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Producto de la rebelión indígena de 1847 fue el brutal comercio de yucatecos a Cuba

No se trata en esta ocasión de relatar los notables pormenores que los historiadores manejan en su obra sobre el comercio de indios yucatecos. Allá están los antecedentes que justifican en alguna forma la rebelión indígena como salida de emergencia para sacudirse los demasiados años de explotación y despojo que los indígenas yucatecos sufrían desde antes de la conquista española. Me anima únicamente la plática informal sobre el tema, con las mejores intenciones de aportar algún dato poco conocido, o desconocido, de aquella etapa de ignominia, tanto para gobernantes como para yucatecos deshumanizados.

La llamada Guerra de Castas, denominada así para desviar el verdadero sentido de la insurrección y restarle antipatías a los culpables, llenó las cárceles de prisioneros de guerra y de indígenas sospechosos, lo que agravó muy seriamente la crisis económica de Yucatán, que para 1848 y 1849 no tenía lo necesario ni para alimentar a sus tropas, ni pagarles sus salarios. Recordemos que en esos años, comenzaba a sentirse el impacto de la rebelión al ser arrasadas o abandonadas ganaderías, cañaverales y campos de cultivo del sur y del oriente; al sentirse ya los vacíos por las evacuaciones de los grandes pueblos prósperos en comercio, lo que se tradujo en nula producción, poniendo al Estado en ruta a la ruina. El gobierno federal o del centro tenía sus propios problemas con la invasión norteamericana; y de España, vía Cuba, no podía obtener apoyos, porque las aguas del golfo de México, los litorales de Yucatán incluidos, estaban en poder de la flota de los Estados Unidos, nación con la que España cuidaba de meterse en tensiones.

También recordemos que fue en ese año de 1848, acicateado por los apuros económicos de Yucatán, que Justo Sierra O’Reilly viajó a Washington para pedir ayuda al gobierno del presidente James Polk, llevando poderes para ofrecer la soberanía de Yucatán, si era necesario.

Sierra solo cosechó antesalas y humillaciones ante el gobierno de Polk. Se le dio el portazo de que Yucatán no era un país ni una entidad independiente como para hacer gestiones directas ni ofrecer la soberanía, puesto que pertenecía a México, con el que estaba en guerra Estados Unidos…

Esto fue por recomendaciones del gobernador Santiago Méndez, suegro que fuera de Justo Sierra; pero Miguel Barbachano, por su parte, trató de hacer lo mismo ofrendando la soberanía a España, con una misión a Cuba encomendada a don Joaquín García Rejón y a Pedro de Regil Estrada, para pedir apoyo en armas, y la oferta rebasó la de Sierra. Estaba dispuesto Barbachano a ceder a España cualquiera de las ciudades que eligiera, y si no aceptaba, hacer el compromiso de volver a ser colonia y dominio de España al concluir el conflicto, siempre que ayudara con armas y hombres. Otra oferta era venderles la isla de Cozumel.

Los fracasos de estos desesperados esfuerzos para hacerle frente a la rebelión indígena tuvieron bases de intereses políticos. Estados Unidos sabía bien que Inglaterra tenía las manos metidas en el conflicto a través de Belice, y no tenía interés alguno de contraer más compromisos bélicos cuando comenzaba a negociar la paz con México, después de la invasión y de apoderarse de Texas y California. Y España se abstuvo de dar una respuesta formal, porque eludía problemas con los Estados Unidos, que estaban en guerra con México, y Yucatán era parte de México.

Cuando Sierra, en un plan de minimizar la rebelión o de aparentar no estar desesperado, le informó al secretario de Estado, Buchanan, que con el más modesto respaldo norteamericano se dominarían “a esos 300 indígenas sublevados”, el presidente Polk le respondió que si no podía el gobierno de Yucatán reprimir a 300 indios, era preferible entregarle el gobierno a los sublevados.

Cuando fenecía el año de 1848 y entraba el de 1849, Barbachano se vio en el problema de que el pánico y las tensiones habían convertido a cada indígena maya en un sospechoso o enemigo potencial, por lo que se desató una cacería de brujas que llenaba las cárceles. Ejecutarlos a todos terminaría por revertirle el malestar al gobierno, ya que había conciencia de que no todos los indígenas eran enemigos, aparte de que Barbachano, como todos los demás gobernantes que se fueron sucediendo a través de quince o más años, libraban una irresponsable como imprudente lucha por el poder, lo que hacía proliferar a enemigos políticos que capitalizarían errores y abusos. Mantener a tantos prisioneros era no solo gravoso para el erario estatal, que se empobrecía todos los días, sino prácticamente imposible.

