Después del infierno en el que nos encerró el técnico argentino Gerardo Martino, la Selección Mexicana volvió a encontrar la fórmula para encender de nuevo las pasiones y limar un poco las asperezas con su exigente afición, una relación que a simple vista parecía estar más quebrada que una piñata en posada.
Con la llegada de Jaime Lozano se recobró, paulatinamente, la confianza. La hinchada del Tricolor quería de comandante a un entrenador que desenvolviera a un equipo traqueteado, sin aspiraciones y con la urgencia de levantar su nivel para no volver a cometer el mismo ridículo que pasó en Qatar.
Tras conquistar una desabrida Copa Oro en julio y obtener dos horrorosos empates en los amistosos ante Australia (2-2) y Uzbekistán (3-3), el Jimmy apostó por la materia prima local para tapar cada bache de incertidumbre que invadía el camino. Desde luego que el arribo de César Huerta movió fibras en un esquema que se notó mayormente recuperado en el triunfo sobre Ghana y en la igualada de 2-2 frente a la potencia de Alemania. El Tricolor le compitió de tú por tú a una Selección que ha ganado el Mundial en cuatro ocasiones (1954, 1974, 1990 y 2014).
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Ahora se une a sus filas Julián Quiñones, el decimosexto jugador naturalizado en la historia de México que pretende levantar el nivel ofensivo de México para afrontar los ríspidos juegos ante Honduras, en busca del pase a la Copa América.
Cuando se anunció que el colombiano ocuparía una plaza en la base azteca, unos echaron cuetes como en misas de pueblo y otros se revolcaron porque, de acuerdo a su mera percepción, fue una decisión muy desatinada y poco justa para esos jóvenes -100% mexicanos- que desde las inferiores pelean por representar de forma absoluta a su país.
Lo cierto es que, si México abrió sus puertas al primer extranjero en 1935, cuando convocó al peruano Julio Lores, hoy, después de 88 años, cualquiera que quiera vestir -con dignidad- los colores verde, blanco y rojo, tiene que ser bienvenido.
A veces es necesario renovar un poco las normas para dar el salto al siguiente nivel, y es que si de aquí al Mundial 2026 aparece un hombre que no tuvo la dicha de nacer en nuestro país, pero cuyo deseo es representar a México como una muestra de agradecimiento, no debería -en teoría- existir algún problema.
Ahí está el Guadalajara, un fiel reflejo de lo que podría convertirse el Tricolor. Con tradiciones que cada vez tienen al Chiverío con proyectos menos claros y con esporádicos éxitos. En cada mercado intentan tirar la casa por la ventana para hacerse de los servicios de un mexa suelto, pero al final terminan por fichar a jugadores que representan a otras Selecciones, como ocurrió con Santiago Ormeño cuando decidió jugar con Perú. No sirve de nada mantener una obstinada costumbre si a la postre se llenan de jugadores que aportan poco y nada al Tricolor, sin mencionar que en los últimos años, solo la minoría de sus canteranos han podido ser material de Selección.
En cuanto a Quiñones refiere, el delantero colombiano formó su carrera en México a partir de los 17 años, ha portado los escudos de múltiples equipos de la Liga MX y también de la Expansión; sin embargo, lo que hoy lo tiene aquí es un bicampeonato con Atlas, un club que lo arropó hasta convertirlo en uno de los delanteros más letales del futbol mexicano.
La temporada pasada convirtió 13 tantos y se quedó a solo uno de quedarse con el título de goleo. En la presente campaña, Julián terminó la fase regular con 6 goles y 5 asistencias en 14 partidos, un envalentonado futbolista que ofrece muchas variantes a la hora de atacar, lo que obliga a creer que con una ofensiva junto a Santiago Giménez, Raúl Jiménez o Henry Martín, la Selección Mexicana luce mucho más determinante.
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NM