombros. Al final se revelará quién gana, si Eros o Tánatos.

Los cuentos de Elsa apuestan a la epifanía, al estilo del cuento tradicional. Los personajes viven atormentados por su presente, pero sobre todo por el futuro. El amor y la muerte van de la mano como se advierte en el último cuento donde Eros (la vida) y Tánatos (la muerte) están en constante pugna como teorizó Sigmund Freud al considerar que ambas fuerzas encauzan el comportamiento humano. La vejez como estado vulnerable, las enfermedades inevitables, las pérdidas de seres queridos son temas abordados con lenguaje prístino, sin rebuscamientos y, cuando la prosa lo permite, embellecida con metáforas y aforismos que complacen al lector. La hechura de las historias revela a una escritora viajera, conocedora de varias disciplinas artísticas, lectora de poesía, mitología y biografías de personajes relevantes, conocimientos que entreteje oblicuamente para llevar al punto central de lo que quiere contar.

CANDELA

Elsa D’Solórzano

Para Bety Muñoz Morales

Llevo muchos años buscando mi nombre. Y es que lo fui perdiendo poco a poco, desde que era niña. Mi papá siempre me dijo Prieta, porque salí morena, como mi mamá. Ella me llamaba Chacha, no le gustaba que me nombraran por mi color de piel. Y para toda la gente era Chacha, en la escuela también me decían así, hasta la maestra al pasar lista omitía mi nombre y apellidos para llamarme Chacha, supongo que me tenía cariño, porque siempre le llevaba pan del que hacíamos en la casa y ella me daba libros para que leyera. Leía por las noches, a la luz de las velas, junto al calor del horno. Me gustaban mucho las poesías y las novelas de amor. Pero nunca encontré mi nombre en ellas, sólo palabras, muchas palabras bonitas para nombrar las cosas.

Nací en un lugar de esos donde nunca pasa nada, sólo el tren de Laredo, una serpiente metálica reptando por el desierto, que se escuchaba a lo lejos todos los días.  Vívía con mi madre, las dos solas, pues mi papá se fue a Estados Unidos a trabajar en las pizcas de algodón.  Nos enviaba algunos dólares de vez en cuando y en ocasiones volvía en Navidad. Cuidábamos cada centavo, pues no sabíamos cuánto tardaría en volver a llegarnos dinero.  Mamá y yo trabajábamos duro, remendábamos ropa y hacíamos pan y dulces que yo iba a vender a Villaldama o a Lampazos en las ferias.

Mi pueblo es un lugar construido con adobes de silencio. A la Sierra Madre la nombraron Pájaros Azules, porque en el día se ve de ese color; en el verano el Sol la ilumina como si fuera un espejo, el invierno la tiñe de gris. En las noches de Luna llena, se cubre con un manto plateado del que parece hubieran brotado las estrellas.

El clima desértico provoca un frío tan intenso que sube desde el suelo y entumece las piernas. Entre las crestas filosas de las montañas, un macizo sobresale, alto y esbelto como un cirio, de donde toma su nombre: Candela. Ahí crecí, ahí me hice mujer, ahí perdí mi nombre y desde ahí salí a buscarlo.

Las pocas diversiones que teníamos las muchachas del pueblo, eran los bailes. Casi todos los hombres se iban al norte a trabajar, sólo se quedaban los viejos o los que estaban enfermos. La única manera de conocer muchachos eran las fiestas patronales de la iglesia, en Lampazos, Villaldama, Bustamante o Sabinas, aunque yo nunca fui tan lejos, sólo a Villaldama. 

Tenía quince años cuando conocí al hombre con el que me escapé de mi casa, se llamaba Juan, su nombre sí lo recuerdo. Era alto y fornido, blanco, de cabello café claro. Tenía un bigote tupido con el que me hacía cosquillas al hablarme al oído. Fue en las fiestas de la Santa Cruz, en Villaldama. Me sacó a bailar cuando Los cadetes de Linares tocaban Flor de capomo. Yo llevaba un vestido nuevo que me hizo mi mamá, color verde limón con holanes blancos.

Me apretó contra su cuerpo con el pretexto de que había mucha gente mientras me cantaba mirándome a los ojos: trigueñita hermosa linda vas creciendo, como los capomos que se encuentran en la flor. Se me iban y venían los colores, me daba pena que un muchacho tan guapo se hubiera fijado en mí. Toda la noche bailó conmigo, me invitó a cenar y a las doce, cuando mis amigas me buscaron para que nos fuéramos, me pidió que me quedara. Me despedí de ellas y seguí platicando con él hasta el amanecer.   

Me olvidé de todo con sus besos: de las advertencias de mi padre, de los consejos de mi madre y hasta de mi nombre, porque en toda la noche nunca me lo preguntó. Todo el tiempo me llamó chiquilla, y a mí me encantó cómo se escuchaba. Me pidió que me fuera con él, que prometía cuidarme y hacerme feliz.

Nos fuimos en su troca hasta Bustamante, donde rentaba una casa. Ahí se quedaba cuando estaba en México, porque pasaba largas temporadas Estados Unidos, trabajaba como chofer de tráiler, llevando carga desde Monterrey hasta San Antonio o Houston.

