Internacional

Caricatura democrática

Alfredo García

El presidente francés, Emmanuel Macron, presiona a los caciques libios, Fayez al Sarraj, presidente del Consejo Presidencial de Libia, apadrinado por la ONU, y Jalifa Hafter, comandante del Ejército Nacional Libio, protegido por la CIA, para que cumplan el “acuerdo” del pasado mes de mayo de convocar elecciones nacionales el próximo 10 de diciembre, en medio del caos político, la corrupción y la violencia.

Libia es un país del norte de África con un territorio de 1 millón 759, 540 km2 y una población de casi 6 millones de habitantes. Limita al norte con el mar Mediterráneo, al oeste con Túnez y Argelia, al suroeste con Níger, al sur con Chad, al sureste con Sudán y al este con Egipto. Hasta la agresión militar contra Libia en 2011, el país árabe exhibía la esperanza de vida más alta de África (77,65 años), el PIB más alto y el segundo, atendiendo su paridad de poder adquisitivo, así como uno de los registros más altos del continente africano en el índice de desarrollo humano.

La agresión imperialista a Libia con el pretexto de frenar la represión del gobierno de Muamar Gadafi, contra manifestaciones de protestas instigadas por la “primavera árabe”, es un baldón que pesará en la conciencia del presidente, Barack Obama, durante toda su vida, infortunada decisión tomada por motivos inconfesables. Para la vergonzosa concesión a la ultraderecha norteamericana y europea, el mandatario norteamericano usó una ambigua resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, que establecía la “prohibición de todos los vuelos en el espacio aéreo libio” y “autorizaba a adoptar todas las medidas necesarias para hacer cumplir dicha prohibición”.

Las “medidas necesarias” comenzaron el 19 de marzo de 2011 con el lanzamiento de más de 110 misiles de crucero Tomahawk por parte de fuerzas navales norteamericanas y británicas y un bloqueo naval de la Marina Real Inglesa. Junto a Francia, ambas superpotencias lideraron una coalición militar formada por 16 países, cuya comandancia quedó a cargo de la OTAN. El artero ataque culminó con la ejecución extrajudicial del presidente Gadafi y la ocupación militar del país por fuerzas locales aliadas a los agresores. En una entrevista con el canal de televisión Fox, en abril de 2016, Obama reconoció que el “peor error” de su presidencia fue “no pensar en las consecuencias de la intervención en Libia”.

Tras el derrocamiento del presidente Gadafi, se impuso un gobierno de “transición” que pronto quedó dividido en dos “gobiernos”, uno en Trípoli y otro en Tobruk, por rivalidades de los grupos armados buscando beneficios políticos y económicos. A finales de 2015 por mediación de la ONU, se estableció un Gobierno de Unión Nacional, GNA, que nunca tuvo nada de “unión” ni de “nacional”.

Cuatro señores de la guerra mantienen el precario equilibrio de la anarquía reinante en Trípoli: Brigadas Revolucionarias de Trípoli, TRB, de Haizam al Tajuri; Brigada Nawasi, comandada por la familia Qaddur; Fuerza Especial de Disuasión, del salafista, Abderrauf Kara; y la Unidad Abu Slim, liderada por Abdelghani al Kikli. Las cuatro organizaciones armadas, conocidas como “el Cartel de Trípoli”, protegen al GNA y están integradas en el llamado Aparato Central de Seguridad, ACS.

La intervención militar en Libia, sirvió como precedente al imperialismo para planificar la posterior agresión a Siria, que de haber tenido éxito, sería la misma caricatura de país que es hoy Libia. La operación relámpago contra la patria del líder independentista, Omar al-Mukhtar, sorprendió a la comunidad internacional. Sin embargo, el intento de repetición en Siria poco después, encontró un contexto internacional que dijo ¡Basta!, y un presidente Obama más consciente de quienes eran sus enemigos.