Ya existían solicitudes de terratenientes cubanos, que en pleno auge de la industria azucarera, estaban necesitados de peones para cañaverales y para las fábricas de alcohol. Recientes levantamientos de negros en Haití y la renuencia de esclavos africanos llevados a Cuba, preocupaban a los cañeros. Y es en 1848, cuando don Simón Pech, interesado en fomentar un ingenio en Cuba, propuso a la Junta de Fomento de esa isla, entonces en poder de España, contratar indios yucatecos exclusivamente porque afirmaba que “era la mejor de las razas, cuando eran administrados y gobernados por personas inteligentes, para trabajar la agricultura en climas tropicales”. Este dato fue tomado del Archivo Nacional de Cuba, y de ninguna manera diría que el señor Pech propuso traficar con esclavos, sino que fueron contratados los indígenas yucatecos... pero coincidentemente, el gobernador Barbachano decretó que se privaba a los indios yucatecos de sus derechos políticos y civiles, señalando que “todo indio que sea hecho prisionero con las armas en la mano, podrá el gobierno ALEJARLO de su respectivo domicilio y aún expulsarlo del Estado por diez años”. Esto lo decía el 6 de noviembre de 1848, y según una nota del semanario campechano El Fénix, de febrero 25 de 1849, en Cuba ya se había establecido una empresa para introducir indios yucatecos. Los terratenientes cubanos ofrecían contratos por diez años y el pago de 25 pesos por indígena al gobierno yucateco. Los trabajos en Cuba, según los compradores, consistirían en construcción de caminos, cultivos de caña, fábricas de azúcar y aguardiente, talleres y servicios domésticos y otras faenas en casas de particulares. Pagarían los gastos del transporte, y el salario sería de dos pesos fuertes al mes, tres almudes de maíz a la semana si era soltero, y seis si era casado; una taza de café o atole endulzado en el desayuno; 8 onzas de carne salada, 12 onzas de plátano, papas, una chamarra, sombrero y un par de alpargatas de cuero. Tendrían médico y medicinas gratuitamente y una parcela para sus propios cultivos. Los que fueran para servicio doméstico, no tendrían parcela, pero sí ropa para estar bien presentados. Pero una sola cláusula anexa al contrato, echaba por tierra cualquier idea de honestidad en esas contrataciones: si quedaba ciego o incapacitado permanentemente ¡estaría libre para irse a donde quisiera…!

No es necesario comentar esta forma de liquidar a un esclavo inservible.

Entre las compras de indígenas, se incluían mujeres o hijas de los esclavos que ganarían un peso fuerte al mes, y a los hijos mayores de nueve años, igual que el padre. En el contrato, el esclavo se comprometía a servir a su patrón por todo el tiempo que él quisiera y no podría ausentarse a lugar alguno si no le daban permiso.

Barbachano autoriza la salida del primer barco con 135 indígenas mayas en el mes de marzo de 1849, el buque se llamaba “Cetro”, y en abril repitió la travesía de Sisal a La Habana, con 195 indígenas más con sus familias. Cuando el cónsul mexicano en Cuba, Buenaventura Vivó, protestó por ese comercio tan inhumano, pudo haber un paréntesis, pero la realidad fue que el tráfico de esclavos yucatecos no se interrumpió, volviéndose contrabando que eludía a quienes pudieron divulgarlo. Como negocio, pero sobre todo como negocio ilegal, lo que en un principio se inspiró para ahorrarse la manutención de presos rebeldes convirtiéndoseles en negocio, degeneró en la más cruel y brutal actividad, ya que bastaba con detener o secuestrar indígenas y llevarlos al embarcadero, para hacerse de dinero sin que nadie reparara en ese delito.

Cuba estaba en auge, no solo azucarero, sino también en el tendido de las vías férreas y caminos entre los años de 1836 a 1840, habiendo sido introducidos para ese programa de desarrollo sesenta mil 834 esclavos, pero en 1850 descendió a 16,519, lo que impulsó al potentado azucarero Miguel Aldama solicitar esclavos de donde fuera y al precio que sea. Esta escasez de mano de obra esclavizada fue lo que propició el negocio de los traficantes para vender a los cubanos millares de asiáticos, sobre todo chinos.

Las primeras empresas dedicadas abiertamente a la compra-venta de indios yucatecos, que contaron con el respaldo y autorización del dictador Antonio López de Santa Anna, fueron las firmas Francisco Marty, Zangroni y Hermanos, y Golcuría y Hermanos, que en el primer semestre del año de 1855 habían hecho cinco embarques entre Sisal y La Habana, llevándose a 416 yucatecos sin que se pudieran controlar los contrabandos humanos que salían de la entonces deshabitada isla Mujeres.

Deseo aclarar que estos datos desconocidos en lo que concierne a la parte histórica de Yucatán, se debieron a la gentileza de los periodistas cubanos Jaime Sarusky, Aramís Ferrera y José Oller, que en 1983 (a solicitud de este su servidor, realizaron una investigación sobre ese tráfico, pero sobre las bases de los descendientes de aquellos esclavos de la etapa de la Guerra de Castas. Para su trabajo, aportaron interesantes datos del Archivo Nacional de Cuba).