Unas semanas después viajamos hasta mi pueblo para pedirle perdón a mi mamá, pero ella no quiso hablarme, ni siquiera abrió la puerta por más que toqué. Cuando nos fuimos, al cruzar las vías miré con tristeza el antiguo edificio de la estación de ferrocarril, que llamándose Candela, estaba en Lampazos, Nuevo León, por un error geográfico.  Don Venustiano Carranza, puso la primera piedra de la construcción, según nos contaba la maestra Juanita cuando estábamos en la primaria. Todos los niños conocíamos la leyenda del tren fantasma, que se escuchaba en las madrugadas y según decían llevaba las almas de los revolucionarios muertos.

Juan me quería mucho, me decía reina, así me llamé algún tiempo. Como él tardaba varias semanas viajando, le pedí que me dejara trabajar y me dijo que sí. Pero un día que regresó a casa y no me encontró, fue a verme a la panadería y me sacó a golpes cuando vio que también había hombres. Todos bajaron la cabeza y siguieron con sus tareas, “entre marido y mujer nadie se debe meter” le escuché decir al patrón. Jamás volví.

Fui extraviando mi nombre entre los insultos y golpes de mi marido, dejé de llamarme reina, yo no entendía por qué me pegaba, si me portaba bien. Él me dijo que no quería volver a verme fuera de mi casa, que ese era mi lugar. Yo sólo lloraba sin decir una palabra. Cuando se calmó, me mostró una caja sobre la cama.

Me abrazó y me pidió perdón, yo tenía el rostro hinchado y me dolía todo el cuerpo. Frente a mis ojos abrió el regalo que me había comprado en Laredo, Texas: un vestido de novia. No quise tocarlo para no mancharlo. Decidimos irnos a vivir a Villaldama, en una casita que quedaba cerca de la estación de ferrocarril. Ahí nos casamos dos semanas después, cuando se me habían borrado los moretones de la cara. El cura nos declaró marido y mujer; entonces ese fue mi nombre: mujer.

Comenzó a llamarme mujer. Ya no fui reina, sólo mujer. Pásame una cerveza mujer. Dame los zapatos mujer, plánchame la camisa mujer. Así me llamé muchos años.  Hasta que un día notó que mi vientre crecía. Mi nombre cambió a desgraciada, puta, hija de la chingada. De nuevo vinieron los golpes, reprochándome que lo había engañado, que ese bastardo no era su hijo, pero sí lo era.

Quedé tendida en el piso, con un intenso dolor en el bajo vientre. Un hilo de sangre comenzó a chorrear por mis muslos. En medio de terribles contracciones una masa amorfa y sanguinolenta se fue por el excusado. Mientras yo me desangraba, Juan sacó el vestido de novia al patio y le prendió fuego. Después me llevó al hospital y se fue a Laredo. No lo denuncié. ¿Para qué? ¿Qué podía decir alguien que no sabía cómo se llamaba?

Al darme de alta de la clínica regresé a mi casa. Frente al espejo, vi el rostro deformado por los golpes de una mujer sin nombre. ¡Mi nombre! Ya no lo recordaba, ¡lo había perdido! No estaba en la cama matrimonial, ni en la cocina, ni el lavadero donde tallaba la ropa sucia. ¿Dónde estaba? ¿Dónde había quedado mi nombre? Podría preguntarle a las montañas, pero no me responderían, acostumbradas a su silencio pétreo contestarían con un eco doloroso.

* * *

Cuando Juan regrese, ya no va a encontrarme porque saldré a buscar mi nombre, ese que perdí cuando me convertí en su mujer. No quiero llevar nada, dejaré todo lo que me ha dado: el delantal colgado en la puerta de la cocina, los zapatos nuevos bajo la cama, el anillo que me dio cuando nos casamos. En mi bolsa cabe lo poco que poseo: un peine, la latita de crema Teatrical y algo de dinero. No tengo una credencial con mi nombre, un día quemó todos mis papeles, me dijo que así no iría a ningún lado.

Villaldama está en completo silencio mientras voy camino a la estación. La neblina cubre las casas con un velo fantasmal. A lo lejos, suenan las campanas de la iglesia, el único lugar al que me dejaba ir, mientras él me esperaba afuera; asomaba la cabeza cada rato para asegurarse que tuviera la mirada pegada al piso. Yo sólo elevaba los ojos al recibir la comunión, cubriéndome el rostro con la chalina.

El viento helado me azota la cara, entra punzante en las hendiduras de mis labios partidos. Abro la latita de crema y me aplico un poco para protegerlos. A pesar de los dos suéteres el frío me sacude, me hace castañear los dientes. Mal augurio empezar una búsqueda en estas circunstancias.

El aire frío se cuela entre mis piernas y levanta un poco la falda tableada de lana que llevo puesta, las medias no me abrigan lo suficiente. Debí traer una chaqueta. Llego a la estación de ferrocarril. Todo está cerrado. El tren pasará a las seis de la tarde, según el letrero con los horarios colgado junto a la taquilla. Miro las líneas de los rieles perderse en el horizonte, más tarde las seguiré para irme lejos, muy lejos.

Me veo llegando a la estación de Monterrey. Ahí tal vez alguien me ayude a encontrar mi nombre, cuando me vean con la cara asustada, mirando para todos lados al bajar del tren. Un policía en el andén me preguntará: ¿a quién buscas muchacha? ¿Van a venir por ti? Yo negaré con la cabeza y seguiré hasta la puerta de salida, entre muchas personas dándose abrazos.

Afuera un taxista me dirá que a dónde me lleva, pero no sabré responderle y me quedaré parada en la banqueta. Cuando todos los que llegaron en el tren se hayan ido, estaré sola, abrazada de mi bolsa y el envoltorio con mi ropa. Una mujer me preguntará que cómo me llamo, sólo le diré que soy de Candela y ella entenderá que ese es mi nombre y me ofrecerá trabajo. Me explicará que busca muchachas que llegan de San Luis Potosí, de San Pedro de las Colonias o de algún otro pueblo para colocarlas en casas como sirvientas. Que se queda con los dos primeros meses de sueldo, pero que tendré casa, comida y dinero. Eso pasaría si fuera a buscar mi nombre hasta allá.

* * *

Ya es mediodía, el Sol invernal dibuja las siluetas de los árboles desnudos que me topo por el camino de regreso a mi casa. Busco la llave que escondí en una maceta. Un gruñido en el estómago me recuerda que no he comido. Enciendo la estufa de petróleo para guisar unos pedazos de tortilla con huevo, no hay más en la despensa. Todo el dinero que tengo es para el viaje. Me da sueño, hay suficiente tiempo hasta la hora que pase el tren.

Escucho el silbato de la máquina que se acerca. ¡Villaldama! Grita un hombre desde el interior del vagón en el que viajan aletargados los pasajeros que vienen desde Nuevo Laredo. El sonido de los frenos y el chirrido de los muelles entre los carros termina por despertarlos.

Bajan unas cuantas personas, la mayoría siguen sentadas porque van más lejos, hasta allá iré yo también para encontrar mi nombre. Unas mujeres se acercan con canastos de mercancías y su pregón: ¡Marquetas con nuez! ¡Molletes! ¡Semitas con piloncillo!

Subo al tren y entrego el boleto al conductor, que me pregunta por mi equipaje, no le contesto. Encuentro asiento junto a una ventanilla. Una mujer me mira extrañada, me acerco y creo reconocer a mi madre. Me toco el rostro con los moretones de la última golpiza que me dio Juan. Quizá eso es lo que le causa asombro, no habían visto antes a una mujer buscando su nombre con el rostro desfigurado.

El conductor parado en el estribo del vagón de primera clase revisando su reloj de bolsillo grita: ¡Vámonos! Lo coloca luego en su saco dejando a la vista la leontina dorada. El tren comienza a moverse, me recargo en la ventanilla y cierro los ojos.

El bamboleo del carro de ferrocarril comienza a arrullarme, se escuchan unas campanadas a lo lejos.

Abro los ojos, el reloj de pared de mi casa marca las cinco. No sé si es la mañana o la tarde, si estoy dormida o despierta, no logro reaccionar, me siento en la cama y enciendo la lámpara que está en el buró. Hace frío, prepararé café.

Todo se ve diferente. Las sombras del anochecer le dan otro aspecto a lo que me rodea. Llegó la hora de irme. Nunca sentí mía esta casa, tal vez porque desde que llegamos él se encargó de convertirme en un mueble más. El café caliente me lastima los labios como lo hizo el frío de la mañana. ¿Por qué no recuerdo mi nombre?

Vuelve a sonar el reloj: son las cinco treinta, es hora  que decida lo que tengo que hacer; en la cama están mi bolsa y un pequeño envoltorio con ropa. Observo en la palma de la mano una llave, está decidido, me iré, buscaré mi nombre hasta que lo encuentre. Dejaré para siempre la rutina en la que se convirtió mi vida.

Pero los pies no me dejan moverme: están fijos como los adobes con los que hicieron las paredes de esta casa. Tengo que llegar a la puerta y salir, tengo que alcanzar el tren. No entiendo por qué todo se vuelve pequeño de repente.

Ahora son las manos las que siento extrañas, mis dedos se han convertido en ramas delgadas, llenas de hojas diminutas y mis uñas son espinas. Poco a poco mi piel se va ennegreciendo, tornándose gruesa, como el tronco del huizache que está en el patio.  Mi cuerpo se balancea en el aire, por fin me siento libre.

Busqué tanto mi nombre y ahora el viento lo va gritando por cada pueblo: desde Candela hasta Lampazos, desde Bustamante hasta Villaldama; en Coahuila y en Nuevo León se cuenta mi historia, corre de boca en boca entre siseos y santiguadas. 

La Luna llena baña de luz plateada el macizo montañoso de Candela, mientras se escucha a lo lejos el silbato del tren de Laredo, que anuncia su llegada a la estación de Villaldama, la silueta oscura de una mujer espera sentada en el andén.