López de Santa Anna se asoció con los traficantes de la empresa Golcuría, nombrando su representante a un coronel Jiménez, que llevaba al gobierno yucateco la orden de Santa Anna para que los esclavistas pagaran veinte mil pesos como derecho sobre todos los prisioneros indígenas mayas que fueran buenos colonos, estipulándose que la Golcuría tenía la exclusividad para el transporte de esclavos a Cuba, durante cinco años, asentándose cínicamente en el convenio, que era el término considerado como sentencia por haber sido acusado de rebelde. Además, los traficantes de esclavos costearían 200 hombres armados para sumarse a la lucha contra la rebelión, pero con el beneficio de que todos los prisioneros que lograran hacer esos 200 soldados serían de la propiedad de la empresa, gratuitamente.

En el Archivo Nacional de Cuba también aparece que el rector del Colegio de Jesuitas de La Habana obtuvo permiso el 21 de julio de 1860, para importar doce yucatecos para el servicio doméstico del colegio… Este criminal comercio que avivó las rencillas y profundizó el abismo entre los indígenas y el gobierno, adquirió caracteres de insospechada crueldad y salvajismo, pues cuando les era difícil echar mano a los sublevados que se refugiaban en las selvas, los mercaderes con sus bandas de secuestradores, raptaban violentamente a familias enteras, declarándolas rebeldes para llevarlas hasta los embarcaderos de Sisal, Río Lagartos y San Felipe, donde se pagaban los precios estipulados.

Hubo en Mérida un frío y despiadado capitán negrero llamado Gerardo Tizón, que por medio del intérprete mayista Pedro Zetina, era el encargado por cuenta de las empresas compradoras de hacer el despacho de los embarques pagando 40 pesos por esclavo, pero como el comercio cobró inusitado auge con los contrabandos, llegó a suscitarse repugnante competencia, ya que se pagaban hasta 100 pesos por indígena, 25 pesos por mujer con niños hasta de diez años, gratis. Según el archivo nacional cubano, los pasaportes expedidos a Tizón pasaron de 300, pero los consignatarios de Oriente, en Cuba, afirmaron que habían recibido más de 700 indígenas, lo que prueba el contrabando o los embarques clandestinos, fuera del control del gobierno yucateco.

Y como un testimonio más de este repugnante negocio de políticos y autoridades, en el que expulsar insurrectos no fue más que un pretexto para ocultar el crimen, es el reporte del mencionado Tizón, en el que detalla en una de tantas operaciones, haber recibido 179 varones, 106 hembras y 80 en edad de lactancia que llevaban sus madres lo que sumaban 365 indígenas en cinco embarques del buque México desde los puertos de San Felipe y Sisal. Hasta los barcos de rutas comerciales y postales entre Sisal y La Habana llevaban en cada viaje algún número de esclavos, así como los pesqueros del traficante Francisco Marty que recogían esclavos en cualquier punto de la costa o en las islas de Cozumel y Mujeres.

Si tomamos en consideración que desde el primer año de la Guerra de Castas ya existía ese comercio de indígenas yucatecos, es posible que el viaje del “Centro”, registrado como el inaugural de ese comercio, no fue el primero, ya que, mucho antes, en los archivos de Cuba aparece que llegaron a Cárdenas, Cuba, 41 indígenas en el vapor “B Nathanings” y un mes después de este, en el bergantín “Forrest” fueron enviados 53 más.

Otros tantos interesados sobre el tema, los tenemos de esos mismos archivos donde se conservan los cortes de caja o balances de la empresa esclavista Zangroni, de La Habana, en los que se menciona pérdidas del 20 por ciento en la mercancía obtenida en Yucatán: 16 muertos en la travesía, 70 muertos por fiebre amarilla, de cólera o de disentería, además de la baja producción por el período de aclimatación. Pero los historiadores testigos de aquel comercio añaden a ese informe que los que manejaban la empresa escamoteaban jornales, ropas, alimentos y propinaban severas azotainas, lo que provocó la fuga de numerosos esclavos hacia las selvas de la isla, y otros aceptaban pagarle a los mayorales o capataces para que los dejaran huir. El gobernador de la villa de Güines reportó el 8 de julio de 1859 haber hallado a tres hombres, dos mujeres y dos niños yucatecos, que vivían en una cueva de la costa y ninguno hablaba el español. El investigador cubano Trelles estima que entre 1854 y 1860 había en los ingenios cubanos dos mil indios yucatecos.

Fuente: Suplemento dominical “Diálogo”, No. 311, domingo 6 de agosto de 2000, Diario del Sureste, Mérida, Yucatán, México.